Nota de José Francisco Ortega, propietario de misviaj.es: En Julio de 1998 realicé un inolvidable viaje con dos Peugeot 505 en compañía de mi cuñado José Muñoz, que escribió este estupendo relato titulado "Un sueño de verano". Mías solo son algunas fotos y los comentarios en cursiva que las acompañan.
UN SUEÑO DE VERANO, por José Muñoz Ripoll.
Rememoro el momento en que nos disponemos a partir rumbo a Algeciras, jueves 2 de julio de 1998 a las 11 de la mañana. Ya en la distancia, es como si hubiera sido un sueño. El comienzo de todo viaje es incierto, por mucho que tratemos de prever todo lo que será necesario, y siempre hay algo que se nos olvida. O al menos llevamos al principio esa pesada sensación de que algún preparativo ha quedado sin cumplir. Pero hay que partir con ella, y con la incertidumbre y el miedo a las profundidades desconocidas. Si no, nunca daríamos el primer paso. Los primeros momentos, los primeros kilómetros van erradicando estas sensaciones. La seguridad llega poco a poco. Pienso también en otros viajes, pues las nuevas impresiones evocan recuerdos, aunque prefiero concentrarme en el itinerario previsto, en los días que vendrán, en las ciudades por las que discurrirá el viaje. Quisiera dar rienda suelta a emociones que presiento porque ya las he sentido en situaciones similares, pero de momento no consigo concretar una idea. La reflexión no tiene profundidad, los kilómetros y las horas discurren inevitablemente sin ninguna luz. Ahora, con perspectiva, comprendo que el tiempo y la distancia eran insuficientes todavía. Lo cotidiano ocupaba un lugar preeminente en mis prioridades.
Recuerdo el paso del Estrecho de Gibraltar en un moderno ferry. Era una tarde luminosa con la mar en calma y la brisa marina refrescante. Recuerdo también la visión lejana del Peñón, ya al otro lado, antes de atracar en el puerto de Ceuta. No sé por qué razón los sueños son evocados con mayor o menor nitidez, por qué hay pasajes elocuentes o por qué los hay inexplicables. No sé tampoco por qué los recuerdos fluyen con mayor o menor exactitud, y no entiendo el porqué del olvido. Ahora es como un sueño que se manifiesta confuso, amontonado, y me parece que todo ha sido eso, un sueño, un deseo, un anhelo, una fantasía, una película, una novela, una somnolencia, una invención, una ficción. Pero mirando mi bloc de notas, cordón umbilical con mi realidad, todo vuelve a ser oscuro y maravilloso a la vez. Las frases escritas refrescan los recuerdos de los días vividos.
Hemos comprado en Ceuta unos walkie talkies que nos permiten comunicarnos de cuando en cuando para romper la monotonía del "solo de volante". Dicen mis recuerdos que hemos pasado sin problemas la frontera entre España y Marruecos. Estamos en plena ruta hacia el sur, y el camino hacia el interior de Marruecos nos depara una visión espectacular. De improviso, a nuestra izquierda, se descubre un mar azul. Un color azul oscuro, apacible, profundo, que por momentos me parece una pintura. Después se sucederán bosques de eucaliptos, pinos, cedros y alcornoques.
Siguiendo la estela del coche de José, comienzo a apreciar la peligrosa conducción de los locales que no respeta líneas continuas, ni vehículos que circulan en sentido contrario cuando se pretende adelantar. Ya me lo había anticipado José: "las carreteras de Marruecos son una locura". También me recomendó que fuera cauto al explicar el motivo de nuestro viaje en los controles, para evitar demoras. Lo mejor, me advirtió, era decir que íbamos a conocer Marruecos, "que queríamos descubrir este maravilloso país", que "podría ser que después continuáramos hacia Mauritania"..., "Inch’Allah", así me recomendó que terminara mis declaraciones, dando a entender que nuestra decisión final dependía del curso de los acontecimientos. Hay muchos policías en la carretera, esto me llama la atención, doy las luces a José, era nuestra contraseña para echar mano de los walkies, le digo, "José, ¿a que no sabes por qué en Marruecos no hay paro?... ¡porque a todos los parados los han hecho policías de tráfico!”.
La vegetación sigue cambiando paulatinamente y los bosques dan paso a chumberas, árboles aislados, tierra roja, inmensidad. Pero todavía es pronto, sólo dos días de viaje. Es prematuro para traspasar el cerrojo interior. La peligrosa carretera se transforma de momento en una autopista de peaje, por la que haremos cientos de kilómetros, atravesando Rabat y Casblanca y dejando de lado ciudades como Tánger, Meknes y Fez.
Estamos llegando a Marrakech, es como un oasis en el desierto. Aquí nos sorprende la noche, hora ya del descanso. Decidimos instalarnos en el camping Ferdaous.
