VIAJE TRANSAHARIANO AGOSTO 2000, POR JOSÉ MUÑOZ

Tengo billete de avión para esta noche (Bamako-Argel-Madrid) y seguramente el día de hoy será el último del viaje, aunque aquí en África nunca se sabe. Ha transcurrido rápido, parece mentira. Veintidós días desde el 31 de julio hasta hoy. Veitidós días de aventuras, de kilómetros, de emociones, de vivencias fuera de lo común, de conocer medianamente a personas extraordinarias, de travesía de países y lugares maravillosos. Repaso fugazmente los hitos más interesantes, probablemente porque todavía estoy aquí, en Bamako, en un lugar que representa todavía todo el espíritu del viaje, de África, en este rancio hotel Jamana en el barrio Niarela, y estos recuerdos permanecen frescos. O quizás la causa sea ese sentimiento emotivo y contradictorio que nos embarga cuando, después de haber vivido una experiencia inolvidable, fatigados, estamos a las puertas de la vuelta a la normalidad.

Hace dos años, hice con José este mismo viaje, o parecido, porque nunca podrá ser igual una segunda experiencia. La verdad es que esta vez sentía que iba a ser distinto, desde el principio, desde que tomé la decisión de realizar el viaje. Ya porque era la reedición del anterior, o porque mi estado anímico era distinto ante este nuevo reto, desde esos principios a los que aludía, todo ha transcurrido por la superficie, y yo no me he resistido. Quería que esta vez sucediera así, menos magia y más realismo. Mis circunstancias, mi predisposición y mi conocimiento del itinerario ha hecho posible que estos días hayan discurrido de manera más aleccionadora, con una percepción más objetiva. ¡De qué manera los prejuicios y las anticipaciones condicionan nuestro ánimo y nuestra disposición hacia las cosas!. Hace dos años, el proyecto era para mí un movimiento hacia lo desconocido, y viví cada minuto como una experiencia extraordinaria. En esta ocasión, he disfrutado del itinerario, de los lugares, de los paisajes, de los cambios de época, tanto como entonces. Incluso puedo decir que más, pues el conocimiento previo del itinerario me ha preparado para las grandes ocasiones. Esto será, creo, lo que quede de esta nueva experiencia distinta de la anterior, que ocurrió subjetiva, más interior, más profunda. En el sentido literal del término, fue sensacional. Lo que no quiere decir que haya estado menos dispuesto a disfrutar, o que las posibilidades de hacerlo hayan sido menores. Sencillamente, ha resultado diferente.

Como aquella vez, un comentario ocasional de José, sobre su próxima visita a África, fue el desencadenante. Otras veces me lo había propuesto también, pero no había sido posible. Ahora la oferta coincidía con mis vacaciones veraniegas y andaba yo un tanto estresado, así que la sola posibilidad de revivir una bonita experiencia fue suficiente argumento para decirle que iba con él. La mayor parte del itinerario previsto por José transcurría por los mismos lugares del que hicimos dos años ha, aunque tenía trayectos novedosos, y el destino final sería en esta ocasión Bamako (Mali) y no Dakar como en la otra; el vehículo, un camión, y este año había etapas en tren.

Y los días, como los kilómetros, se sucedieron rápidamente, uno tras otro, vertiginosamente. En seguida nos encontramos a mitad de viaje, en pleno desierto sahariano, de nuevo en África, ya lejos del anodino día a día de Madrid, de la comodidad, de la seguridad, de la programación cotidiana que marca segundo a segundo el transcurso de los días, y ya me imaginaba yo el final. Bueno, imaginaba el recuerdo del final del viaje anterior, lo imaginaba parecido, así son nuestras anticipaciones, basadas en vivencias y conocimientos anteriores. Luego, todo está por definir; como no hay nada escrito, la similitud habrá de ser algo aleatorio.

Comenzó el viaje el día 31 de julio, bien de mañana. La fecha exigía adelantar la salida lo más posible para evitar aglomeraciones de tráfico. Cuando llegué a casa de José, el camión Mercedes 811 D del año 89 estaba dispuesto, y en sitio bien visible la dirección Internet www.africaclub.com, la tienda virtual de José. El día anterior lo habíamos preparado para hacer más confortables las noches: en uno de los laterales, dos colchones prendidos pero fácilmente abatibles; varias cajas con las provisiones necesarias de agua y comida; dos bidones vacíos para gas-oil; cajas de cartón plegadas; tres grandes paquetes con ropas y juguetes; herramientas y planchas metálicas; tres bicicletas, y nuestros efectos personales. Era todo nuestro equipaje.

El día era caluroso, y ya en la M-30 comentamos el objetivo del día: llegar a Algeciras. Así había de ser cada vez, fijarse pequeños e inmediatos objetivos que nos permitieran llegar a nuestro destino, el objetivo final, Bamako, atravesando la mitad sur de la Península, Marruecos, el Sahara Occidental, Mauritania, Senegal y Mali. Hicimos un alto en el camino, en Granada, para que José entregara unas piezas de artesanía a unos clientes. Continuamos luego hacia Algeciras donde llegamos ya entrada la noche, y nos alojamos en el Hotel-Restaurante Blumen, a las puertas de la ciudad. No hay nada más que destacar de este día rutinario, y nunca mejor dicho porque hicimos cerca de 700 kms. Si acaso, el calor y lo bien que iba el camión.

Dos objetivos nos fijamos para el día siguiente: atravesar el Estrecho y adentrarnos todo lo posible en Marruecos. El día se presentaba complicado, pues la afluencia de emigrantes marroquíes era especialmente significativa y nos temíamos una larga y tediosa cola, de modo que lo primero que hicimos fue dirigirnos al puerto para tramitar el embarque Todo resultó más fácil de lo esperado, y a la una de la tarde ya estábamos en Ceuta. Como en Granada, José debía entregar varias piezas a un cliente, así que pudimos disfrutar de varias horas en esta ciudad africanoespañola, tiempo que aprovechamos para hacer compras y almorzar. Entre las compras que hicimos, unas sillas y una mesa de camping que nos han brindado una especial comodidad a la hora de obligadas esperas, desayunos, comidas, cenas y veladas. Almorzamos en un McDonnald y me acordé de Ignacio y de Javier, pues no sé en otras actividades del viaje, pero en ésta seguro que les hubiera gustado estar con nosotros. Ceuta es una ciudad curiosa, especial, un ambiente único, movimiento y mezcla que anticipan los aires que luego nos rodearán en Marruecos. Después de entregar la artesanía nos dirigimos hacia la frontera: curioso trasiego el de esta frontera donde se dan la mano Europa y África: soldados y policías, empleados de aduanas, emigrantes y familiares, viajeros españoles y europeos, más emigrantes, gente mayor y gente joven. Los jóvenes son bien distintos, se nota una gran diferencia con sus mayores. Se comportan de otra manera, han nacido y se educan en Europa. Quizá la verdadera causa de esta diferencia abismal es que nunca han sentido ni las estrecheces de la pobreza ni la opresión del miedo, que es uno de los mayores obstáculos para el progreso. Pasar por la parte española fue sencillo, la marroquí fue otra historia, pues circular por Marruecos con un camión exige un permiso especial. José lo había previsto y portaba una autorización de Rabat, pero en la aduana decían no haber recibido ninguna notificación y fueron necesarias las comprobaciones pertinentes que duraron tres horas. Continuamos hacia el sur, y recuerdo que me sorprendió la evolución de este país. Se nota en sus carreteras, en la gente, en la agricultura y en las ciudades, y en que la “agresión” al turista ha desaparecido o va desapareciendo, por lo menos en esta parte norte. Es impresionante cómo está avanzando Marruecos. Esa noche dormimos en un área de descanso de la autopista, cerca de Rabat.

