VIAJE TRANSAHARIANO JULIO 2009, POR JOSÉ MUÑOZ

"Jeno [Jenofonte] partió al tercer día del muelle del pequeño pueblo de mar. Y junto con él, otros quinientos hombres, guerreros armados hasta los dientes, llegados poco a poco al puerto en grupos de cincuenta o de cien, desde lugares diversos. Había una pequeña flota de embarcaciones esperándolos, con apariencia de barcas de pescadores.

Zarparon de noche sin esperar al amanecer, que les sorprendió cuando estaban en alta mar y cuando el contorno de su tierra había desaparecido en el horizonte.

Nadie sabía aún quién les mandaría, quién les llevaría a vivir y a afrontar la más grande aventura de su vida. Una aventura que les haría conocer lugares, ciudades y pueblos cuya existencia ni siquiera imaginaban."

"El ejército perdido", de Valerio Massimo Manfredi.


Cualquier viaje es símil de la vida, como toda novela es símil de un viaje; y es que la literatura es testimonio de nuestras vidas y nuestra existencia no es ni más ni menos que un gran viaje, el más auténtico que pueda haber; por eso cada vez que emprendemos rumbo a sitios lejanos o una aventura que nos hace traspasar los límites de las cosas y situaciones cotidianas, sentimos algo especial, algo así como una extrañeza que nos inquieta sobremanera o que incluso nos paraliza; por un primer impulso, quisiéramos retroceder a la seguridad de lo conocido, pero estamos convencidos -para eso estamos ahí- de que debemos seguir, buscando algo que no sabemos exactamente qué es, pero que nos hará romper con nuestras rutinas, y nos permitirá encontrar nuevas expresiones de nosotros mismos y nuevas versiones del mundo que nos rodea.

Surge la incertidumbre por el equipamiento, por el itinerario, por la compañía, por nuestra seguridad y nuestra salud, por la logística, por lo que nos pueda pasar, ese desasosiego que no es sino evocación misma de la angustia vital que nos asalta en los momentos críticos de nuestra existencia. Pero hay que vencer todas estas incertidumbres, y dar un salto al vacío, zarpar. Y tras el salto, vienen el cansancio, la fatiga, el arrepentimiento, la sed, el sudor, la inseguridad y por fin la certeza de que estamos en camino y de que hemos traspasado el punto de no retorno, que no cabe vuelta atrás ni hay más opción que continuar.

En el viaje nos encontramos con personajes, sitios y momentos de los que aprendemos cosas nuevas; porque en la ruta sabemos del verdadero aprendizaje, del contraste y de la convicción de que son posibles otras formas de vivir; nos vemos lejos de nuestras seguridades y certezas, que de pronto sabemos relativas; es de las ocasiones en que llegamos a penetrar en el conocimiento de nosotros mismos, esos momentos en que nos reconocemos tal como somos, o nos vemos como unos extraños sabiéndonos nosotros mismos (pero extraños al fin y al cabo).

Nos vamos sobreponiendo poco a poco al desánimo y a aquellas incertidumbres; aprendemos a recrear nuestras expectativas; renacemos; vivimos experiencias impensables tan solo hace unas horas, y de repente, casi sin esperarlo, nos vemos sorprendidos por el momento de la conquista, de la llegada, del final del viaje, de la consiguiente vuelta a la normalidad; ese momento amargo en el que parece que todo ha transcurrido rápidamente, un suspiro, y no nos explicamos la brevedad de los días, y quisiéramos volver atrás, reeditar la ruta, ahora ya sí conocedores -y seguros- de lo que nos espera. Como la vida misma.


Julio, 2009; en compañía de otros cinco viajeros con distintas motivaciones he atravesado Marruecos, el Sahara Occidental, Mauritania y parte de Mali.

El primero de estos compañeros de viaje al que tengo que citar es a José, mi cuñado. Viajero curtido en mil viajes, ha sido el organizador de esta travesía, una más de las muchas que él viene haciendo desde hace años. Conocedor exhaustivo de la ruta por la que íbamos a transitar, es un buen guía que te hace descubrir como sin querer los rincones más perdidos de África.

Al siguiente al que debo mencionar es a Gustavo, de Yecla, mi amigo de la infancia. Poco a poco, a lo largo de los últimos meses, nos hemos ido convenciendo mutuamente para estar aquí. Yo para repetir este viaje; él para vivirlo por primera vez; pero es un hombre avezado en viajes y estaba seguro de que lo disfrutaría vivamente. Al resto de compañeros no los conocía a priori; tenía breves referencias que me había dado José, pero no nos habíamos visto.

Fernando, un joven farmacéutico de Portugalete, que ha resultado un tipo encantador y divertido con el que se podría ir a la luna; Concha, de Santander, una experimentada viajera que ya ha hecho algún viaje con José y ha recorrido medio mundo, una persona incansable, dispuesta siempre a que el viaje resultara cómodo para todos, y Ángel, un profesor mallorquín, aunque natural de Alcoy, también curtido viajero de África, que se incorporó al grupo en las últimas etapas después de haber colaborado con una ONG para trasladar varias ambulancias donadas a un poblado de Senegal; buena gente.

Viajar con personas que no conoces puede tener ventajas o inconvenientes; y el riesgo de que si no encaja el grupo, la experiencia pueda resultar un tormento. Pero en este caso, todo han sido ventajas, puesto que el grupo ha resultado un equipo compenetrado y divertido, y no se ha producido ninguna -pero que ninguna- situación conflictiva o crítica. Al contrario, en todo momento ha habido disposición para el acuerdo, aceptación de cualquier propuesta ajena, solidaridad y muy buen ambiente; un ambiente distendido y divertido que nos ha permitido disfrutar de una experiencia única.