Ahora brotan del sueño imágenes de las calles bulliciosas de Marrakech. Es temprano, pues hemos madrugado para poder visitar la ciudad, hacer algunas comprillas y continuar viaje. Leo las anotaciones con las que describí de manera instantánea las callejuelas del zoco. Es un verdadero laberinto que nos desvela Mohammed, nuestro eficaz guía y protector. Calles estrechas llenas de mostradores con objetos. Cambiamos cien veces de dirección, giramos otras tantas, atravesamos innumerables porches oscuros, hasta que de pronto me encuentro como perdido. El cicerone nos da a conocer las especialidades artesanales del mercado, antiguamente serían gremios organizados, y aparta autoritariamente a cualquiera que se nos quiere acercar. José se lo recrimina.
Nos conduce a una terraza cubierta de alfombras desde donde divisamos la ciudad en toda su extensión. Es la terraza de una tienda de “souvenirs”, una visión distinta, alejada del bullicio, elevada y distante como si de la parte superior de un cuadro de El Greco se tratara. Al bajar reclaman nuestra paciencia so pretexto de una gentil acogida "made in Marruecos", té incluido, para presenciar una presentación de hermosas alfombras del lugar, operación que encajo como un remedo de la más eficaz técnica de venta agresiva americana. Declinamos la invitación, lo que provoca las iras contenidas del maduro príncipe oriental y a la postre vendedor. En todo caso, la visita a esta hermosa ciudad, encrucijada de caminos del norte de África, ha valido la pena y queda registrada en las páginas que guardan el recuerdo de visitas a espectaculares y bellas ciudades.
Pepe, el autor del relato, bebiéndose una
coca-cola junto a dos
señores que discutían acaloradamente en la plaza Jemaa el Fna de
Marrakech. |
El viaje, símil de nuestra trayectoria vital, continúa ineludible y nos encamina hacia el sur.
Una parada para descansar con las montañas
del Atlas al fondo. |
Después de atravesar Agadir, recuerdo
nuestra
llegada a Sidi-Ifni, que fue plaza colonial española hasta tiempos
recientes. Nos adentramos en la ciudad que se ha alejado de su pasado,
preguntamos impacientemente por el núcleo colonial hasta llegar a
una plaza deteriorada y abandonada que mira al océano expectante,
como su grandiosa pero descuidada escalinata de descenso a la playa,
que
en otros tiempos fuera seguramente paso obligado de ilustres
visitantes,
y ahora es solamente exponente silencioso de los avatares de la
historia.
El Hotel Suerte Loca y la comandancia militar son los mejores testigos de la pasada presencia española. |
Una escena cotidiana en Sidi-Ifni. |
Salimos de Sidi-Ifni ya tarde, y los recuerdos me conducen ahora a una carretera infernal, o mejor a media carretera estrecha y angosta por la que circulamos velozmente, lo malo es que cuando nos cruzamos con otro vehículo no caben los dos, uno debe apartarse y nadie quiere hacerlo, por lo menos de primeras. Como siempre José va delante. En los primeros cruces hemos sido gentiles, pero la gentileza a veces acarrea problemas, y en este caso apartarse del asfalto puede provocar un pinchazo o un reventón, por tanto hay que aguantar arriba, desafiar, y según pasan los kilómetros la osadía se convierte en moneda de cambio, pues nadie quiere descender al arcén, lo que provoca situaciones peligrosas y... emocionantes, hasta que la carretera vuelve a ensancharse. Recibo el cambio como algo milagroso, porque no ha pasado nada malo y porque coincide con la caída del día y hubiera sido imposible continuar sin luz natural, así que aguantamos conduciendo hasta muy tarde, hasta que bien avanzada la noche nos detenemos en Tan-Tan, donde improvisamos un campamento al abrigo de una tapia.
Comienza otra jornada. Nos hemos levantado con las primeras luces, al alba, hemos recogido el improvisado campamento y... ¡en marcha!. Lo bueno de este viaje es que el cambio es permanente y la metamorfosis del paisaje constante. El día siguiente viene a demostrar lo que digo, quizás por esto las ideas comienzan a fluir. Según nos vamos adentrando en el Sahara Occidental, siento cómo palpita el corazón de este territorio desgarrado que fuera colonia española, abandonado precipitadamente por circunstancias irrepetibles que permitieron al zorro abalanzarse sobre la presa indefensa, aprovechando la decadente senectud del pastor guardián. Los españoles abandonamos a su suerte a este pueblo agradecido y pacífico, y lo dejamos, desamparado, a merced del astuto raposo.
Somos identificados rápidamente y me parece que despertamos simpatía, lo adivino por esas miradas entre expectantes y desilusionadas que me angustian y me avergüenzan. Los controles policiales o militares, más frecuentes y exhaustivos, comienzan a ser incómodos. La ruta discurre paralela al océano. Se nota en la brisa y en el ambiente, más húmedo. La luz es también distinta, y el cielo es el reflejo del mar que hay debajo. Los viejos Land Rover cargados hasta la bandera son signo identificador de este territorio, como lo son los turbantes, que comienzan a ser algo habitual, y el bubú característico de estos saharauis, que ha sustituido a la chilaba. Sí, estamos en el Sahara Occidental.