Llegar a Marrakech era la propuesta para el siguiente día, lo que conllevó intensas horas de camión. Nos instalamos, como hace dos años, en el Camping Caravaning Ferdaus Route Casablanca, y tras descansar y asearnos, nos atrevimos a visitar la ciudad, a pesar de que la temperatura en este día era infernal. Dicen que fue fundada en el año 1062 de nuestra era, que fue base militar para incorporar Marruecos al imperio almorávide, y que una de sus épocas más esplendorosas fue el siglo XVI, bajo el poder político de los saadíes. Antes que éstos, también almohades y benimerines ejercieron su dominio en la ciudad, y su importancia histórica hay que atribuirla a su situación, en una encrucijada de caminos a través de los cuales se realizaban los intercambios entre Marruecos y el África Negra. Siendo así, cómo no me iba a impresionar nuevamente esta bella ciudad encantada. Tras un paseo por anchas calles y concurridos jardines, nos adentramos en la plaza de Jama El Fnaa, que ofrecía un aspecto maravilloso, espectacular, cuando iban cayendo el sol y el calor, y aquella pesada y cálida atmósfera servía de envoltorio de una mágica amalgama de sonidos, luminosidad, olores y colores, un espectáculo para ser contemplado al menos una vez en la vida, donde músicos, cazaturistas, titiriteros, saltinbanquis, corros multitudinarios, percusionistas, bandas teatrales, orquestas vivientes, contorsionistas, encantadores de serpientes, ascetas, vendedores de hierbas, piedras preciosas y amuletos, aguadores, mercaderes, timadores, carteristas, policías, turistas, comerciantes, feriantes, guías aprovechados, vendedores de zumos de naranjas, restaurantes improvisados, competían por impresionar nuestros sentidos. El zoco fue el siguiente hito en esta visita, aunque a estas alturas el cansancio y el calor ya habían hecho mella en mi capacidad para la admiración. Recuerdo que aquella tarde/noche el calor era extremo y la reparación de agua perentoria.

Al inicio de la siguiente jornada no fue necesario comentar nuestro objetivo inmediato, que no era otro que Tantan o sus proximidades. Dejamos el camping, cambiamos el aceite del camión y atravesamos Marrakech en dirección a Agadir. Aunque las perspectivas para este día eran las de hacer la mayor cantidad de kilómetros y parecía que la monotonía de la carretera iba a ser una constante, en este viaje hay un espacio permanente para la sorpresa, y efectivamente la travesía del Alto Atlas, esa montaña descarnada por la erosión, constituyó un duradero y bello espectáculo. Dejamos a la derecha Sidi Ifni, la antigua plaza española (esta vez no nos desviamos). Atravesamos ya de noche Tantan, y decidimos continuar hasta la costa y buscar allí un camping. Pero no encontramos ninguno en Guelmin a pesar de anuncios y señales que decían lo contrario, así que proseguimos hasta alejarnos de la ciudad buscando un paraje adecuado para pasar la noche en el camión. Nos vimos poco después a orillas del Océano, en plena oscuridad, tan sólo rota por la luz de una vela, con el batiente y lejano sonido de las olas como vigía infatigable de nuestro descanso.

Al despertar, sentí curiosidad por conocer el lugar al que habíamos ido a parar y abrí el portón del camión: pude comprobar que nos encontrábamos cerca del acantilado. El agua no podía verse pues una intensa bruma que emergía del mismo mar lo hacía invisible. Me aproximé a la orilla y vi allá abajo las olas. El sol iba venciendo paulatinamente la niebla y la luminosidad aumentaba por momentos. Una bandada de gaviotas permanecía en el suelo cerca de nosotros, esperando quizás que mejoraran las condiciones para poder volar. Di un hermoso paseo hasta que José despertó, y nos pusimos manos a la obra a preparar el desayuno para los señores, que como tales desayunamos a orillas del Océano ya visible.

Proseguimos el camino profundizando en el desierto. La cercanía del mar y el intenso viento de costado hicieron más llevadero el objetivo de aquel día: llegar a El Aaiun. Vimos los barcos encallados que otrora me sorprendieran y lo que me contó entonces José desmitificó la idea que yo mismo me había creado acerca de la peligrosidad de estas costas como causa de estos naufragios, que no encallaron en ninguna noche azarosa de terrible tormenta, sino que simplemente fueron abandonados por sus propietarios por inservibles, cementerio de mastodontes marinos, testigos mudos y silenciosos del devenir del tiempo. A media mañana hicimos un alto en el camino para acercarnos y abordar uno de estos barcos semienterrados por la arena.

Llegamos a El Aaiun . Recorrimos algunas de sus calles, y no encontramos nada que nos detuviera en la ciudad. Uno se pregunta sobre esta región de la Tierra, sobre lo que está pasando aquí, sobre las razones por las que la sociedad internacional quiere ser justa unas veces y es injusta otras... sobre las razones por las que el referéndum sobre la autodeterminación de este país no se ha celebrado hasta ahora, sobre si se llevará a cabo alguna vez. En estos días iba yo leyendo un curioso libro sobre estas tierras que me había prestado una amiga. Mi sensibilidad estaba a flor de piel. Eran los recuerdos de un oficial español de grupos nómadas en la época colonial, un canto al desierto y a sus habitantes, a los saharauis, a sus tradiciones y costumbres, y una amarga crítica a la gestión colonizadora de España, especialmente a su resolución en 1975. Un libro hermoso que describe a lo largo de sus historias cómo vive o vivía este pueblo. Leí en el libro que los habitantes de estas tierras consideraban que Dios concedía a determinados hombres un don, “baraka”, consistente en tener buena suerte y ser una especie de talismán. Cuando leí esto, lo comenté a José, porque muchas veces me decía que yo le traía suerte en estos viajes. “Baraka” se constituyó a partir de aquel momento en nuestra palabra mágica que nos permitiría superar cualquier dificultad.

Continuamos hacia El Aaiun-playa para instalarnos en uno de sus campings, por cierto bastante concurrido. Tras el almuerzo tardío y la obligada siesta, dimos un paseo en bici por su hermosa playa, y de vuelta, conocí a Fahrid, un chico de TanTan que trabaja en el camping, que me contó sus anhelos por emigrar a España, donde ya vive uno de sus hermanos. Me explicó que pasó el Estrecho en patera, pero lo detuvieron y lo repatriaron a Marruecos. No mostró animadversión en ninguno de sus comentarios ni hacia la policía ni hacia nadie ni nada, felizmente me contó que alguna vez volvería a intentarlo, de otra manera o igual, pero que él quería ir a España para trabajar.

El programa para la siguiente jornada consistía en llegar a Dahla (o Villa Cisneros como prefiero llamarle). Creo que son unos 600 Kms. Al despertar noté que me embargaba una sensación distinta a la de los días anteriores, era una pesadez anímica que achaqué primero al cansancio, y luego a una especie de arrepentimiento por estar aquí, dándonos estas palizas de camión, pudiendo estar plácidamente disfrutando de una playa del norte o del sur de España en compañía de mi familia. Me dije que no era una sensación inédita, que muchas veces, cuando estaba lejos del abrigo de la cotidianeidad, había sentido esto mismo. Me dije que era normal que en este momento estuviera así, que un viaje como este debía tener forzosamente altibajos, que además no había lugar para el “lo tomas o lo dejas”, que era “lo tomas o lo tomas”, como tantas cosas, y que seguro que se trataba de una sensación pasajera, que este era su momento, y que pronto desaparecería. Así fue.

Si hubiera que definir con alguna característica los recuerdos de esta etapa del viaje, habría que hacerlo con una mención a las impresionantes vistas que presenta esta costa atlántica y a la singular conformación geológica de sus acantilados a base de fosilizados sedimentos marinos: es sencillamente espectacular. Y esto a medio camino entre El Aiuun y Villa Cisneros, marcando el cuentakilómetros del camión 97.876 kilómetros, lo que quiere decir que llevábamos ya 2.476 kilómetros, puesto que cuando salimos de Madrid estaba situado en los 95.400.