Otra de las características de este viaje es el transporte utilizado, un vehículo entre camión y minibús, con tracción a las cuatro ruedas, preparado adecuadamente por José para acceder a los parajes más inverosímiles que se puedan encontrar en esta ruta.

Lo veo como una gran tortuga con ruedas, en cuyo caparazón se han dispuesto cómodos asientos para que los viajeros podamos contemplar el paisaje, sentir el viento de cara y cómo discurren los kilómetros, los cerca de 5.000 km. que nos esperaban; y disfrutar de un viaje de los de antes, de un transcurso lento que te permite sentir los cambios y el contraste, parar en aquellos sitios que merecen la pena por alguna razón y mirar a las gentes de cada lugar, tan distintas y en el fondo tan iguales; apreciar las transformaciones que se van produciendo, que no suelen ser repentinas -a veces sí- son cambios paulatinos, y se vislumbra lo que va a venir; y de pronto nos sorprendemos por la belleza que la Tierra nos puede deparar.

La cita era en Algeciras, el sábado día 11 de julio de 2009 y hacia allí nos encaminamos mi amigo Gustavo y yo en tren, el día anterior desde Madrid. Llegamos a Algeciras ya atardeciendo y después de instalarnos en un hotel próximo al puerto, nos dirigimos a cenar y al encuentro de José, para que supiera que ya estábamos listos para partir a la mañana siguiente.

De Algeciras (España) a Tan Tan (Marruecos)

Esta mañana, nos presentamos temprano en el camión y conocemos a Fernando y enseguida comenzamos los trámites para embarcar en el barco en el que realizaremos la travesía del Estrecho hacia Ceuta. En la obligada espera para estas gestiones, me descubro verdaderamente inquieto por comenzar esta nueva experiencia. Después de introducir el camión en un moderno ferry, nos acomodamos en el gran salón-mirador de pasajeros. Y por allí anda Rachid, un niño belga de origen marroquí que va a Casablanca a visitar a sus abuelos y demás familia. Inquieto y observador ante todo lo que acontece a su alrededor, se apoya en uno de los grandes ventanales de cristal del salón, mira alternativamente al territorio del que nos alejamos y al que nos dirigimos, el continente que deja y el lugar al que pronto llegará. Con una mirada entre expectante y sorprendida, apoyando su pequeña mano en la cristalera del barco, seguramente está pensando en los extraños sitios que le esperan, en las gentes, en sus abuelos y familiares, en sus diferentes aunque no desconocidas costumbres.

En esa mirada me parece atisbar la permanente y repetitiva incertidumbre que produce en los seres humanos el encuentro de dos culturas, el mestizaje, el choque entre formas distintas de encarar la existencia.

Tras desembarcar en Ceuta, hacemos algunas compras de cosas que no encontraremos durante el viaje; fundamentalmente comida y en especial un jamón ibérico que con buen tino propone Gustavo.

Nos dirigimos a la frontera y realizamos los obligatorios y pesados trámites para entrar en Marruecos, incluida una prueba pericial para detectar si tenemos síntomas de gripe porcina; el calor es sofocante; según comenta José el papeleo no se nos da mal; tan solo necesitamos cuatro horas para todos los trámites necesarios, y dadas las fechas y el ritmo particular de este puesto fronterizo, podrían haber sido algunas más. Inmediatamente, comenzamos la travesía de Marruecos, enfocando hacia Tetuán para adentrarnos en la autopista que recorre el país hacia el sur. Este primer día de viaje dormimos en el básico camping de Kenitra.

-El siguiente día va transcurriendo tranquilo. Lo más sobresaliente de la jornada es que recogemos a Concha, la nueva compañera de viaje, en el aeropuerto de Casablanca. Había salido esa misma mañana de Santander, vía Madrid. Continuamos viaje hacia el sur, dirección El Jadida, que es la siguiente ciudad a visitar. Llegamos a buena hora y tras instalarnos en un buen camping, recorremos su playa llenísima de bañistas y visitamos la ciudad, una ciudad sorprendente, y ya muy turística. Fue en tiempos una ciudadela fortificada portuguesa en la que recalaban los barcos de Portugal. Declarada patrimonio de la humanidad el 30 de junio de 2004, una inscripción "consagra el valor universal de este bien cultural para que sea protegido en beneficio de toda la humanidad. La villa portuguesa de Mazagán (El Jadida) es un ejemplo excepcional de intercambio e influencias entre la cultura europea y la cultura marroquí". La fortaleza en general y su famosa cisterna hacen de este sitio una visita recomendable.

Regresamos al camping con tiempo de cenar a base de las provisiones que traemos; especialmente decidimos inaugurar el jamón, que sale delicioso. Y no sé si atraídos por el olor que seguramente desprende o por la envergadura del camión, aparecen Pepe y Rosa, una pareja de Barcelona que también pernoctan esa noche en el camping; conocen a José por su web. Con ellos compartimos un buen rato de charla sobre los viajes y sobre África, y un poco de jamón y vino tinto, cosas que hemos comprobado que no son incompatibles; ellos suben ya hacia España; resulta un encuentro simpático. En tan breve espacio de tiempo, percibo el carácter bonachón y solidario de esta pareja barcelonesa; son enfermeros y de cuando en cuando colaboran con una pequeña ONG que atiende un hospital en una ciudad de Mauritania, de la que no recuerdo su nombre. Se nota que les gusta esta tierra.

-Un nuevo día, y ya andamos por el 13 de julio, y salimos rumbo a Essaouira. Los kilómetros se van sucediendo vertiginosamente. Nuestro transcurrir es lento ya que el camión no supera los 70 u 80 Kms./hora; pero el ritmo es constante y ya llevamos más de 500 Kms. desde que dejamos Algeciras.