José se desenvuelve como pez en el agua y eso me transmite seguridad, y hace que la incertidumbre de los primeros días por la logística y por el itinerario haya cesado, y que se vayan abriendo las puertas a la prospección interior. Se preocupa por mí permanentemente, me informa, me advierte, me previene de los paisajes por venir, me habla de los aconteceres del desierto, de su cara más dura. Me dice que estamos teniendo muy buena suerte con el tiempo, las noches son frescas y durante el día corre una suave brisa. Son muchos los kilómetros que hemos recorrido y ya el recuerdo de los paisajes y ciudades comienzan a amontonarse. Mi bloc de notas me permite ordenarlos.
De pronto sobreviene la visión fantasmagórica de un barco de pesca encallado en una playa. |
En un paisaje completamente horizontal, cualquier relieve atrae mucho más la atención. Ya me lo había advertido José, pero eso no impide el sobrecogimiento que produce la visión de aquel artefacto, de su silueta decadente tras la bruma matinal que va elevándose paulatinamente por el empuje del sol. Es una alegoría de la lucha constante del hombre contra los elementos. Imagino a los marineros combatiendo contra las olas y el viento, la desesperación en sus rostros, el fragor de la desigual batalla contra la tempestad. En nuestros recuerdos existen también este tipo de vestigios, luchas devastadoras, refriegas arriesgadas, derrotas, ruinas. Pasado el tiempo, cuando emergen de los pozos más recónditos de nuestra memoria los restos de estos naufragios, adquirimos consciencia de nuestra verdadera dimensión.
Pepe jugando a náufragos. |
Hemos aparcado los coches en la cuneta para ver el barco de cerca. Cuando nos dirigíamos hacia el barco vi a un pescador en una choza arreglando sus aparejos e incluso me permití un lejano saludo, alzando un brazo, como anuncio de nuestra presencia pacífica. Cuando ascendemos de nuevo hacia los coches, el hombrecito nos llama desde lejos, está al lado de su barraca. Nos acercamos y nos recibe con una sonrisa gentil y con una bandeja en la que hay tres vasitos y una tetera, nos invita amablemente al té. Está riquísimo y no porque hiciera varios días que no tomábamos algo caliente, sino porque realmente está exquisito, dulce y en su punto. Se llama Aisse, es saharaui y no habla ni francés ni español. Nos entendemos con él por señas o por signos dibujados en la arena y con algunas palabras muy rudimentarias en francés. Parece mucho más viejo de lo que es realmente, yo le echaba unos 50 años y tan solo tiene 29. Cuando los españoles dejaron el Sahara tenía 5 años. Vive en Laayoune y se pasa temporadas pescando en este lugar, luego vuelve con su familia. Nosotros debemos volver a la carretera. Nos despedimos y continuamos viaje.
Aisse, el pescador saharaui, invitándonos a
un té. |
Kilómetros después, aparecen otros barcos encallados, pero ya no nos detenemos. Dejamos Tarfaya a nuestra derecha y continuamos hacia Laayoune. Otro resto colonial irreconocible, como Sidi-Ifni. Sólo algunas personas mayores nos dirigen alguna palabra en español mal chapurreado al darse cuenta de nuestra procedencia. Paseamos por la ciudad y no reconocemos ningún vestigio, no nos dice nada. Nos cruzamos con un convoy de cascos azules de la ONU. Están aquí por lo del referéndum del Sahara. Vaya timo, vaya forma de jugar con los saharauis.
Decidimos dejar esta ciudad que no nos dice nada, y cuando estamos a punto de arrancar se nos acerca alguien hablando en español: Lagadaf Buyema, un día ya lejano fue español, incluso trabajó en España, en Vigo. La Marcha Verde le sorprendió en Laayoune y ya no pudo salir, puesto que le retiraron su pasaporte, no valieron reclamaciones ni indagaciones en el consulado español. ¿Cuantos casos como éste?. Nos cuenta muchas cosas, cómo es la vida en el Sahara, cómo los marroquies colonizan vorazmente la región, cómo los saharauis están seguros de que ganarán el referéndum: "Decidlo en Madrid a quien veáis, aquí se gana". No sabría decir su edad, es mayor, alto, delgado, moreno. Qué pequeño es el mundo y qué grande lo hacemos, por qué las fronteras. Nos despedimos y nos advierte que nos quedan muchos kilómetros hasta Dakhla, endurecidos por el siroco que sopla, aunque al llevarlo de cola, podremos llegar antes de que anochezca.
Efectivamente, encontramos mucho viento, unas veces sopla de cola y otras de costado, pero lo peor es que la arena que levanta va tapando algunos tramos de carretera; la emoción acecha. Como acechan los controles de la policía, siempre con las rutinarias y repetitivas preguntas: número de pasaporte, nombre, nombre del padre y de la madre, casado o soltero, profesión, etc. Hoy he contabilizado hasta diez controles como éste, la verdad es que ya cansa un poco. El paisaje continúa siempre cambiante, lo que le da mayor belleza. No sé qué hora es, no importa. Las horas no importan. Sólo paramos a comer o esporádicamente a ver algún paraje increible, paisajes como el que hemos disfrutado a unos cien kilómetros antes de llegar Dakhla, el punto de destino de hoy. Un paisaje lunar con pequeñas montañas como cráteres en medio de una inmensa llanura de piedra.