Nos instalamos en el ya conocido Camping Touristique Moussafir, que estaba en obras con motivo de la construcción en su entorno de un prometedor complejo turístico, y fuimos a la ciudad a realizar los primeros preparativos para salir de Marruecos. Durante el paseo que dimos por Villa Cisneros, José me presentó al Rubio, un mecánico de Agadir que se ha instalado aquí. Resultó ser una persona muy amable y servicial, un personaje curioso que nos habló del nuevo y gran puerto que se está construyendo, y de la llegada de coreanos, japoneses, rusos y rumanos por este motivo. Si a éstos sumamos los observadores y cascos azules de la ONU, verdaderamente, enfatizó el Rubio, “Dahla es una ciudad internacional... Lo que no hay como hace años son españoles y portugueses”. Ya de noche, nos permitimos una agradable cena en el restaurante Samarkanda, de los más lujoso del lugar, a base de tortilla de queso y sopa de mariscos, y calamares a la parrilla, todo exquisito, para terminar con un té árabe, el primero en este viaje. También riquísimo.

Dahla resulta parada obligada en este viaje, porque aquí hay que realizar los trámites fronterizos para pasar a Mauritania, escoltados por la policía marroquí. Todos los martes y viernes, un convoy internacional hace el itinerario entre un país y el otro. Así las cosas, y puesto que había que hacer tiempo hasta el martes (estábamos a sábado), dedicamos los días siguientes a esperar/descansar. De modo que el programa que se nos presentaba consistiría en levantarse, desayunar, playita, siesta, más siesta, más playa y pasear por Villa Cisneros. Como ya he dicho, en este viaje siempre hay un lugar para la sorpresa, y ésta vino de nuevo la tarde del domingo, cuando en el camping se nos acercaron dos españoles, un chico y una chica. Preguntaron por José, diciendo que habían hablado con él por teléfono hacía unos meses. Efectivamente, José reconoció a Ventura (a quien acompañaba su mujer, Paloma) y recordó haber comentado con él este viaje y su itinerario y que le había proporcionado la información práctica que le pidió. Intercambiamos puntos de vista sobre la ruta, sobre lo ya recorrido y sobre lo que nos quedaba por recorrer. Ventura y Paloma viven en Murcia, mi tierra natal, así que esta casualidad dio mayor calor al encuentro. Ellos viajaban en un magnífico todoterreno y tenían intención de recorrer Mauritania y después volver a España, de modo que coincidíamos en parte del trayecto.

Esta ciudad, sus calles, de por sí siempre ambientadas, cobran una animación especial durante las noches, con numerosas tiendas, comercios, pequeños negocios, mercadillos y puestos, y mucha gente que va y viene entre la oscuridad. A diferencia del día, en que sólo se ven hombres, durante las noches son hombres y mujeres quienes ocupan las calles, los mercados y los comercios. Todo esto da un sabor especial y único a esta  ciudad. Y para finalizar esta segunda jornada en Villa Cisneros, nos dirigimos otra vez al Samarkanda y en esta ocasión nos inclinamos por unos pescados a la parrilla y el consabido té; demasiado para nuestro “body”.

A primera hora del lunes cumplimos con todos los trámites necesarios: primero el permiso militar, después el de la gendarmería y por último el de la aduana. Hace dos años, realizar estas gestiones nos llevó toda la mañana. En esta ocasión, bastó con una hora. Otro síntoma del cambio que se está produciendo en Marruecos, y lo mismo ocurre con los controles de carretera, sea de militares o de gendarmes.

Lo que parecía que iba a ser un anodino día de trámites y esperas, se fue convirtiendo poco a poco en una jornada entretenida, de interesantes experiencias. Bien de mañana, antes de desayunar, di un paseo por la playa y acantilados próximos al camping buscando fósiles y conchas marinas, abundantes en estas costas. Después, nos dirigimos al centro para llevar a cabo las obligatorias gestiones y ya que terminamos rápidamente, aprovechamos para visitar Dahla. Yo propuse el centro colonial, y José las afueras de la ciudad.

En el libro había leído algo acerca de la ciudad cuando era plaza española, y quería reconocer algunos de los vestigios coloniales que sin duda existirían, y a fe que no me costó mucho localizarlos cuando me vi ante una hermosa plaza de estilo europeo. El palacio del gobernador militar español del Sahara, un edificio con aires modernos, situado frente a la bahía de Río de Oro. Otros edificios que, por lo que había leído, debían de ser las antiguas sedes de la empresa española que gestionaba el puerto. El casino militar. Otro edificio militar que sirviera de residencia al Tercio. La antigua iglesia, inconfundible, seguramente transformada en mezquita pero que aún conservaba signos católicos, y viejas mansiones que fueran residencia de las autoridades españolas. Fuera de la plaza y detrás de la iglesia, el edificio colonial que más me impresionó, el antiguo fuerte de principios de siglo, defensa de las guarniciones españolas destinadas en la península de Río de Oro. El cuadrilátero que dibujan sus albeados muros dieron cobijo a cientos de soldados españoles y todavía permanecen en cada esquina los cuatro torreones almenados, seguramente testigos y vigías durante años de la entrada en la plaza de nómadas y caravanas que por aquí transitarían. Pude leer en mi libro que el depósito ubicado en la parte septentrional del fuerte contenía, como si fuera oro, el agua potable que periódicamente traían los barcos de nuestra Armada desde Las Palmas, que se distribuía racionada en la guarnición a razón de tres litros por persona y día. En fin, la historia y mi imaginación se confabularon y me emocioné como pocas veces por cosas así.

Después de este paseo, nos dirigimos en el camión hacia unos poblados que José quería conocer, a las afueras de la ciudad en dirección hacia el nuevo puerto en construcción. Eran dos poblados de chabolas que me impresionaron. En contraste con las condiciones bastante dignas que tiene la vida de los habitantes de Dahla, esto era otra historia. Es lamentable todo lo que allí pude ver, lamentables las condiciones en las que estos desheredados viven su vida, traídos aquí seguramente por intereses bastardos. Los niños malvestidos y desnutridos, alimentados como ganado, que no entendí bien qué eran o de dónde venían.

Volvimos al camping, y después del almuerzo y siesta obligatorios, dimos un paseo en bici por la costa atlántica de la península, algo sencillamente extraordinario, pedaleábamos en dirección al sol poniente y una ligera brisa acariciaba nuestro esfuerzo, pero cuando estábamos en el punto en el que íbamos a decidir dar la vuelta, es decir cuando más alejados estábamos del camping, una de las ruedas de la bici de José pinchó. José se fue en mi bici a por el camión, y yo me quedé esperando.

Decidimos poner broche de oro a tan hermosa jornada y despedirnos de la ciudad cenando en el Samarkanda, donde coincidimos con Ventura y Paloma. Durante aquellos tres días, José y yo debimos de ser la clientela más fiel de la que el restaurante pueda haber disfrutado jamás.

El inicio del gran martes nos lo tomamos con tranquilidad, pues sabíamos que aunque la cita era a las 8,30 a.m. a las puertas de la ciudad, las mismas autoridades marroquíes no llegarían hasta por lo menos las 10, de modo que, sin prisas, recogimos los equipajes, llenamos los depósitos de gasoil e hicimos algunas compras antes de dirigirnos al lugar de salida del convoy, donde estaban e irían llegando después los demás componentes de la caravana.

Lo del convoy para entrar en Mauritania es algo que merece la pena experimentar, pues se convive durante dos días con una serie de curiosas gentes que después te puedes encontrar en cualquier momento o lugar de África. Y es curioso también las tipologías humanas que aquí se dan cita. En esta ocasión, los que más llamaron mi atención y con los que más me relacioné fueron, además de Ventura y Paloma, dos grupos de franceses, gente joven que venía como yo en busca de vivencias y aventuras, un grupo de turistas italianos, otro grupo de distantes franceses, dos moteros británicos, Pam, también inglesa, de la que después tendré que volver a hablar porque hizo tramos del viaje con nosotros en Mauritania y Senegal, Jean Paul, un viejo vividor que se las sabía todas, dos españoles, curiosos y simpáticos personajes, que venían desde Lérida con un BMW, y otros dos muchachos franceses que también iban de turismo hasta Bamako.