Paramos a comer en un pueblito de pescadores, un sitio apartado de la carretera de los que solo José conoce; uno de esos lugares que están todavía vírgenes para el turismo, aunque seguro que no lo será por mucho tiempo. Comemos unas exquisitas sardinas asadas en un comedor improvisado al aire libre sobre la rocosa orilla. José llama al lugar la "playa de la medialuna", una playa en la que hay decenas de carritos tirados por burro, sobre los que se carga la pesca y los utensilios de las pequeñas pateras que van llegando incesantemente a la orilla, que después quedan amarradas por largas cuerdas ancladas en la arena.

Essaouira es también una ciudad muy turística, y no por casualidad. La urbe se ha desarrollado en torno a una bella ciudadela portuguesa -como El Jadida, aunque mucho más grande- perfectamente conservada, atractivo que se suma al de sus estupendas playas. Se ven turistas de muchos países y edades. La ciudadela está llena de tiendas de artesanía turística con todo tipo de productos exóticos, de restaurantes, de pequeños talleres y otros negocios. Después de instalarnos en un estupendo camping, no sin antes discutir con un grupo de italianos sobre la ubicación de nuestras tiendas, esa tarde-noche damos un paseo por la playa hasta llegar a la fortificación y al centro urbano, y cenamos en un bello restaurante. Después tenemos la oportunidad de una audición maravillosa de un grupo musical africano que toca en la terraza de un restaurante: nosotros en la plaza solitaria, la música viene de allá arriba y los ritmos afro-caribeños contagian nuestras piernas y nuestros cuerpos a pesar del cansancio. Realmente, Essaouira es un buen sitio para pasar aquí una temporadita. Todavía volvemos a la mañana siguiente para comprar algunas artesanías; y ahora el personaje que surge es Aladino, uno de los muchos vendedores que intentan captar la atención de los turistas. Con su sonrisa y su rudimentario español nos convence a Gustavo y a mí para que entremos en su negocio y nos muestra todo tipo de utensilios bereberes y tuaregs. Nos cuenta que su familia paterna es bereber y que elabora en las montañas los diferentes productos que nos enseña; su familia materna tiene raíces tuaregs, de ahí la originalidad de todas las piezas tuaregs que despliega ante nosotros. Nos presenta de forma vehemente y convencida cuchillos, espadas, lanzas, collares y muchos más objetos que después veríamos en todas las tiendas. La sesión resulta divertida y muy colorista, pero finalmente no llegamos a ningún acuerdo por sus altas pretensiones económicas. Creo que no quedamos muy amigos de Aladino.

-Emprendemos ruta dirección Agadir. Es un largo trayecto hasta que llegamos a esta gran ciudad, también muy turística, en este caso al estilo español. Se ven muchos bloques de apartamentos construidos recientemente o a punto de terminarse y muchos carteles con atractivas ofertas publicitarias. Aquí te puedes comprar un apartamento desde 40.000 euros; para pensárselo. Dejamos atrás Agadir dirección a Tiznit, que atravesamos en busca de un lugar para acampar, en medio de la nada, cerca del mar y al lado de Aglou Plage, una pequeña aldea. Según va callendo la noche se nos acerca un muchacho, atraído quizás por el camión y por las tiendas de campaña; lo saludamos y se queda agachado cerca de nosotros, observándonos; estamos cenando y lo invitamos a tomar algo; no acepta nada de comer y pide si tenemos un cigarrillo. Es un chico delgado, serio, sereno y más bien tímido; se llama Ibrahim y nos cuenta que es pescador y que lleva varios días sin poder salir a pescar a causa del viento. Nos pregunta por España y nos habla de la aldea en la que vive; los hombres trabajan en la mar y las mujeres en las orillas buscando pequeños mariscos. Se le ve contento de estar allí. Ha terminado de anochecer y de repente dice que tiene que marcharse y nos pregunta si por la mañana queremos té; y quedamos en que vendrá temprano a estar otro rato con nosotros compartiendo el té. Esta noche dormimos bajo las estrellas, un gran cielo estrellado presidido por la Osa Mayor acompañada de miles de estrellas. A la mañana siguiente Ibrahim no se presenta; hace un día soleado y tranquilo; muy de madrugada debió de partir a pescar; seguro que iba pensando en nosotros.

-Esa mañana la dedicamos a pequeñas compras y a revisar el camión en Tiznit y yo aprovecho para cortarme el pelo en una barbería de las de antes.

Continuamos dirección a Tan Tan, creo que la última población auténticamente marroquí antes de entrar en el Sahara Occidental. La llegada a esta ciudad está jalonada por dos gigantescas esculturas de camellos que no pueden dejar indiferente a nadie; paramos para hacernos algunas divertidas fotos en uno de estos camellos -que quedó íntegro tras nuestro paso- e inmediatamente después sufrimos el primer control policial; a partir de ahora serán frecuentes.

Atravesamos la ciudad e instalamos poco después nuestro campamento en Oued Chebeike, no muy lejos de la carretera.

El Sahara Occidental

Los días anteriores, el paisaje ha ido cambiando paulatinamente y a estas alturas prácticamente ya no hay vestigios de vegetación en el desierto que nos rodea. Es un paisaje que no se ajusta a la imagen que los europeos tenemos del desierto, un paisaje llano y monótono, y un suelo arenoso con escasa y pobre vegetación, que a veces se asemeja -supongo- a parajes lunares. De vez en cuando atravesamos secos caudales de pequeños ríos de arena, pueden verse algunas acacias con sus copas inclinadas en la dirección de los vientos dominantes; y grupos de camellos completamente desperdigados pastando la nada. Se mire en la dirección que se mire, no hay ningún atisbo más de vida en aquella desolada e inmensa llanura.