Pero lo alucinante, a esas alturas, estaba por llegar, poco antes de Dakhla. Veníamos hacia el sur, siempre con el océano a nuestra diestra. De pronto giramos a la derecha y enfilamos un brazo de tierra orientado al suroeste. El mar ahora se nos presentaba a la izquierda, tras una playa-llanura inmensa y blanca. Un mar llano, suave, bajo, azul. El sol en su ocaso, de frente, que me hacía ver como brumas, una auténtica alucinación.
|
Subí a lo alto de una montaña, y cuando me disponía a hacer fotos de la llanura, vi a un pastor descansando. |
|
Se acercó a mí y charlamos. Me expresó con amargura su sentimiento de abandono después de la marcha de los españoles. Le ofrecí como regalo una camiseta, pero la rechazó con una sonrisa diciéndome que era rico, ya que poseía muchas cabras y una jaima, y era feliz con su mujer y sus hijos. |
Llegamos al Camping Touristique Moussafir de Dakhla. Hoy es Domingo 5 de julio, y esto comienza a ser de verdad. No sé los kilómetros que habremos hecho hoy, quizás cerca de 800 entre Tan-Tan y Dakhla, ya en el corazón del viaje. El día ha sido pesado, como la carretera que hemos tenido que soportar durante las últimas jornadas. He pensado en la forma de vida de la gente que se ha cruzado en nuestro camino, tan limitados materialmente. Así éramos nosotros hace años, me veo a mí mismo. Aunque ellos tienen menos caparazones, se manifiestan sin tapujos. Pienso en sus aspiraciones, en el fondo son las nuestras: la supervivencia. La propia existencia es la única aspiración real, lo demás son ilusiones que nos montamos. Parece que en el desierto, en el más puro desierto, todo sea intemporal, las gentes, las costumbres... y que la arena sea eterna.
Me dice José que a estas alturas ya llevamos más de 2.500 kilómetros de viaje, a 700 de media por día, no está mal. Anoche me comentó, previniéndome, algo acerca de la solidaridad en el desierto con los colegas europeos, alemanes, franceses, ingleses, italianos, españoles. Me contó que su experiencia le dice que van a lo suyo. "Hay que tener mucho ojo", deduje como moraleja. Es de noche, en el camping de Dakhla reflexiono y escribo sobre lo que ha ocurrido durante esta jornada. Todo el viaje se ha desarrollado prácticamente por la costa, curiosa costa esta del Atlántico. El mar allá abajo, la carretera arriba, a lo lejos el océano azulado y profundo.
|
Este es José Muñoz despertándose en nuestra básica habitación del camping Moussafir. Dormíamos en cómodas colchonetas hinchables. Después de tantas horas al volante, es fundamental descansar bien. |
El lunes 6 de julio es día de preparativos y trámites para cruzar la frontera con Mauritania. Todos los que ocupamos este camping estamos a los mismo, a las mismas formalidades para pasar al país vecino. La primera pregunta se repite en todos los encuentros: "¿hacia dónde vais vosotros? nosotros a Mauritania y después Inch`Allah". He comentado estas cosas con un francés vecino en el camping. Él tiene que esperar hasta el próximo viernes para cruzar la frontera con un "colega" que viene de camino. Habla un español inteligible, pero su trasfondo no me gusta nada, es uno de esos vividores que sólo viene a aprovecharse. Me explica el tipo de coches que suele bajar. Se queja de que "no saben lo que quieren", refiriéndose a los gustos de los africanos por los maltrechos coches europeos. La vida es injusta, esta situación refuerza la obviedad, es injusta con los pobres que no han elegido dónde nacer, nadie lo ha elegido, no elegimos ser pobres o ricos, mujer u hombre, africano o europeo, y sin embargo con ello puede ir nuestra vida.
Comenzamos por los preparativos oficiales: primero la policía, después los permisos militares y por último la aduana. En unos y otros lugares vamos conociendo a los que sin duda serán nuestros compañeros de viaje, a algunos ya los había visto en el camping. Además de estas gestiones oficiales, queda todavía la intendencia y la visita al taller mecánico para instalar protecciones en los coches y ponerlos a punto. Colocamos una plancha que protegerá los bajos de los coches de piedras y golpetazos. Todos estos preparativos son lentos y resultan aburridos, quizá por eso en los talleres "Mundial" empleo el tiempo de espera jugando al fútbol con los hijos del mecánico, Batar y Leila.
|
El Garage Mondial Moteur. |
Colocamos sendas planchas en los bajos de los coches para proteger el cárter. |
El martes 7 de julio, San Fermín. Amanezco con el pañuelo rojo al cuello, como hice en un viaje anterior otro 7 de julio. Desayuno y encuentro un rato de sosiego y tranquilidad para escribir mis impresiones del viaje. Hasta hoy no hemos tenido una mañana en la que no hubiera que partir inmediatamente después de desayunar. La jornada se prevé interesante, pues partiremos en convoy y haremos noche en Guerguerat, en la misma frontera que separa los dos países. Iremos escoltados primero por gendarmes marroquíes y mañana por soldados mauritanos hasta Nouadhibou.