La primera jornada se hizo un poco pesada y no tuvo el mismo encanto que la otra vez. Quizá precisamente por eso, por no ser una experiencia inédita, o quizás porque transitábamos por una carretera que había sido arreglada y asfaltada recientemente, o porque hizo mucho calor, o porque había una claridad absoluta que no hacía necesario el ejercicio de adivinar la presencia a veces cercana del mar, ya que lo percibíamos nítidamente a nuestra derecha. En el viaje anterior, este trayecto lo percibí con más magia. Un día tormentoso de arena y viento, una ruta desconocida y misteriosa, y una emotiva incertidumbre provocada por aquel viaje a lo desconocido. Esta vez no pasó nada que merezca comentario. Bueno sí, continuaba la grandiosidad del desierto, pero eso no era novedad a estas alturas, aunque estaba seguro, y lo pensé en algún momento, que después habría de evocarla agradablemente en numerosas ocasiones, cuando recordara o hablara a mis amistades sobre estos maravillosos días.

En el paso fronterizo de Guerguarat, los marroquíes han dispuesto una zona de acampada en la que debe pernoctar obligatoriamente todo el que va en el convoy. Allí puedes instalarte en uno de los barracones preparados para acoger a los viajeros, o en sus alrededores más cercanos. Llegamos pasadas las seis de la tarde, con 98.585 Kms. en el cuentakilómetros, y con el tiempo justo para preparar la comida/cena del día y nuestra morada. En esta ocasión, optamos por pasar la noche fuera de los barracones, para saborear mejor una de las más bellas noches que puede deparar este viaje, aunque el intenso viento racheado hizo que tuviéramos que cenar dentro del camión (agradable cena con velas, que compartimos con Ventura y Paloma) y nos impidió dormir al raso, al amparo de la hermosa luna llena que presidía la noche.

El día siguiente tenía por objetivo llegar a Nouadhibou, la segunda ciudad de Mauritania. Habíamos dormido muy bien. La formación paulatina del convoy duró un par de horas, y a las 11 de la mañana estaba todo dispuesto para la salida, pero las autoridades militares se hicieron esperar, y no salimos hasta pasadas las 12.

Este día percibí con nitidez inequívoca que la verdadera dimensión de nuestras epopeyas, las grandes y las pequeñas, proviene de algo puramente interior. Y es que me seguía llamando la atención el cambio de sensaciones que tenía respecto del viaje anterior. Qué diferente fue todo en aquella jornada. Hace dos años, creí atravesar un trozo de tierra perdido en el infinito, ilocalizable en ningún mapa, remoto espacio perdido en la infinitud de una memoria que acumulaba el caudal imaginario de innumerables experiencias sentidas, extensa estepa de expectativas trazadas desde el lejano confín de los primeros años más a los que mi recuerdo alcanza, miedo al infinito, confín de lo innoto, de lo inexistente hasta que se conmuta en algo tridimensional y transgredible, cuando pasa a formar parte de nuestra experiencia y el cúmulo de desconexiones con la realidad sobreviene reducido en recuerdos desilusionados que se plasman, por contraste, en el fino sedimento ilusorio en el que vamos escribiendo día tras día el reporte de nuestra ingenuidad.

Quizás esta jornada fue la que manifestó con mayor claridad, hito a hito, la verdadera (actual) dimensión de las cosas que allí se me presentaban. Todo era como más pequeño, más reducido. El trecho “tierra de nadie” entre las dos aduanas, el pedregoso puesto fronterizo con Mauritania, el inicial foso de arena, otrora un océano, el tramo hasta Nouadhibou, incluso hasta el intenso calor, todo fue mucho más prosaico en esta ocasión. Y no sólo la dimensión geográfica, mi consideración de la verdadera talla humana, en la que sigo creyendo, también se vio afectada aquel día.

Por aquellas tierras, el camión requería de una marcha lenta, así que pronto nos quedamos atrás. Y aunque todo esto fuera o me pareciera más reducido que en la otra ocasión, las condiciones objetivas del trayecto (aislamiento, calor, tierras desérticas, carretera destrozada, dunas de arena, inexistencia de señalización, las minas que hay en los aledaños de la pista) hacen necesarios, como en la vida misma, un lógico cuidado y esa solidaridad grupal, que hasta ayer creía existente por pura definición, que da cohesión al grupo humano que se enfrenta a las más duras condiciones externas. Pero parece que ese valor solidario va quedando en patrimonio de las personas jóvenes, y los más jóvenes van quedando ahí para dar cuenta de que es algo que todavía subsiste. Los dos grupitos de franceses, gente joven y dinámica, estuvieron ayudando animosamente y con gran esfuerzo a quienes quedaban atrapados en la arena, lo que les llevó a los últimos lugares del convoy, y paradojas de la vida, cuando ellos necesitaron ayuda, ya nadie, ningún adulto, había para prestársela. Solo nosotros, que íbamos con el vehículo más lento. Quizás nadie mirara hacia atrás una vez concluidos los trámites de entrada en Mauritania, cegados por un afán de llegar a... ninguna parte. Habrá que seguir confiando eternamente en la juventud. Nosotros avanzábamos lentamente, sin prisas, y desde la altura de la cabina del camión, veíamos cómo evolucionaban los demás. En el grupo de los italianos, había uno al que pronto apodamos como "capitán general". Cuando alguien se atascaba en la arena, se bajaba de su coche como un poseso, haciendo aspavientos y dando instrucciones a voces. Empujar, lo que se dice empujar, no empujó. En cuanto vio que había un alemán con su furgoneta cargada hasta arriba que se atascaba cada dos por tres, ordenó retirada y desapareció junto con los que ya conocían la pista. Los que no la conocían y se habían quedado rezagados, no tuvieron más remedio que seguirnos, a paso de tortuga.

Llegamos a Nouadhibou por la tarde, y nos instalamos en el Camping Inal, en realidad un confortable albergue para lo que son estas latitudes, donde José me comentó que ya estábamos más cerca de Bamako que de Madrid.

Mauritania es una llanura inmensa y su historia se caracteriza por el arraigo del Islám. No en vano los almorávides, originarios de estas tierras, extendieron su hegemonía desde el Ebro hasta Sudán. Portugueses, franceses, ingleses y holandeses han pujado sucesivamente, desde 1442, por el control de estas tierras y de sus costas, hasta que en 1904 pasó a depender de la administración francesa. En 1960 se constituyó como estado independiente, y desde entonces hasta no hace mucho han sido permanentes los conflictos fronterizos con Marruecos, con el Frente Polisario y con Argelia. Pero es un país hermoso y recóndito.

En África, por lo menos en esta parte, la transmisión de las noticias novedosas se produce de forma rápida e inmediata, y eso debe venir del carácter nómada de sus gentes. El nómada es un ser sediento de noticias (o “lahabar” en terminología del desierto, como leí en mi libro) para estar al corriente del más trivial de los sucesos que puedan acaecer en mil kilómetros a la redonda. El “lahabar” de nuestra llegada a Nouadibou debió correr como la pólvora, porque apenas nos habíamos instalado en el camping, cuando llegó Soufí, nuestro guía en el viaje anterior, preguntando por nosotros. Nos fundimos en un abrazo, porque volvíamos a encontrarnos después de dos años. Creo que nos apreciamos mutuamente. Durante un buen rato estuvimos charlando sobre cómo había transcurrido este tiempo, sobre nuestras vidas, sobre nuestras familias.