Pero lo que más ocupa mis pensamientos a estas alturas es la situación de este pueblo saharagüi, abandonado a su suerte por la comunidad internacional. No lo he podido evitar cada vez que he pasado por aquí. Quizás guiado por la certeza de que iba a ser así, traigo conmigo un libro que cuenta cómo las autoridades españolas de la época afrontaron la descolonización de estas tierras. Los gobiernos españoles posteriores tampoco han hecho mucho por corregir aquel desacierto. El libro en cuestión es "Mira si te querré", de Luis Leante, una visión de cómo pudieron ser aquellos años y de la injusticia que se cometió con el pueblo saharagüi, además de una cruda historia de amores. Recomendable.

-Esta mañana amanece brumosa, pero esto no impide que me de un bañito en la playa solitaria. Enseguida retomamos ruta y paramos a desayunar en un albergue que han instalado unos franceses a orillas del mar, "La Courbine d'Argent", un refugio para gente aficionada a la pesca; el sitio llama la atención por su decoración y por sus habitaciones que en estas latitudes deben ser puro lujo; como el estupendo desayuno que tomamos en un amplio comedor frente a las olas. El recorrido de hoy nos brinda las primeras dunas, aunque aisladas y lejanas. Llegamos a Tarfaya, una ciudad marcada por la presencia en tiempos de Saint Exupery -hay un museo- y por la espectral Casa del Mar a orillas del océano, una casa de acogida de comerciantes ingleses en el S. XIX. A la salida de esta ciudad, paramos a contemplar un barco encallado de la compañía Armas. Se trata del ferrys que durante unos meses unió con fines comerciales esta parte de África con Las Palmas; después del accidente ya nadie se ha interesado por restablecer el servicio que daba este barco.

El siguiente hito es El Aaiún, y aquí pasamos la tarde entre una deliciosa merienda en una pastelería y la puerta de un taller donde revisamos el camión; ningún problema que no tenga solución. Después nos dirigimos a un camping en Foum el Oued, cerca de El Aaiún-playa, donde pernoctamos en un bungalof.

-Hemos continuado ruta y ahora estamos en Boujour -Cabo Bojador para nosotros- Aquí comemos unos pescados a la brasa exquisitos en un restaurante-chiringuito a orillas de la playa. Y después viene una de las experiencias más bellas de este viaje. En un momento de la ruta, José anuncia que vamos a parar. La costa del Sahara es bastante accidentada y presenta bellos y constantes acantilados; la carretera discurre sobre la plataforma continental y de cuando en cuando, el océano se nos muestra imponente y refrescante.

De pronto, José se desvía de la carretera y acomete una inclinada pista que desciende hacia la playa, donde vemos que hay un grupo de jaimas; aparca el camión cerca de una de ellas y salimos a estirar las piernas; enseguida se nos acerca Mustafá, que tras un saludo educado, se interesa por nosotros y nos ofrece su tienda para descansar, nos pregunta que de dónde venimos y le agrada saber que somos españoles y enseguida nos invita a tomar el té. Siempre me han impresionado las jaimas por su colorido interior y por su comodidad. Nos pide que nos sentemos y nos rocía con un perfume que bien podría provenir de la lejana Arabia. El té lo está preparando su hermana y nos anuncia que ha mandado avisar a su cuñado Hassan que está en otra jaima. Pronto estamos rodeados de niños y se oye el llanto de un bebé tras una cortina; es el pequeño de la familia, de apenas 3 meses, que tiene fiebre. Llega Hassan mientras nos agasajan con una fuente de fruta partida (melón), leche de cabra, el té y pastas. Nos ofrecen todo lo que tienen, hospitalidad saharagüi. Hassan, el padre de familia es un hombre curtido, debe tener unos 45 años, y recuerda perfectamente su vida como español cuando el Sahara era una provincia española. Llegó a estar en España de niño, en un campamento de la OJE en El Escorial. Se muestra nostálgico de la presencia española, como tantos, y esperanzado de que España ayude a los saharagüis. Hablamos también de la crisis económica -"nosotros siempre estamos en crisis", afirma y ríe Hassan- de fútbol, de las últimas noticias que ha escuchado en Radio Nacional, que es su manera de conservar su español. Percibo en todos estos comentarios su sueño por un país libre e independiente; una gran esperanza por que sus hermanos de Tinduff puedan vivir en su tierra. El tiempo transcurre sin darnos cuenta y es hora de irnos. Nos invitan a que pasemos la noche en una de las jaimas, pero tenemos que continuar.

Una jaima es un hogar aparentemente imposible, una sombra fragante inesperada; refugio salvador cuando los sirocos soplan su presencia

En Lacraa tenemos oportunidad de conocer los efectos del siroco durante toda la noche. Ya nos lo había advertido Hassan, insistiendo en que nos quedáramos a pasar la noche en el pequeño fric; como quedaban bastantes horas de luz para continuar viaje, rechazamos su oferta; o quizás José no quería que nos perdiéramos la experiencia. Durante toda la jornada ha estado persistente el viento, rociando de arena la carretera, hemos advertido su obstinada presencia cada kilómetro, por las sombras que cruzaban sutilmente el asfalto. Nos ha dado tregua a la hora de montar el campamento y en la cena; pero después, quizás invocado por el conjuro involuntario del pequeño fuego que encendimos para combatir el frío y del sonido reiterante de los timbales improvisados por José, el siroco se nos ha manifestado en su plenitud durante toda la noche. Ha comenzado nada más acostarnos -da la impresión que hubiera estado esperando- y no ha parado hasta que ha amanecido. Algo inolvidable. Creo que todos hemos estado toda la noche despiertos; yo por lo menos sí, en una continua vigilia esperando que en cualquier momento el viento diera el zarpazo definitivo que arrancara la tienda, que la levantara por los aires como a una alfombra voladora conmigo dentro; minuto tras minuto, hora tras hora, cuando parecía que ya iba cesando, de nuevo arrancaba la furia, inclinando la lona como un junco. En una ocasión en que se desató con una furia máxima, arrastró mi tienda hasta chocar con otra, que yo pensaba que ya todo se había acabado y que afuera ya no quedaba nada.