Estamos tranquilos y optimistas pues la verdad es que todo ha salido a la perfección y no ha habido problemas ni retrasos, buena señal. Esperamos en el puesto de control donde habitualmente se forma el convoy, a las puertas de Dakhla. Los coches van llegando paulatinamente. La cita era a las 8,30, ahora son las 9,30. Hemos llenado los depósitos de gasolina antes de venir al puesto.
Los vehículos que formaban el convoy fueron
llegando poco a poco. |
Se nos acerca un mauritano, un hombre mayor con pinta
de comerciante. Quiere
que llevemos a dos pasajeros, un niño y un anciano sacados de Las
Mil y Una Noches, desde Guerguerat hasta Nuadhibou. Hasta allí irán
en coches mauritanos que se dirigirán directamente a la capital
Nuakchott,
por lo que solicita nuestra ayuda, que consistirá en transportar al
día siguiente sus equipajes. Ellos van en otros vehículos.
Son las 11 horas y los trámites y papeleos se suceden muy lentamente.
Tenemos que enseñar una y otra vez la documentación que ayer
mismo validamos en la policía, en la comandancia militar, y en la
aduana ante los mismos policías, gendarmes y aduaneros.
Preparados para salir en convoy hacia la frontera con Mauritania. |
Puesto que José y yo vamos solos, nos adjudican a los dos gendarmes que escoltarán el convoy, uno a cada uno. Y eso que José había previsto la jugada y habíamos colocado equipajes en los asientos delanteros. La historia es que si en algún momento, por cualquier circunstancia, los gendarmes tienen que volver, habrá que hacerlo en nuestros coches. La espera es larga pero no me impaciento, aquí sientes que no vale la pena impacientarse. Hace mucho viento, nos da de costado, levanta la arena y resulta incómodo estar fuera del coche. Salgo para visualizar el convoy desde lejos, con perspectiva. Hay 17 vehículos que intento fotografiar, pero los policías me indican que está prohibido. Hago algunas fotos sin que se den cuenta. Por fin salimos a las 12 horas. Arrancamos uno tras otro. La marcha es pesada, pues hay vehículos de todo tipo, hasta una camioneta con una caravana que va muy lenta y que hay que esperar de vez en cuando.
Paramos a comer en un puesto de control de El Argoub, donde reposamos un ratito y aprovechamos para verificar los coches. En este momento me percato por primera vez de la variedad de viajeros que llevamos por compañía: gente joven aventurera, vividores, hippies en busca de una vivencia extraordinaria, comerciantes mauritanos, turistas, me parece increible aquella situación. Reanudamos la marcha. Milagrosamente la carretera es mejor. De pronto el convoy aumenta la velocidad. La furgoneta con su caravana queda en último lugar. La carretera es buena, pero sopla mucho viento, de costado, que levanta una arena peligrosa e incómoda. Los vehículos se van distanciando entre sí.
Después de una hora aproximadamente a cierta velocidad, observo luces de freno. Alguien en plena carretera hace señales para que reduzca la velocidad. La carretera está cubierta de arena, una gran duna, y hay que bordearla por un camino trazado por viajeros anteriores, con el consiguiente riesgo de quedar atascados. Pasamos uno tras otro superando cuidadosamente sucesivos bancos de arena, tras los cuales volvemos a la carretera y paramos para esperar a que pasen todos los vehículos. La caravana todavía no ha llegado. Llevamos parados un buen rato y no hay rastro de ella. El viento sopla tan fuerte que para estar fuera del vehículo hay que protegerse las piernas, la cara y los ojos. Hacemos conjeturas sobre por dónde debería pasar, nos inquietamos. La espera se va haciendo pesada, es demasiado tiempo. Nos preguntamos si no le habrá sucedido algo y barajamos la posibilidad de que un par de vehículos vayan a buscarle, pero no será necesario. Después de más de una hora de espera, por fin llega. Tanto esperar haciendo conjeturas y pasa sin problemas, pues el conductor es experto.
Continuamos. Reemprender la marcha da pie a una curiosa conversación con el gendarme que me acompaña. Mohammed me pregunta si estoy casado y me comenta que él hace poco que se ha comprometido y así comenzamos una entretenida charla acerca de la mayor o menor permisividad que existe en nuestros países sobre estas cuestiones y sobre la poligamia. En Marruecos, los hombres pueden tener simultáneamente hasta cuatro esposas, siempre que lo autorice la última de éstas. Intenta razonarme porqué bajo su punto de vista esto es aceptable para los hombres y no para las mujeres ("se quedan embarazadas y qué"), y me habla de su religión: rezar cinco veces al día, respetar el ayuno desde que sale el sol hasta que se pone durante el Ramadán, ir una vez en la vida a la Meca y ser caritativo con los pobres. Hablamos también de Marruecos, del desarrollo que el país ha tenido en los últimos años, de su valor cultural y turístico. Le pregunto por las ciudades que considera más interesantes para visitar en alguna ocasión y le doy mi libreta para que escriba sus nombres: "Ouarzarate, Zagoura, Taroudant, Essaouira, Marrakech (Sti Fadma-Ourika-Moulay Brahim), Azilal, Fes (Sidi Hrazen), El Holeima, Errachidia, Arfoud", estas son sus recomendaciones.