Por la noche, andaba yo preparando mi saco de dormir, cuando escuché una música bellísima, de ritmos típicamente africanos, aunque contagiados lo justo de ese aire comercial que proporciona el contacto del artista con una compañía discográfica de calado. No pude resistir la tentación y salí al patio central del albergue a ver de dónde provenían aquellos ritmos. Se trataba del radiocasette del recepcionista (recepcionista, cocinero, limpiador, lavandero, portero, etc.) del albergue que me explicó, emocionado por mi interés, que las canciones que escuchaba eran del grupo guineano BMB Jazz.

Lo primero que hicimos al día siguiente, después de una agradable ducha y un reparador desayuno, fue acudir en bicicleta a la estación de tren con el objetivo de gestionar el embarque del camión hasta Choum, en el corazón del país, un viaje con el que nos adentraríamos 600 kms. hacia el este, en el tren más largo del mundo, para esquivar el arenoso desierto por el que nuestro pesado vehículo no podría transitar. No se trataba de ir a una ventanilla cualquiera a sacar cualquier billete. En África la vida y las pequeñas o grandes cosas que hay que hacer cada día transcurren de manera distinta a como suceden en Europa, y en este caso, gestionar el traslado del camión conllevó la discusión tranquila y ceremoniosa, durante toda una mañana, en el despacho del jefe de estación y ante otros muchos candidatos que aspiraban a lo mismo que nosotros en las pocas plataformas para transporte de vehículos de las que dispone la compañía ferroviaria, más ocupada en los quehaceres mineros. Porque la cuestión, por lo visto aquel día, es que los mauritanos no pagan o pagan menos por el servicio, por lo tanto el jefe de la estación debía arbitrar una solución que combinara el transporte de vehículos locales, que no le reportan beneficios pero que tiene que atender, y el de extranjeros. Quien quedara fuera, debería esperar al día siguiente. Aquel día el jefe de estación hubo de emplearse a fondo, pues su despacho estaba a rebosar. Escuchó pacientemente a todos -tenía este hombre un aire de juez imparcial-, le vimos meditar sobre los argumentos que se le exponían, hizo alguna llamada telefónica a través de operadora y finalmente pudo satisfacer casi a todos pues solicitó y consiguió una plataforma adicional. Y de pronto, el ritmo lento de la mañana quedó quebrado y comenzó una actividad frenética para embarcar automóviles y camiones, pues decían que íbamos a partir a las 3 de la tarde, de modo que José fue rápidamente al albergue en busca del camión. Mientras tanto, yo fui en busca de Soufí para poder despedirnos, y en el camino encontré a los simpáticos amigos de Gerona, con los que tomé un té que sirvió también de despedida. También coincidí con Ventura y Paloma, y también de ellos me despedí, con la promesa de visitarles alguna vez en Murcia.

Embarcamos el camión y todo quedó dispuesto para el viaje junto a otros vehículos, entre los que había varios conocidos de la travesía de Dakhla a Nouadhibou. Y llegó el momento de la despedida de Soufí. Pero en África -ya lo he dicho- nunca se sabe. Ya estábamos preparados, cuando nos informaron de que definitivamente no saldríamos hasta el día siguiente, de modo que nos aprestamos a pasar allí el resto de día y la noche, cuidando de nuestro camión en aquella pequeña estación de carga en las afueras de Nouadhibou.

Un buen desayuno en un salón de té situado en la calle principal de Nouadhibou fue el inicio de la siguiente jornada, y nada más regresar a la estación nos sorprendieron las operaciones de enganche al tren minero, de modo que tuvimos que recoger rápidamente todos nuestros enseres para disponerlos para las siguientes 12 horas de viaje, pensando en la placidez de un trayecto que nos permitiría contemplar el paisaje, leer, dormir... No éramos conscientes en ese momento de que el día habría de resultar duro, emocionante e incluso peligroso.

Primero arrastraron los vagones-plataforma unos 3 Kms., hasta la planta de extracción del hierro, un extraordinario y moderno complejo en el que tratan el material procedente de la mina de Zuerat para separar el mineral de otros materiales inservibles. Una rápida sucesión de precisas maniobras que nos permitió contemplar aquellas impresionantes y modernas instalaciones de transformación del mineral extraído a más de 1.000 kilómetros de allí. Nos fueron uniendo a sucesivos conjuntos de vagones, conté hasta 200, hasta conformar el convoy en el que iríamos. Estábamos en el tren más largo del mundo según figura en el libro Guiness de récords, que ha llegado a tener convoyes de 7 kilómetros de longitud. Cuando ya intuíamos que quedaba poco, un ferroviario se acercó al camión y nos anunció que íbamos a salir a las 14 horas, media hora antes de lo previsto, y nos anticipó también, entre un ruido atronador, la precisión con la que llevan a cabo cada día todas las maniobras necesarias, y que ya sólo quedaba la última antes de salir, el bucle, un giro del convoy en una circunferencia de unos 3 kilómetros de diámetro. El giro de aquella serpiente, en una marcha lenta y cadencial, fue sencillamente espectacular. José registró el sonido con su equipo de grabación.

Nos sentamos cómodamente en la caja del camión, contemplando las maniobras mientras comíamos pistachos. Una vez en la dirección correcta y cuando el tren alcanzó su velocidad de crucero, el camión comenzó a moverse de un lado a otro de forma espantosaa. Parecía que iba a salir volando. El portón trasero del camión, abierto de par en par y bién amarrado para que no se cerrase con el viento, era lo primero que peligraba. José saltó rápidamente a la plataforma para desatar el cabo exterior, al tiempo que yo hacía lo propio con el de dentro para cerrarla antes de que rompiera por algún lado. Al principio nos reimos y pensamos que se trataba de un movimiento momentáneo de adaptación a la velocidad o un tramo malo de vías, pero transcurrieron largos y angustiosos minutos, y aquello se movía cada vez más. Nuestra risa se tornó histérica. Yo pensaba que a poco que continuara así el movimiento, iba a arrancar el camión de la plataforma, que evidentemente estaba defectuosa. El ruido era espantoso. Era tan intenso e insoportable el movimiento lateral de “vaivén”, que decidimos bajar a la plataforma y aquello sí que fue definitivo para que el miedo inundara mis adentros. De pie en la plataforma y visto desde fuera, ahora sí que estaba seguro de que se iban a soltar las ataduras y el camión saltaría por los aires y nos arrastraría a nosotros detrás. Fueron unos minutos angustiosos e interminables en los que quise escribir para no olvidar nunca aquellos momentos: “Estamos en el tren en marcha, a unos 90 o 100 kilómetros/hora, la emoción se ha disparado hasta límites de lo humanamente soportable con tranquilidad y seguridad, en estas condiciones resulta imposible no sólo escribir, sino siquiera estar, o pensar fríamente en alguna solución para esta encrucijada, cuando este gigantesco objeto se mueve de un lado a otro como una ¡BATIDORA!”.

Decidimos saltar al vagón de atrás, una de las 200 cubetas vacías que conformaban aquel largo convoy, pero había que elegir el momento más adecuado, pues a aquella velocidad era demasiado arriesgado. En un momento en el que el tren redujo sensíblemente su marcha, saltamos al vagón llevando con nosotros lo que nos pudiera servir para soportar las largas horas de calor y arena que se nos avecinaban, y a punto estuvimos de perder en esta operación algunos de nuestros enseres más queridos, arrastrados por el viento. Comenzaron a pasar los minutos, larguísimos en los primeros momentos, y las horas. El camión seguía en su sitio, pero el movimiento, el zarandeo, continuaba de la misma forma impresionante, que parecía que en cualquier momento podría desaparecer de nuestra vista. Por fin, a la 2 de la madrugada llegamos a Choun. Desengancharon las vagones-plataformas, que iban al principio del extenso convoy, y el tren continuó su ruta, Nosotros quedamos en silencio, agotados como después de un bombardeo, confiados en que al día siguiente alguien se acordaría de que estábamos allí, abandonados en una vía muerta, en uno de los confines del planeta.