Inesperado, traicionero, incansable, obstinado, reiterativo, atronador, violento, el siroco desata su furia. Grita con voz propia; ahora un quejido, ahora un lamento desgarrador o un silbido desesperado, que parece que proviniera de alguien que quedó perdido en el desierto.

Sí, como he dicho, seguramente era un conjuro de los vientos porque nada más levantarnos y salir de las tiendas, el viento ha dejado de soplar instantáneamente; increíble, te lo cuentan y no te lo crees.

-Tras un tranquilo desayuno comentando esta noche de vientos, reemprendemos camino dirección Dackhla (no tenemos previsto entrar en la antigua Villa Cisneros); en esta parte, el paisaje se hace monótono, lo que motiva unas cabezaditas involuntarias. Comemos en un pequeño pueblo colmado de soldados marroquíes que nos llaman la atención por hacer fotos; uno de estos militares obliga a José a que le muestre las fotos que ha hecho, pero no pasa nada. El menú de hoy es carne de cabra asada que nos prepara un paisano en su chiringuito y mientras estamos dando cuenta de la carne, aparece un señor preguntando vehemente por ¡¡¡José Francisco Ortega!!! Todos nos quedamos un poco asustados pensando en qué puede ser. Falsa alarma; es uno de los muchos admiradores de José a quien conoce a través de su web; va en un todoterreno con su mujer, y se han detenido al ver el camión; tenemos un rato de charla con ellos sobre el viaje y el destino que llevamos. Tras despedirnos, seguimos cada uno por nuestro lado; ellos van más rápido que nosotros y se dirigen a Senegal; nosotros en busca de una playa (no recuerdo el nombre) en la que montaremos hoy el campamento. Bajamos a la playa valiéndonos de una cuerda por la que hay que deslizarse para que la arena no te arrastre y de nuevo el paisaje es idílico: una inmensa playa solitaria solo para nosotros. Aleccionados por la noche anterior, instalamos las tiendas en la playa, al abrigo de las rocas, preocupándonos especialmente por anclarlas bien, no sea cosa que Eolo desate otra vez su furia.

-Hoy, día 19, llegaremos a Nouadibou. El mismo paisaje de estos días anteriores: todo es llanura, tierra y piedras -este desierto- dirección a la frontera entre Marruecos, o mejor dicho el Sahara Occidental, y Mauritania. Paramos en Barbás a tomar un refrigerio y continuamos hacia la frontera. Es un día muy caluroso y los pesados trámites resultan insufribles; primero en la parte marroquí (sahariana) y después del único tramo no asfaltado que hay en todo el viaje, en la mauritana, papeleo tras papeleo, identificación tras identificación; policía; militares; aduanas; por fin pasamos a la frontera; cambiamos dinero y emprendemos camino a Naouadibou. Lo primero que hacemos al llegar a la ciudad es ir a casa de Soufi, antiguo guía (cuando Mauritania había que cruzarla por pistas en el desierto) y gran amigo; pero no se encuentra aquí; su hijo nos cuenta que está camino de Nuackchot con sus camellos para una feria de ganado, así que no lo veremos. Nos instalamos en el camping Abba y nos regalamos una cena en el irrepetible Hogar Canario (bueno no tanto, porque al día siguiente repetiríamos) a base de cervezas (la última vez que pudimos tomar cerveza fue en Algeciras), vino y pescado.

-Siguiente día: Sería un pecado la estancia Nouadibou sin una visita aunque breve al Parque Nacional du Banc d'Arguin, uno de cuyos mayores atractivos es una colonia de focas monje; nosotros decidimos no pecar en este día y dedicamos la mañana al Parque. Algo espectacular. De entrada, una pista de las de antaño, plagada de baches, bancos de arena, piedras, rodadas y vueltas imposibles, hasta llegar al aparcamiento donde un guarda nos solicita amablemente que abonemos el precio de entrada estipulado. Un grupo de buitres -a los que fotografiamos pacientemente- es testigo del encuentro con el guarda. Estamos encima de un acantilado desde donde se divisa un gran barco varado en la arena, una inmensa playa dorada a nuestra derecha y a la izquierda una planicie oscura plagada de millones de gaviotas.

Y el telón de fondo de esta escena introductoria, un nítido cielo azul que en una línea incierta se transforma en un baile incesante de reflejos y destellos acuáticos; no sabría decir si es el ruido de las gaviotas lo que marca el ritmo de esta danza o es el compás de estas luminarias lo que rige el cántico, ahora atronador, ahora sutil, de estos millones de aves.

Descendemos a la playa -una playa evocadora- por una pendiente de arenas movedizas y nos detenemos ante el gigantesco buque.

Decidimos darnos un baño veraniego y nos dedicamos a observar pacientemente la aparición de alguna foca entre el ir y venir de las olas. Subimos al acantilado a ver si tenemos suerte y las vemos desde arriba; ya no vemos más focas, pero sí cientos de peces brillantes bajo las aguas. Una mañana maravillosa.