La conversación hace que el tiempo pase rápido. Llegamos a Guerguerat. Mohammed y los otros gendarmes se despiden de nosotros, ya no volveremos a vernos. Nos instalamos en unas casetas que, a modo de refugio, servirán para alojarnos esta noche. Los mauritanos en una, los europeos en otra. Algunos montan su propia tienda o piensan dormir en el coche o en el suelo. José y yo nos instalamos en la caseta europea donde conocemos a unos motoristas franceses que están haciendo el itinerario al revés que nosotros, hacia el norte. Gente curiosa.
El día va desapareciendo y la noche cae rápidamente. Apenas nos ha dado tiempo de cenar con luz natural, pero se está bien después del día de viento y arena que hemos soportado. Los hippies y José hacen sonar los djembés. Hay luna llena y el viento prácticamente ha cesado. Asciendo a una loma próxima desde donde gracias al resplandor de la luna observo el campamento presto al reposo. Los coches estacionados y esparcidos por la pequeña llanura. Los viajeros reposando de la dura jornada, preparándose para las imprevisibles aventuras que nos esperan. En el refugio europeo los jóvenes, bulliciosos, en corro, se aplican ruidosamente a los djembés, los mayores se aprestan silenciosamente al descanso. En el pabellón mauritano el rito es muy diferente. En torno al té, jóvenes y viejos reciben la noche apaciblemente comentando, quizás, las incidencias del día o los planes para la jornada de mañana. La verdad es que durante todo el camino han ido a lo suyo. Parece un pueblo insolidario, egoista. Ahora siento frío.
Amanece el miércoles 8 de julio. Las primeras luces me desvelan. He dormido poco, quizás alterado por las emociones provocadas por las dimensiones que el viaje ha ido adquiriendo. Me he levantado sigilosamente para no despertar a los demás. Salgo del pabellón y decido dar un paseo por los alrededores. Después desayunamos, recogemos el equipaje y nos ponemos en fila esperando instrucciones para partir. El coche de unos franceses no quiere arrancar, otro se atasca en la arena. Las dificultades de primera hora retrasan la salida.
Llama mi atención la variedad de gentes, las tipologías tan distintas que hay en este grupo, creado por las circunstancias en las que ahora me encuentro. Resulta curiosa esta observación, porque la podemos aplicar a toda nuestra vida. Nuestra existencia se desarrolla en un entorno asumido desde que tenemos uso de razón. Nuestro marco de comunicación, que es el de nuestra existencia, va incorporando paulatinamente nuevas caras, nuevos sitios, nuevas circunstancias, nuevos códigos que vamos asimilando y normalizando merced a mecanismos aprendidos o innatos. De pronto un día haces este descubrimiento, se te revela que eres alguien muy predeterminado en tu grupo, que juegas el rol que poco a poco se ha ido definiendo dentro y fuera de ti, y que ese rol marca el discurrir de tus días. Si no nos damos cuenta de esto, no pasa nada pero nada podemos cambiar. Si nos percatamos, quizás podamos hacerlo. Pero es incómodo a veces, o puede que no nos interese porque el personaje que nos ha tocado en la farsa nos gusta. Aquí te das cuenta de todo esto. En este grupo podría ser desde hoy lo que yo quisiera, aunque solo fuera durante los dos o tres días que esto dure. O prescindamos de este pequeño detalle, supongamos que nos quedáramos aislados, o que nos secuestraran, o que estuviéramos solos en este mundo. Podría escribir mi papel partiendo de cero, sin condicionamientos externos. Podría cambiar lo que siempre he sido, o la parte que no me gusta y forjar a partir de mi experiencia otra personalidad más apetecible, menos incómoda. ¿Qué cambiaría de mi? no lo sé, quizás llegaría a ser el mismo. Los mismos defectos, las mismas limitaciones que a veces no me gustan, porque los principales condicionamientos a estas alturas están dentro... en fin, no lo sé.
Tras un par de horas de espera, por fin salimos. Nos ponemos a la cabeza del convoy, pues José no quiere que la detención de un vehículo delante de nosotros nos haga quedar prisioneros en la arena. Por fin llegamos al final de la carretera. Los soldados marroquíes abren una barrera y pasamos uno tras de otro. Entramos en tierra de nadie, circulamos por una pista llena de baches. José se orienta perfectamente. Nos distanciamos de los demás coches. Esto es como un camino de cabras, o mejor de camellos, pues se divisan muchos de estos curiosos animales por los alrededores.