Amanecimos en aquel lugar prestos a afrontar más emociones, y pronto comenzó a moverse el mundo, aunque hasta las 10 de la mañana no llegaron los operarios de la pequeña estación para cortar los cables que ataban los vehículos y para dirigir las maniobras de traslado de las plataformas a la rampa de descenso.

Nos fijamos el objetivo de llegar a Nouakchott, pero al descender de la plataforma nos dimos cuenta de que había una rueda pinchada. Además, del traqueteo se había desprendido el tubo de escape. Así que lo primero que teníamos que hacer era buscar un taller donde cambiar y arreglar el neumático. Choun es uno de esos pueblos perdidos que existen en este mundo. Tan sólo tenía un pequeño taller mecánico y estaba cerrado, así que teníamos que arreglarlo nosotros mismos. En el intento se nos rompió la llave de la tuercas de las ruedas. En Dakhla le habíamos encargado a un mecánico que aflojase y apretase las tuercas de todas las ruedas, para evitar que se agarrotasen. Pero se había dejado las tuercas de una rueda... que se habían agarrotado. Buscamos desesperadamente otra llave, pero no había. De pronto nos vimos acosados por cientos de niños, mujeres y aprovechados que querían satisfacer su curiosidad o sacar tajada de aquella situación inmejorable para ellos. Nos asaltaban cual moscas a un panal de rica miel, pero no consiguieron mucho, tan sólo un destornillador. Fue el preludio de las dificultades con las que nos íbamos a encontrar en este día, que más bien parecían obstáculos puestos a propósito por alguien para que no pudiéramos cumplir con nuestro programa.

Hinchamos la rueda y conseguimos salir de aquel purgatorio en dirección a la carretera de Nouakchott, por una pista de 150 kilómetros. Pero cuando llevábamos una veintena, José me sorprendió con un escueto: “problemas”; el motor comenzó a fallar y a perder fuerza, hasta que se paró del todo. No sabíamos de qué se trataba. Observamos todos los rincones posibles del motor sin saber exactamente lo que buscábamos, y no encontramos nada que nos pudiera indicar el origen de la avería. Hubiéramos querido tocar alguna pieza y que de forma mágica cambiara el rumbo de la mañana. ¿Se habría acabado nuestra “baraka”?... Dedujimos finalmente que era un problema de alimentación o de inyección, pues intermitentemente conseguíamos poner en marcha el motor pero al cabo de un rato se ahogaba. Conseguimos arrancarlo de nuevo tras varios intentos, y reemprendimos la marcha. Durante todo el día estuvimos pendientes del motor y de la incertidumbre de si llegaríamos o no a Nouackchott. Ya de noche y en medio de una tormenta de arena, se paró de nuevo. Parecía que definitivamente tendríamos que pasar la noche allí en medio, a unos 200 kilómetros de la capital, lejos todavía de poder solventar rápidamente aquel problema. Casi llegó la desesperación. Pero estaba claro que teníamos “baraka”, que no la habíamos perdido ni la perderíamos en todo el viaje. En el que debía ser el último intento posible, pues la batería estaba en las últimas, arrancamos definitivamente. Yo no quería ni siquiera mirar a José, ni él tampoco quería mirarme a mí, concentrado como estaba yo en el rugir del motor, sin respirar para que mi respiración no apagara aquel hálito de esperanza, pero no pude evitarlo, nos miramos y lanzamos simultáneamente un grito victorioso. Llegamos a Nouackchott pasadas las 12 de la noche, y nos instalamos en el albergue de la Rosa. Mañana sería otro día.

Nada más desayunar, pudimos comprobar de nuevo que la suerte seguía de cara y que nos sonreía. Estábamos convencidos de que al ser domingo, la jornada sería de obligado descanso, y no podríamos gestionar hasta el día siguiente el visado de Mali, necesario para continuar el viaje por este país. Para sorpresa nuestra, nos informaron que no era así, pues a primera hora un guía preguntó por nosotros. Traía noticias de Pamela (Pam), la inglesa del convoy, que quería venirse con nosotros, y nos esperaba haciendo el visado en la embajada de Mali. Allí nos dirijimos. Después de obtener el visado, llevamos el camión al taller de unos mecánicos argelinos que conocía José para que lo pusieran a punto, lo limpiaran y arreglaran el problema que el día anterior nos había tenido en jaque. El resto de aquella mañana y la tarde nos dedicamos a consultar por Internet noticias sobre España en un ciber-té, recoger el camión, que parecía otro de limpio y reluciente que estaba, y ya podía estarlo pues la factura ascendió a unas 30.000 ouguiyas (20.000 pesetas al cambio) que el mecánico justificó en el arreglo de la bomba del gasoil (según nos dijo, ese era el problema) el mantenimiento del motor y una exhaustiva limpieza general. Un poco caro, pero lo dimos por bueno, ya el problema estaba supuestamente arreglado. También paseamos en bici por la ciudad, y coincidimos con algunos de los amigos del convoy. Comimos con Pam que, como siempre, se dejó invitar, charlamos un rato con los amigos franceses, y quedamos con los italianos para cenar juntos en el albergue. Terminamos la tarde con un refrescante baño en la magnífica playa que yo ya conocía del otro viaje. Y finalizamos el día con la simpática cena de hermandad latina con el grupo de italianos. El menú: espaguetti a discreción, y de lo mejor.

Al día siguiente, de lo que se trataba era de salir de Mauritania y entrar en Senegal, travesía del río Senegal incluido, para adentrarnos lo más posible en este país rumbo a Mali. Pam se presentó muy de mañana en nuestro albergue, dispuesta para una jornada kilométrica. Aproximadamente dos horas después de salir, el motor comenzó a dar problemas de nuevo. Evidentemente no se trataba de la bomba de inyección, como había diagnosticado el mecánico argelino. Parecía que en aquella ocasión la cosa iba en serio, pues una vez que se paró el camión, no había forma de ponerlo en marcha de nuevo. Todo apuntaba a que se había parado definitivamente. Volví con Pam en su Land Rover hasta un pueblo que habíamos dejado atrás, a unos 10 kilómetros. Allí pregunté por un mecánico de camiones y encontré al que quizás sea el mejor de África, Solimán, un tipo joven y robusto, que nada más escuchar mi explicación sobre los males que nos aquejaban, preparó con precisión unas cuantas herramientas y se dispuso a sacarnos de aquel atolladero. Observó con detenimiento la bomba de inyección y comenzó a experimentar, urgando aquí y allá, buscando el origen del fallo, hasta que dedujo que la avería provenía de la conducción entre el depósito y la bomba, obstruida a causa de las impurezas que se habían desprendido de las paredes del depósito como consecuencia de los golpes que había sufrido durante el trayecto en tren contra el tubo de escape. En media hora, la avería quedó subsanada definitivamente. Lo dicho, el mejor mecánico de aquellas latitudes.

Proseguimos el viaje hasta llegar a Rosso, frontera mauritano-senegalesa. Como si de la misma historia se tratara, los acontecimientos de aquella lejana tarde del mes de julio de 1998 se repitieron exactamente con la misma secuencia y los mismos personajes. Ibrahim, el negrito mauritano que con su presencia nos ayudó hace 2 años, también se encontraba allí. La única diferencia era que en esta ocasión José, experto jugador ya, se adelantó al envite, y nada más llegar subió el camión al transbordador para obstaculizar cualquier posibilidad de movimientos en él, y obligar a los policías mauritanos a acelerar los trámites y a que le entregaran su pasaporte, si no querían que el resto del día el barco estuviera allí varado y cargado hasta la bandera de gentes impacientes dispuestas al motín. Fueron de nuevo unos minutos angustiosos hasta que el barco partió, como lo fueron a renglón seguido las gestiones de entrada a Senegal. Parece que todos los días debe ser así, una normalidad que incomoda y angustia. En medio de la tensión provocada por la pugna entre los cazaturistas para ofrecerte sus servicios (entre ellos mismos se peleaban y gritaban histéricamente), el griterío era ensordecedor. Todo esto te apabulla, te ensordece y te ciega, y en esas circunstancias debes tramitar tu entrada en el país, la aduana, el seguro del coche y cambiar dinero. Es necesario mantener la calma y la mayor tranquilidad posible para que no te engañen o no te confundas, pero hay que hacerlo con celeridad para salir de allí cuanto antes. Pam no estuvo atenta a las instrucciones que le dio José sobre el seguro a contratar, y el que adquirió nos causaría problemas al entrar en Mali, pero eso vendrá después.