La tarde la dedicamos a realizar algunas compras en la zona comercial de Nouadibou, una serie de calles llenas de tiendas de todo tipo en la que se puede conseguir cualquier cosa y regresamos al camping para prepararnos para visitar de nuevo el Hogar Canario. Durante la cena José nos habla de la Ruta de la Esperanza, una carretera que se construyó en los años 60 del pasado siglo, cuando Mauritania se independizó, para unir esta parte del país con el Este, cruzando el desierto hasta llegar al Adrar, Azougi, Atar, la ciudad Santa de Chinguetti y el Oasis de Terjit; nosotros recorreremos parte de esta ruta durante los próximos días.

De Nouadibou (Mauritania) a Bamako (Mali)

Hoy día 21 estamos ante la etapa más larga de todo el viaje. Dejamos Nouadibou temprano con idea de llegar a Nuackchot, la capital, para lo que tendremos que recorrer cerca de 500 Km. A priori, parece una dura y aburrida jornada, pero no, según transcurren los kilómetros vamos penetrando en el auténtico desierto mauritano.

Dunas inverosímiles de sosegados colores asalmonados, beiges, grises y naranjas, cortados frontalmente por la oscura línea del asfalto; distancia, perspectiva ilimitada, solitarias acacias, arena, luz, el horizonte perfecto, soledad, pureza, angustia, vacío y sed. Sufres el sudor que transpira brutalmente por todos los poros de tu piel y que va provocando más sed; y más sudor cuanto más bebes… y llegas a imaginar las terribles consecuencias de una sed que no pudiera saciarse.

-Entramos a Nuakchot ayer y ya era prácticamente de noche cuando nos instalábamos en el confortable Albergue Sahara; se notaba que había llovido muchísimo por las grandes cantidades de agua estancada en las calles. Cenamos en la pizzería Lina, disfrutando de su aire fresco refrigerado; hasta ahora no había hecho tanto calor, incluso todas las noches anteriores nos hemos tenido que abrigar. Pero esta ciudad es muy calurosa; he estado sudando prácticamente toda la noche, a pesar de que Fernando y yo hemos dormido en la terraza del albergue.

Mientras recogemos los equipajes a primera hora, se nos acerca una niña -Erica- que se juega y disfruta con nosotros mientras comentamos el plan del día; su madre trabaja en el albergue; es una niña dócil y juguetona que se divierte con los juegos y atenciones que le dispensamos. Cuando le decimos que nos vamos a ir y nos ve subir al vehículo, la veo llorar mientras se adentra en el albergue en busca de su madre.

Nos dirigimos a la embajada de Mali a gestionar los visados de entrada en este país. En la embajada reciben a José con familiaridad y gestionan nuestros permisos con prontitud. Mientras esperamos en una salita de estar en la embajada, leo en una revista un artículo sobre el libro de Laurent Gaude "El Dorado", que trata de la inmigración clandestina a la que presenta como un "retrato-alma de esos inmigrantes que en los medios de comunicación forman una marea humana indistinta". Me interesaré por este libro porque aquí ves de cerca cómo pueden ser estas historias.

Después nos encaminamos al mercado callejero, un mercado que resulta caótico, desordenado y angustioso. Es el único momento del viaje hasta ahora en que siento un poco de miedo. Debemos cambiar dinero (comprar uguillas y francos cefas) y José nos dirige hacia un rincón del mercado, entre callejuelas, donde están los cambistas. Cuando nos ven llegar, se forma un escandaloso revuelo; se nos acercan por todos lados; los mauritanos comienzan a discutir vehementemente entre ellos; están alterados como abejas en un enjambre; el caos se agrava, nos acosan, acosan a José que discute acaloradamente con uno de ellos. Finalmente, cambiamos lo que podemos y salimos echando pestes de aquel rincón.

-Huimos de Nuackchot dirección Aleg, nuestro destino de hoy. Durante horas y horas, el desierto continúa mostrándosenos en su versión más espectacular. Aleg está en medio de la nada; ningún albergue, ningún hotel, ningún campig. Hay que acampar en algún sitio, pero puede resultar peligroso. José ha intuido un cierto riesgo, por eso decide que nos instalemos cerca de un control policial, al abrigo de su protección; los guardias aceptan. Acampamos y enseguida aparecen los primeros signos premonitorios de la lluvia. Es época de lluvias, y cuando aquí llueve, llueve de verdad. Un guardia viene a alertarnos de que podría llover, pero le decimos que no se preocupe, que llevamos buenas tiendas a prueba de sirocos. Ya de noche, el viento comienza a moverse suavemente y cientos de insectos de todo tipo surgen de la nada, se arrastran por el suelo, incluso se pegan a la ropa o suben por nuestras piernas. La oscuridad incrementa el miedo, y más cuando descubro y sigo con mi linterna un escorpión. Lo mejor es acostarnos y cerrar bien las cremalleras de las tiendas. Parece que el viento ha cesado y que la lluvia no va a llegar; ahora hace mucho calor, por lo que decido ducharme (bendito artilugio el que José ha dispuesto) y quedarme un rato sentado -eso sí, con los pies en alto apoyados en otra silla- contemplando el cielo estrellado y sintiendo una ligera brisa que refresca mis pensamientos. De pronto arrecia el viento, que comienza a soplar con fuerza y tengo que protegerme en la tienda.

La densidad de cada kilómetro por venir, de cada hora, de cada desierto, contrasta con el efímero recuerdo de las horas transcurridas y de los sitios visitados. Si no fuera por las evidencias en la piel y en la ropa, todo parecería una ensoñación.