Llegamos a una antigua carretera que debió construir el ejército español en época colonial. Está destrozada y no sé si sería mejor ir por otro lado, por las piedras y la arena. El coche sufre, temo que pueda pinchar o golpear los bajos contra las piedras. Estoy concentrado en el camino. Ahora José detiene su coche y me indica que haga lo mismo. Vamos a quitar aire a las ruedas sabiendo que nos la jugamos, pero prefiere evitar la posibilidad de quedar atascados en la arena. Vemos a lo lejos cómo algunos coches ya han quedado atrapados. Cada ejercicio posterior requiere de un esfuerzo agotador. Acepto jugármela, pero José me advierte que hay que llevar muchísimo cuidado, así que si la concentración era máxima hasta entonces, ahora se redobla. No pienso en nada más que en estar cerca de José y evitar ser mordido por una piedra o por los restos mellados del asfalto.
Llegamos al paso fronterizo con Mauritania. Hay que esperar a que se acerque el resto del convoy. Un gendarme nos recoge el pasaporte y la documentación del coche. El sol es abrasador, pero aprovechamos la espera para volver a inflar los neumáticos y para tomar agua y frutos secos, con lo que aliviamos el desgaste y matamos el rato. Es difícil pensar en otra cosa dadas las circunstancias. Los coches van llegando. El tiempo no parece significar nada en este confín de la Tierra. El paso fronterizo consiste en una barrera metálica atravesada en la pista y en una barraca de piedra en la que hay dos soldados que al tiempo que comprueban nuestros papeles y nos interrogan, miran de soslayo un Toyota que hay afuera y comentan que tras una cercana duna se encuentra el campamento con el resto de los puestos fronterizos.
|
Primer puesto de control mauritano, edificado con piedras y traviesas metálicas de tren. Un diseño perfectamente integrado en el paisaje, construido con materiales ecológicos y reciclados. |
Un soldado levanta la barrera y realiza unas advertencias que en un primer momento no entiendo. Al mirar a José, me dice que lo siga. Nos acercamos andando hasta la barrera y vemos el motivo de la advertencia: camino en ligera ascención, alternando arena blanda y piedras hasta llegar a la cota más alta y tras ella, un banco de arena de unos quince metros sobre el que hay que volar hasta pisar de nuevo la pista de asfalto. Intercambiamos opiniones. José me comenta que es mejor ser los primeros en atravesar ese escollo antes de que la arena se revuelva más. Convencido. Seremos los primeros en intentarlo. Me recomienda ir de frente con potencia comedida. Hacía tiempo que no sentía el cosquilleo estomacal que en ese momento me viene. Es la emoción o el miedo a hundirme en aquel arenal, a que la tierra trague mi coche o a que reviente en el intento de atravesar ese océano. Al volver a los coches dispuestos a comernos el mundo, o por lo menos aquella pequeña parte, descubrimos una complicación añadida. Hay un tramo inicial de piedra viva por el que habrá que circular con cuidado en la fase de aceleración para no dejar allí el vientre del coche.
José despega con facilidad, atraviesa la roca, asciende suavemente y remonta el desnivel a una buena velocidad. Parece que navega sobre el banco de arena, hasta que atraca la nave en el asfalto. Prueba superada. Ahora voy yo. Salgo, atravieso las rocas, no veo el momento de cambiar a segunda, decido seguir en primera, máxima potencia, el coche da un salto en el cambio de rasante y se introduce en el mar de arena. La nave empieza a zigzaguear, luego se endereza. Máxima potencia, incontrolado me escoro a la derecha, recobro la dirección. Veo ya cerca la pista. Confiado levanto suavemente el pie del acelerador. Calculo que el impulso que llevo es suficiente para los tres metros que me quedan. La arena es traicionera, quiere atraparme. Recupero a tiempo la fuerza y el coche sale justito: prueba superada.
Después los 4 X 4 pasan sin problemas. Paramos a unos 200 metros de la fosa para dar espacio a los vehículos que irán llegando y volvemos para ayudar en lo que podamos. El primer coche, un Renault 11, queda atrapado. Lo empujamos y sale. El problema puede tener más envergadura con los vehículos grandes. Ahora le toca al camión, lo veo arrancar. El conductor es experto, dosifica sabiamente la potencia de su motor. Después otro coche queda atrapado. Pero lo peor vendrá con la furgoneta que tira de la caravana. A pesar de la pericia de su conductor queda atascada a la primera. Aquí no vale sólo empujar, hay que andar con planchas arriba y abajo. Tras varios esfuerzos pasa, lo que nos permite continuar.
Estamos en territorio mauritano, escoltados por un soldado que va delante con José. Circulamos despacio, parando de vez en cuando a esperar al de la caravana. El camino es infernal, aunque soportable de momento. Paramos otra vez y observo que estamos en pleno desierto, el verdadero desierto: grandeza, silencio... reto. Continúa la desgastada carretera con cientos de baches y piedras, a veces hay que salirse porque está intransitable, he dado varios golpes en los bajos. Otras veces hay que atravesar la arena, el motor a tope, a todo gas, en segunda, lo importante es no quedar atrapado.
