El 26 de marzo se celebra en Malí el Día de los Mártires, en memoria de las personas que fallecieron en esa fecha durante la revolución de 1991. Yo había salido de Madrid a principios de marzo del 91 en compañía de mi amigo Eladio, con la sana intención de hacer un viaje transahariano hasta Bamako. Para él, era la primera vez que salía de España, y desde que regresó, creo que ya nunca ha vuelto a pisar suelo africano. Recuerdo que cuando íbamos por la carretera de Andalucía en dirección a Málaga para tomar el ferry hacia Melilla, le dije: "No te puedo garantizar que te lo vas a pasar bien o mal. Lo único que te aseguro es que este viaje no se te va a olvidar en la vida". Fíjense con qué ánimos iba yo, envalentonado. Las cosas que se dicen con 23 años. Buscaba líos... y los encontré.
El viaje por Argelia se desarrolló con relativa tranquilidad. En la travesía del desierto no tuvimos ningún problema extraordinario, si exceptuamos una avería en el cierre centralizado del vehículo, un Peugeot 504. No se abrían las puertas, pero afortunadamente podíamos entrar y salir del coche por el techo solar. Y luego dicen que esos agujeros no sirven para nada.
Al entrar en Malí, oí varias veces el comentario de que "las cosas están calientes por ahí abajo". Me advertían de que se estaba gestando una revolución en Bamako, pero como mi francés no era muy bueno, yo creía que me hablaban del clima, y les decía que eso no era nada comparado con el calor del desierto. En Gao, el dueño de la barcaza que cruza el río Níger, me dijo que había huelga general en todo el país, y que por eso me tenía que cobrar el doble, como si fuera día festivo. Pensé que era una broma, pero lo decía en serio. Estuve toda la mañana discutiendo con él, y al final me cobró la tarifa normal. Llegamos a Mopti por la noche, y nos encontramos con que todas las calles estaban desiertas. Había toque de queda, pero nosotros no lo sabíamos. Dormimos en un hotel, y a la mañana siguiente proseguimos nuestro viaje hacia Bamako. En San, había barricadas incendiadas cortándonos el paso, y las esquivamos. Después de Ségou, el coche se estropeó y paramos en la cuneta a pasar la noche. Al día siguiente, 24 de marzo, fuimos directamente al aeropuerto de Bamako, ya que Eladio quería regresar a España. Por la carretera vimos grupos de piquetes y camiones parados. Algunos de ellos, quemados. Empecé a preocuparme seriamente. Muy desesperados tenían que estar para quemar camiones, que en África son muy caros. El aeropuerto estaba cerrado, y suspendidos todos los vuelos.
Decidimos buscar un hotel en el que refugiarnos hasta que se calmasen las cosas. Los únicos que conocía estaban en el centro. A medida que nos aproximábamos, veíamos columnas de humo y una gran manifestación que avanzaba por la carretera. Nos dijeron que eran estudiantes protestando por la mala calidad de la enseñanza, pero a mi me pareció gente bastante crecidita, armada con palos y muy cabreada. Avanzamos despacio. La gente nos miraba, levantaba el puño y nos gritaba: "¡liberté!". Nosotros hacíamos lo mismo, sacábamos el puño por la ventanilla y gritábamos "¡liberté, liberté!". Yo, lo único que quería, era pirarme.
Salimos de la calzada principal para evitar la manifestación, y fuimos por un carril lateral. Pasamos por delante de las casas de unos blancos, en un barrio residencial. Se les veía dentro de sus casas contemplando la manifestación. Continuamos por un camino de tierra, al final del cual se veía un edificio moderno, y numerosas personas entrando y saliendo. Nos dimos cuenta de que lo estaban saqueando. Cada uno salía de allí con una silla, una mesa, el marco de una ventana, un aparato de aire acondicionado, etc.
Nos paramos. No podíamos quedarnos allí, y debíamos elegir entre pasar por entre la muchedumbre encolerizada, o por entre los saqueadores. Decidimos la última alternativa, al menos éstos parecían ocupados. Pero cuando estábamos a su altura, empezaron a rodearnos, a golpear el coche y a gritar: "l'argent, l'argent", querían nuestro dinero. De pronto vi por el retrovisor que alguien había abierto el maletero del coche, y entre varios estaban sacando todas nuestras pertenencias. En un instante vi mi walkman y mis botas volando por los aires, y a dos personas tirando cada una de la pernera de un pantalón vaquero hasta romperlo por la mitad, que ya es difícil. Mi primera reacción fue la de salir por la ventanilla para recuperar el equipaje, ya que la puerta estaba atascada, pero cuando tenía medio cuerpo fuera, me di cuenta de que lo mejor era salir pitando, y eso fue lo que hice. Aprovechando que todos los que estaban delante del coche cortándonos el paso se habían abalanzado hacia el maletero para conseguir su botín, metí primera y aceleré a tope, tocando el claxon para no atropellar a algún despistado. Nos siguió una lluvia de piedras, pero sólo consiguieron romper el cristal trasero. Volvimos hasta las casas de los blancos, y le conté a un cooperante francés lo que nos había pasado. Nos abrió inmediatamente la puerta de su garaje, y metimos el coche.
Estuvimos toda la tarde con ellos en su casa, pendientes de las noticias que recibían por radio. Eladio llevaba su pasaporte en una de las maletas robadas. Regresamos a pie acompañados por el francés hasta donde nos habían atacado, pero ya no quedaba nada de nuestras pertenencias, y los saqueadores del edificio habían regresado a su tarea. Eladio se quedó en la casa, y yo fui al centro. Nunca había visto una revolución, y tenía curiosidad. Por lo visto, un golpe de estado había derrocado al presidente Moussa Traoré, y el poder había pasado a manos de los militares. Llegué caminando hasta el centro de Bamako. Había varios edificios quemados, entre ellos un almacén de telas propiedad de unos libaneses, que había ardido con medio centenar de saqueadores dentro. Fui a la misión Pere Michel, y conocí a los salesianos Pepe y Valerio, natural de Estella, que me ofrecieron su hospitalidad.
Regresé a casa del francés, cogí mi coche, y junto con Eladio fuimos a la misión salesiana. Dormimos en la sala de los estudiantes, y al día siguiente fuimos a denunciar la pérdida del pasaporte. Vendí el coche rápidamente, y compramos un billete de avión para Eladio. La única compañía que volaba era Aeroflot, que además en aquella época era la más económica. El único inconveniente era que había que dar un rodeo enorme haciendo escala en Moscú, pero daba lo mismo, con tal de salir de allí.
Con el último dinero que le quedaba, a Eladio no se le ocurrió otra cosa que comprarse unos sables de recuerdo. A los rusos no les hizo mucha gracia cuando quiso entrar en el avión armado hasta los dientes y sin pasaporte, en medio de una revolución. Yo le veía desde la sala de espera del aeropuerto cuando le cacheaban contra la pared, y creedme si os digo que eran enormes los lagrimones que me salían, y no de pena, sino de risa.
Yo me había quedado con el dinero justo para viajar en autobús hasta Bobo-Dioulasso, en Burkina Faso, donde vivía mi hermano. Llegué al cabo de tres días de viaje bastante cansado, pero contento de seguir vivo.