-Finalmente no ha llovido, aunque sí ha hecho mucho calor durante toda la noche y en la madrugada no ha refrescado. El calor es la tónica en esta parte del viaje, mucho calor durante el día y mucho también durante toda la noche, lo que nos hace sudar muchísimo y consecuentemente beber agua, coca-cola u otro tipo de refrescos. Cuando circulábamos cerca del océano, hasta Nouadibou o Nuakchot, aunque hiciera calor durante el día, la noche nos daba tregua e incluso había que abrigarse; ahora no, el calor es sofocante durante las 24 horas del día.

Va despertando el campamento; desayunamos y comenzamos a recoger. Aparecen 10 o 15 niños pidiéndonos regalos; camisetas y bolígrafos son una buena solución para estos casos; y siempre los niños muestran una gran alegría y un gran agradecimiento.

Continuamos dirección Kiffa. Me doy cuenta de que llevamos un día de adelanto sobre el programa previsto; había un día en Nuakchot, pero nos lo hemos ahorrado; la verdad es que las 3 veces que he estado en esta ciudad me ha resultado un poco agobiante.

Atravesamos muchas poblaciones conformadas a lo largo de la carretera. En una de ellas -no recuerdo el nombre paramos a comer un exquisito pollo asado y aquí se nos une Ángel, que viene en su coche todoterreno desde Senegal para hacer esta parte del viaje con José. Viene de acompañar a una ONG que ha entregado varias ambulancias en un poblado senegalés.

Llegamos a las montañas. El desierto nos ha ido mostrando poco a poco algunos signos de vegetación, matorrales y pequeños arbustos. Y ahora las montañas suponen el cambio definitivo de paisaje; son bonitas; y me recuerdan a las imágenes que he visto del Hoggar. Se nota que ha llovido mucho. Paramos en una especie de oasis alrededor de un pozo donde la vegetación abunda. Aquí comemos en compañía de un nutrido grupo de jóvenes mauritanos que se divierten con nosotros viéndonos comer y comentando entre ellos nuestras vestimentas, nuestras caras…nuestras pintas.

En Kiffa nos instalamos en un camping a la entrada del pueblo; aquí saboreamos las coca-colas más frescas de todo el viaje, acompañadas además con un delicioso ron dulce mallorquín (Amazonas) que trae Ángel.

-Estos días atrás venían siendo muy calurosos. Hoy no podía ser menos. Es la de hoy una etapa de despedida de Mauritania. Atravesamos una zona montañosa; de cuando en cuando, nos detenemos para gozar de los paisajes, de las formas caprichosas de las montañas y de los cúmulos de piedras. Hacemos muchos kilómetros; nos sabemos en la buena dirección hacia Mali. El calor ya no es una novedad ni una molestia inaguantable, no es que no sudemos, es que nos hemos ido acostumbrando. Estaba programado llegar hasta Ayoûn el Atroûs, pero la "navegación" ha sido tan fluida, que hemos llegado mucho más lejos; no sabría decir hasta donde exactamente: qué más da.

Esta noche parece que refresca un poco, lo que propicia una cena y una charla bastante tranquilas. Ahora tengo la sensación de que los días transcurren demasiado rápidos, más de lo que quisiera, que siento que esto puede acabarse muy pronto.

-La noche ha sido apacible, como está siendo el desayuno hasta que inesperadamente comienza a llover; una lluvia repentina e intensa que nos hace retirarnos con rapidez para salir cuanto antes a la carretera, no sea que se embarre el terreno y luego nos quedemos atascados. Y ahora la anécdota la protagoniza Ángel; con las prisas por recoger y por salir, se traga una piedra que parece imposible que no la haya visto. En un primer momento, nos tememos lo peor -que el coche haya quedado inservible- bueno no, en un primer momento, un poco de "cachondeito" haciendo fotos del acontecimiento, porque parece imposible que esto haya podido suceder. Todo ha ocurrido muy rápido; en su afán por seguir la estela del camión, Ángel se ha montado sobre una piedra de grandes dimensiones, que ha quedado justo debajo del eje delantero; ahora el problema es sacarla, pues en la operación podemos destrozar el coche… pero sí, podemos y todo queda en una anécdota más de este viaje.

Entramos en Mali; y llegan de nuevo los pesados trámites aduaneros en una y otra parte de la frontera. Estamos en el puesto fronterizo de Gogui, una de esas fronteras en las que aparentemente no pasa nada; gente departiendo tranquila y apaciblemente; niños curiosos merodeando alrededor de vehículos y turistas; gendarmes pensativos quizás soñando en un destino más importante. Son fronteras en las que -quizás- quedan enterrados para siempre sueños imposibles de jóvenes ilusionados por un futuro esperanzador.

Antes de que pueda salir de mis reflexiones ya estamos otra vez en ruta. Ahora la transformación del paisaje es espectacular; todo comienza a ser verde; la tierra está cubierta de una capa verdosa; se ven rebaños en marcha haca las zonas de pastos abundantes y pequeños campos cultivados ya que estamos en la época de sembrar mijo, aparecen los gigantescos bao-bab; sí, estamos en el África Negra.

Nos detenemos a visitar un pequeño poblado cerca de la carretera. José lo ha visto y ha detenido el camión. Nos dirigimos andando hacia el bullicio y somos bien recibidos. Las mujeres están atareadas preparando alegre y escandalosamente un cordero para celebrar el nacimiento de un nuevo miembro de esta comunidad; los hombres esperan pacientes, escuchando viejas historias cantadas por un trovador local. Me siento entre el grupo de hombres e intento imaginar las historias que escucho a través de lamentos y sonidos extraños en una extraña lengua. Hablan, quizás, de la vida; de lo incierta que es; de la importancia que damos a cosas sin importancia; de amores; de traiciones; de la necesidad de los demás; viejas historias actuales cada día.