A las 6 de la tarde habíamos terminado todos los trámites y nos lanzamos a la carretera, ley de este viaje, tratando de arañar al mapa la mayor cantidad posible de kilómetros hasta que el cansancio y el sueño nos lo permitiera. Llegamos a Ndium, a orillas del río Senegal, donde cenamos y dormimos. No sé cuántos kilómetros haríamos ese día, pero al finalizar la jornada nuestro cuentakilómetros marcaba los 99.663. Realmente fue un día total, con muchos kilómetros pero con muy buena carretera.

Madrugamos con la intención de completar la travesía de Senegal hasta Kidira y entrar en Mali, para dormir en Kayes. Antes de salir, nos dimos un paseo por la orilla del río Senegal, que se nos presentaba en toda su plenitud. Parecía el escenario de alguna inmemorial película sobre África.

El transcurso de los muchos kilómetros realizados en este día nos mostró el país, intuyo, en uno de los estados más bonitos que pueda presentar. En época de lluvias todo es verde, hay optimismo y alegría en las gentes y gran colorido en sus vestimentas. Las inmensas planicies verdosas plenas de arboledas y arbustos están frecuentadas por una fauna y flora que nuestra imaginación y buen humor transformó en cebras (los burros), en gacelas (las cabras), en leones y búfalos (las espectaculares vacas, unas veces por sus impresionantes mugidos, otras por su aspecto), en elefantes y jirafas (las siluetas de algunos arbustos ofrecían esas caprichosas formas), o en monos. Estos últimos de verdad. José corrió tras ellos como loco con la cámara en la mano, pero solo consiguió fotografiar sus traseros). Fue un día de vistas espectaculares y de bellas experiencias, especialmente en un poblado de simpáticas y amables gentes que viven todavía como hace cientos de años.

Dos incidentes marcaron nuestra entrada a Mali. El primero fue en un control policial al salir de la ciudad fronteriza de Diboli, que quisimos evitar con la finalidad de que Pam no tuviera que esperar hasta el día siguiente para volver a gestionar el seguro del coche que le permitiera transitar por Mali. El que adquirió en la frontera senegalesa no servía. Lo cierto es que nos pararon a nosotros, Pam continuó, y ya no la volvimos a ver. Nos la habíamos jugado, y teníamos que pagarla. Primeramente pretendían imponernos una cuantiosa multa. Luego todo quedó arreglado cuando aceptaron nuestra explicación de que no nos habíamos apercibido del control.

El siguiente incidente fue horas después, en el control policial de acceso a Kayes, bien entrada la noche. Un agente se metió en la caja del camión, y empezó a pedirnos facturas de lo que llevábamos. Señalaba nuestro equipaje, y nos decía en tono desafiante: ¿Cómo se que esto no lo han robado? Luego nos pidió 5000 francos cfa. en concepto de "tasa del puente". José le dijo que no íbamos a cruzar el puente, ya que subiríamos el camión al tren, que está en otra dirección. El otro le dijo que todo el mundo que pasaba por ahí tenía que pagar esa tasa, aunque no fuera a utilizar el puente. Pero nosotros veíamos que pasaban vehículos en ambos sentidos, y nadie pagaba. José le recordó que el puente se había construido con fondos de la Unión Europea, le dijo que pagaría la tasa, y le pidió un recibo. El otro se fue despotricando con nuesta documentación, y se metió en su garita. Como veíamos que no salía y era la hora de cenar, sacamos mesa y sillas, y nos preparamos una ensalada. Cuando terminamos, nos devolvió la documentación y nos fuimos, no sin antes haber pagado la famosa tasa. Llegamos a Kayes de noche, y pernoctamos en un albergue cercano a la estación.

En Kayes debíamos embarcar de nuevo el camión en un tren para realizar el trayecto hasta Bamako, pues no existe carretera asfaltada, y la pista entre estas dos ciudades es infernal, sobre todo en época de lluvias. Kayes dista unos 100 kilómetros de la frontera con Senegal, y es por donde transcurre todo el tráfico terrestre entre los dos países. Numerosos camiones de gran tonelaje cargan o descargan en esta ciudad todo tipo de mercancías. La estación ferroviaria de Kayes ocupa pues un lugar estratégico en la economía maliense.

Lo primero que hicimos fue dirigirnos a la estación para gestionar el embarque del camión. En principio, nos dijeron que a las 4 de la tarde lo subirían a la plataforma. Así lo hicieron, no sin antes cobrar por adelantado. Pero lo que no nos concretaron fue el momento en el que partiríamos. Y esto no debe depender de nadie sino de la providencia divina, porque una vez instalados en la plataforma comenzaron a transcurrir horas y horas y allí no había atisbos de movimiento alguno. Porque lo primero que tenía que suceder era que se completara nuestra plataforma con otros vehículos. Pasaron muchos trenes a nuestro lado, pero nuesta plataforma seguía sin moverse. Preguntamos varias veces, pero la respuesta era siempre la misma: en el próximo tren.

Los días que vinieron después son un exponente claro y nítido del ritmo que los acontecimientos tienen en este continente. Tuvimos que esperar en la estación de Kayes durante tres días, viviendo en el camión, pendientes de que no le sucediera nada. Fue una eternidad, soportando aquel calor húmedo de más de 40º centígrados. Para escapar del caos, dábamos tranquilos paseos por aquella lejana y primitiva ciudad, unas veces andando, otras en bici. En uno de estos paseos ocurrió otro incidente digno de película. Circulábamos tranquilamente por las calles, cuando un joven y musculoso soldado, vestido con indumentaria propia de operación de asalto dos tallas más pequeña con la intención de lucirse, nos detuvo so pretexto de que habíamos invadido con nuestras bicicletas las instalaciones militares que custodiaba. Fue inútil cualquier explicación o intento de razonamiento con esta parodia de Rambo. Cuanto más intentaba yo explicarle que todo se debía seguramente a un error de apreciación o a un descuido, más esgrimía él sus aires enérgicos y sus ademanes altivos. Nos pedía nuestros papeles y nos decía que estábamos detenidos y que debíamos acompañarle dentro del cuartel. Confieso que me asusté un poco, porque en estas situaciones nunca se sabe. La gente se congregó a nuestro alrededor, lo que provocaba mayores ademanes autoritarios en nuestro guerrillero, que no hacía más que gritar y sacar pecho. Al fin accedimos a acompañarle. Nos presentó ante el suboficial de guardia, y comenzó un larguísimo relato. José y yo estábamos atónitos. Durante los minutos que estuvo hablando, permaneció tieso y altivo cual poste de la luz. El suboficial miraba al suelo, y a veces a nosotros. Se le veía medio avergonzado por la situación. Nos preguntó entonces nuestra versión de los hechos. Respondimos con la verdad, que estábamos dando un tranquilo paseo en bici, y que esperábamos embarcar en el próximo tren. El suboficial sólo nos preguntó si éramos cristianos... y a continuación nos dejó marchar, aliviado por quitarse el muerto de encima.

No todo lo que nos pasó en Kayes fue tan sorprendente. Durante estos días de pesada espera visitamos las riberas del río, concurridas por mujeres y niños, el inmenso mercado (los mercados en África son la vida), y aliviamos nuestra pesadumbre en el comedor del colonial “Hotel du Rail”, a base de la especialidad del chef, “capitán rebozado” un rudo pescado fluvial, y ahogamos nuestras penas con su refrescante y sabrosa “birra”, rara todavía en estas latitudes.