Por la tarde visitamos otro poblado; otra muestra de la hospitalidad de estas tierras. Y otra muestra del valor distinto que aquí tienen las cosas, en este caso algo esencial: el agua. Vemos a dos chicas sacando agua de un pozo profundo; viendo su trabajoso esfuerzo para sacar un pequeño caldero de las profundidades, me acuerdo del desperdicio que hacemos del agua en nuestra vida cotidiana, y pienso si no haremos lo mismo con el tiempo y los días.

Cada vez que nos detenemos cerca de una población, la gente nos recibe hospitalaria. Niños, mujeres y ancianos disfrutan de la novedad de nuestra presencia, mientras los hombres se esfuerzan por aparentar una indiferente lejanía.

Finalmente, con las últimas luces de la tarde, acampamos en un paraje maravilloso; cerca de la carretera sobre una verdosa pradera rodeada de charcos.

-A la mañana siguiente, mientras desayunamos tranquilamente, comprobamos a plena luz la belleza del sitio en el que hemos dormido. Estamos cerca de un concurrido camino por el que empieza a desfilar mucha gente en grupos que van al campo -a la brouse- a cultivar mijo. Nos saludan sistemáticamente y se acercan a curiosear y a hablar con nosotros.

Hoy día 26 podríamos llegar a Bamako. Así nos lo anuncia José, y en un abrir y cerrar de ojos estamos de nuevo en ruta. Parece mentira; en los últimos días, las horas y los kilómetros parecen haber transcurrido más rápidos, y hoy mucho más; de repente todo se precipita; se acaba el campo; hay muchos más vehículos en la carretera, atravesamos barriadas, recorremos sinuosas carreteras, y nos vamos adentrando inexorablemente en nuestro destino; en el final del viaje. Entramos en Bamako y nos instalamos en el hotel Park.

Y ahora sé que esto se ha acabado, que toca despertarse, pues el sueño de este verano está concluyendo y sé a ciencia cierta que mañana habré de gestionar la vuelta a Madrid.

Recuerdos inolvidables

De esta aventura van a quedar todos estos recuerdos inolvidables y otras muchas anécdotas que permanecen atesoradas en el corazón como en una cajita de nácar de momento cerrada.

-La noche interminable bajo los efectos del siroco, que parecía que el mundo se iba a venir abajo por momentos.

-La música que José había preparado para hacer más llevaderas las largas jornadas en el camión, una selección de piezas inolvidables que efectivamente aliviaron las muchas horas de calor y sudores. Yo declaré como temas del viaje las versiones de "Somewhere over the rainbow" y "What a wonderfull world" interpretadas maravillosamente por Aselin Debison; bonitas canciones.

-Las rosquillas de anís que Gustavo trajo de Yecla, que endulzaron muchas sobremesas y meriendas.

-Los chistes de bilbaínos de Fernando que provocaron risas y carcajadas en incontables ocasiones (y todavía lo hacen).

-Los botes de dulce de leche que Concha había preparado en Santander porque sabía que durante el viaje iban a ser una "delicatessen" maravillosa.

-Las duchas imposibles de imaginar en el desierto, gracias al sencillo sistema inventado por José con una garrafa de plástico.

-Los desayunos en el desierto en el improvisado campamento, antes de que el sol y el calor comenzaran a hacer estragos. De "Memorias de África" llegó a catalogarlos Concha.

-El ron mallorquín que traía Ángel y su cafetera, que nos hicieron recordar, después de muchos días, el sabor real que tienen las sobremesas.

-El acierto de haber comprado el jamón ibérico y el vino, sobre todo el jamón, que nos hacía resucitar después de cada agotadora jornada.

-El camión, porque las horas transcurridas en el camión es otro de los componentes esenciales de este viaje: paisajes; charlas; música; somnolencia; silencio… y horas y horas sintiendo el discurrir pausado de la ruta, pensando un sinfín de cosas.

-Y las sosegadas charlas nocturnas bajo ese cielo de estrellas que es único, recordaba vagamente el espectáculo, pero solo un lejano recuerdo, porque de nuevo me he visto deslumbrado por esta inmensidad brillante:

Es seguramente el cielo estrellado más grande que pueda verse en la Tierra. Incontables lucecitas sobre nuestras cabezas. Mires donde mires, pueden verse millones de estrellas en este cielo esplendoroso. Aquí es posible la contemplación de todas las constelaciones de nuestro hemisferio; una ocasión única, un momento sublime del que se puede gozar durante horas, las horas que dura la noche si el sueño no nos traiciona, cosa probable -"quisiera que la noche no se acabara nunca", reza la letra de una salsa-. Y este espectáculo se hace más excelso, si cabe, cuando una estrella fugaz surca inesperadamente la inmensidad de la bóveda celeste.

Semanas después de finalizar el viaje, recibí un correo electrónico de Fernando que me descubrió que estas impresiones no habían sido sólo mías, seguramente todos las compartimos; y ahora lo sé:

"No hago más que mirar las fotos y reírme y recordar todo lo que pasamos y vivimos. Como les he dicho a Concha, Gustavo y José, ha sido una de las mejores experiencias de mi vida y me ha encantado haberla disfrutado con vosotros. La carretera, los pueblos, la gente, el idioma, llevar el bote, cenar jamoncito a la luz de las estrellas, aguantar un siroco de órdago, el "perro" nocturno, las canciones, la ducha improvisada marca "bidón"…"

Y es que hemos conformado un grupo humano extraordinario. El grupo humano, la solidaridad, la amistad; eso es lo verdaderamente esencial en esta historia.

José Muñoz Ripoll, octubre de 2009.


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