Es esta una curiosa situación nada habitual en las sociedades modernas. Lo único que cabe es esperar. O lo que finalmente hicimos a fuerza de asumir lo peor que le pudiera ocurrir al camión. Después de tres días enteros de incierta y paciente espera, y puesto que yo ya debía preparar mi regreso a Madrid, decidimos abandonar el vehículo en la plataforma, y hacer el viaje hasta Bamako en tren de pasajeros. El camión ya llegaría después.

Muy temprano, compramos los billetes y subimos al tren que hace el trayecto diario desde Dakar hasta Bamako. Iba lleno de gente. Hacía un calor insoportable. Tan solo pudimos hacernos con un asiento en el que nos turnábamos, aunque la mayor parte del trayecto José fue de pie en el pasillo haciendo fotos, y yo me sumergí en una pesada somnolencia con la que combatí el calor, el sopor, la sed, las estrecheces y las 12 largas horas del viaje.

Habíamos salido temprano, a las 7 de la mañana, y según avanzaba el día, comenzó a hacer muchísimo calor en el pequeño compartimento donde nos habíamos dado cita una galería de curiosos personajes: una señora con un niño enfermo y una niña, un agricultor, un brujo filósofo, un joven enfermo de sida (creo), uno sastre al que habían robado en la estación todo su dinero, José y yo. Las condiciones del viaje eran muy duras. Fueron muchas horas de calor y estrecheces. No hacíamos más que beber agua sin apenas probar bocado, no apetecía. Parecía una sauna. Muy entrada la noche, llegamos a Bamako, y para compensar las “penalidades” de los últimos días, nos instalamos provisionalmente en uno de los mejores hoteles de la ciudad, en el hotel Mandé, propiedad del que fuera jugador de fútbol del Valencia, Keita.

Los siguientes días me han brindado fundamentalmente dos cosas: conocer Bamako, y a los curas del Colegio Père Michel.

A la mañana siguiente, lo primero que hicimos fue cambiarnos de hotel. Nos instalamos en el Hotel Jamana, que costaba la mitad que el otro. Luego fuimos a comprar el billete de avión para mi regreso a Madrid. La aventura se estaba terminando para mí. A José todavía le quedaba recorrer buena pare de Mali, Burkina Faso y Costa de Marfil. Después de visitar la compañía aérea, nos permitimos un suculento desayuno a base de Nescafé y pan con mantequilla, en uno de los numerosísimos tenderetes de comida que existen a lo largo y ancho de la ciudad.

Por último debo referirme a los padres salesianos del colegio del Centro Père Michel, quienes merecen comentario aparte. El Centro es un colegio gestionado por varios salesianos españoles que han sido muy amables con nosotros. Siempre he sido escéptico sobre todo lo tocante con la religión y con la Iglesia, quizás llevado por prejuicios y tópicos generalizados de la trepidante época que me ha tocado vivir. Cuando uno es testigo directo, sin intermediarios, de la capacidad de entrega a los demás y de la dedicación de estos hombres -en este caso son hombres, en otros sitios son mujeres- te replanteas muchas cosas. La religión, la filantropía y la solidaridad que existe detrás, es el móvil. Es una parte de la conciencia social rebelde, de la respuesta a la explotación. Siempre guardaré un cariñoso recuerdo de estos “padres”. Me parece admirable la dimensión humana de estos religiosos... sus dudas y angustias -pensé aquel día- les dignifican y hacen más solvente su labor.

Han sido, finalmente, tres días interesantes estos de Bamako. Ya lo he dicho, tengo billete de avión para esta noche. Ha transcurrido rápido este viaje que inicié el día 31 de julio. Estos 22 días de aventuras ya comienzan a ser recuerdos, todavía frescos. Poco falta para el momento de cerrar mis maletas, de dirigirme al aeropuerto, de embarcar y convencerme de que esto se ha acabado ya. Es curioso lo rápidamente que se suceden los recuerdos; y qué distinta visión tenemos de los aconteceres cuando ya forman parte de nuestro pasado. El ejercicio eventual de un viaje como éste es algo que me seguiré recomendando a mí mismo y que recomendaré a las personas que aprecio. Porque te ayuda a valorar muchas cosas y porque te muestra otras muchas, y sobre todo porque te ofrece la oportunidad de un mirador desde el que observarte a ti mismo, difícil de encontrar en el “cadadía” perentorio. Aprendes que los objetivos cotidianos habrán de marcarse ineludiblemente sobre el escenario de lo posible, sabiendo que en cualquier momento pueden surgir en nuestro camino dificultades inimaginables pero vencibles... Te enseña también el arte de la paciencia y de la observación tranquila y pausada, necesariamente detallosamente exhaustiva, de todo cuanto acontece en torno de la ruta; y te ayuda a desechar, cual lastre inservible, los principios insustanciales que se nos van adhiriendo perezosamente en el ejercicio del vivir. Y abre tu mundo. Abre tu mundo a otros mundos muchos que existen más cerca de nosotros de lo que creemos; abre tu mundo a una rica amalgama de colores, sabores y sonidos que perviven a nuestro alrededor y lejos de él; abre tu mundo a nuestra propia capacidad de soñar y de hacer poesía de la vida, a afrontar con espíritu aventurero las pequeñas pero importantes cosillas que se presentan ante nosotros cotidianamente, a exprimir cada minuto de cada día; abre tu mundo a saber valorar, sin frustración ni ambición desmedidas, lo poco o mucho que tenemos. Es el ejercicio de nuestra capacidad para la ilusión, tan necesario como lo es el físico para mantener la capacidad corporal, o el mental para conservar la memoria. Si no activamos nuestra ilusión, se atrofia paulatinamente con el paso de los años.

En el desierto se descubre también nuestro potencial para la admiración y la sorpresa en muchos detalles que aquí pasan desapercibidos o son imposibles de ver: en la ilimitada extensión del espacio; en la perfecta horizontalidad del horizonte perfecto; en el descubrimiento del esencial valor de los elementos esenciales que en lo cotidiano pasan desapercibidos y desprovistos de cualquier valor; en la presencia de un ser humano más allá del punto más lejano que podamos imaginar; en el oscuro cielo pleno de estrellas, más oscuro el cielo que nunca, el más estrellado que podamos recordar; en la visión del sol poniente permanente en el horizonte constante como si el desierto fuera el confín del firmamento; en la luminosidad estridente de la luna llena; en el envolvente abrazo estremecedor de una tormenta de arena; en la cadencia de los segundos, minutos, horas, días... que transportan la distancia; en la constatación terrible de que en esta vida existe solución para todo excepto para la muerte; en la evidencia de que cuna y fortuna son una; en el descubrimiento del silencio del silencio y de la dimensión de la dimensión humana; en el rápido discurrir de la noticia aparentemente más insustancial; en la necesidad de la paciencia para la espera; en la evidencia del día y la noche; en el valor que pueden tener pequeños detalles... no sé, aquí es posible sorprenderse de tantas cosas.

Días después de regresar del viaje, ya en España, pensando en todo lo que hemos pasado, seguramente me sorprenderé de lo relativo que es todo - ¡topicazo! -, de lo relativo que es el valor de todo, dependiendo del momento, del lugar y... de nosotros. Ese día, seguramente será a finales de agosto, a mediodía, el lugar habrá de ser una playa de Levante, una horrible y sucia playa llena de bañistas, toallas y sombrillas en la que no encuentre hueco, que se transformará en una playa paradisíaca tan solo horas después, cuando muy de mañana pise su limpia y fresca arena iluminada por el sol naciente. Y me sorprenderé pensando en todo esto y pensaré en la lejanía que con el paso del tiempo va adquiriendo todo lo ocurrido en unos maravillosos días que, tarde o temprano, quedarán en retazos de remotos recuerdos. Esto es hermoso.

José Muñoz Ripoll.


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