De pronto noto un ruido extraño en la rueda delantera derecha. Pienso que puede ser el amortiguador, pero el ruido cesa. La emoción o mejor dicho el miedo a romper sobreviene, aflojo un poco la marcha. José se distancia, otros coches me pasan. Es un momento de mucha tensión, tengo miedo de golpear la rueda. Oigo otra vez el ruido, va y viene, por lo que pienso que con suerte es una piedra que se ha metido en el hueco de la rueda, o algo similar. Sería mala suerte que fuera un amortiguador, nos podría hacer perder uno o dos días. Los coches se detienen y le cuento a José lo que sucede. Golpeamos alrededor de la rueda, empujamos hacia abajo, no parece que sea el amortiguador, la teoría (o el deseo) de la piedra se consolida, lo revisaremos en Nouadhibou. Continúo con mucho cuidado. El ruido vuelve y me da la impresión que cada vez más fuerte, cada vez que cojo un bache con la rueda. Cada vez que lo oigo me parece más grave, tan fuerte a veces que me acojono y eso que voy despacio. Hacemos otra parada. La verdad es que llevo un rato un poco angustiado sin fijarme más que en el ruido, pero es emocionante. Remprendemos la marcha de nuevo, después de haber presionado sobre la rueda del ruido. Permanezco atento. Ya no suena, parece que se hubiera arreglado, aunque no las tengo todas conmigo. El último tramo hasta Nouadhibou va siendo mejor, 12 kilómetros de suave pista arenosa por la que se transita velozmente. Acelero un poco, el ruido ya no vuelve a sonar...¡ojalá que ya no aparezca, "inshaalah"!
Llegamos al siguiente puesto de control. Otra vez los pasaportes y todos los pesados trámites por triplicado: policía, aduana y gendarmería. Parece que cada uno tenga su negocio independiente. En este punto tenemos que hacermos con los servicios de un guía. José negocia con varios y termina contratando a Soufi, a quien ya conoce de otro viaje anterior. Es un tipo alto, espigado, de unos 50 años de edad según me dijo. Está casado y tiene 4 hijos.
En ese momento no lo sabía, lo descubriría después, pero Soufi es un tipo especial. Su primera tarea fue conducirme desde la aduana a Nouadhibou, y digo conducirme porque aunque salimos juntos, José se alejó. Quiso correr, disfrutar, aprovechar las buenas condiciones de la pista hasta la ciudad. Yo decidí ir despacio por miedo al ruido en la confianza de que el guía me llevaría directamente hasta donde se dirigía José. Pronto me percaté de que no habíamos quedado en ningún sitio concreto. Soufi me tranquilizó y me dijo que lo encontraríamos sin dificultad. Efectivamente, nos cruzamos con él en la calle principal. Nouadhibou es una ciudad alargada que se extiende a los lados de una única carretera asfaltada por la que transita todo el mundo. Soufi Ould Mahmoud, qué tipo más curioso, y qué hospitalario.
Este es Soufi, un tipo genial. |
Dado que no habíamos decidido el alojamiento, nos ofreció su casa. Su familia se encontraba de vacaciones fuera de Nouadhibou. Aceptamos. Una casa sencilla, de una planta, que se extiende alrededor de un patio por el que se accede a los diferentes espacios domésticos: entrando al patio, a la derecha, una pequeña estancia que aloja el retrete y la ducha, algo especial, dos ladrillos a ambos lados de un agujero sobre los que has de posarte sea para hacer tus necesidades fisiológicas o para echarte agua con un jarrito cogiéndola de un cubo. A continuación dos habitaciones grandes sin muebles: en la primera, que debe ser la que ocupa habitualmente el matrimonio.
Nada más llegar, Soufi se apresta a preparar un té, no sin antes sugerirnos que nos demos una ducha y nos cambiemos de ropa. Seguidamente hay otra habitación en la que nos aloja a José y a mí. Y una última estancia, perpendicular a las anteriores, que sirve de despensa, maletero y almacén de los objetos más valiosos. Es todo, así de sencillo. El mobiliario para sentarse consistente en cojines y grandes alfombras que cubren la mayor parte del suelo. Sencillo es también el suministro de agua mediante un pozo en medio del patio.
Después de instalarnos y ducharnos- qué ducha más gratificante-, vino el rito del té, que se repetió varias veces al día mientras estuvimos con Soufi. Los preparativos del té me han llamado siempre la atención, pero este mauritano tiene una magia y un arte particular que hace que este ritual sea algo especial, no sé, digamos que propicia la comunicación abierta, tranquila, franca. Mientras esperamos que José termine de ducharse me cuenta por qué se dedica al oficio de guía, cómo el amor a su desierto y a su familia lo ha llevado a echar anclas después de recorrer medio mundo durante 20 años como marino mercante, cómo se desarrolla su trabajo y el tipo de gente que conoce. Me enseña numerosas cartas de viajeros anteriores.
En casa de Soufi. |
También comimos algo, hicimos unas fotos con túnica mauritana incluida y nos aprestamos a conocer Nuadibou.
|
La ducha me sentó estupendamente. Soufi me regaló una de sus prendas mauritanas. |
Paseando por callejuelas céntricas, donde se combinan construcciones sencillas con maravillosas casas, llegamos hasta la de una hermana de Soufi. El marido de su hermana es un tipo mayor que estuvo trabajando con españoles en la época colonial, así que chapurrea un español con acento canario. Nos invitan a cenar y nos cuenta algunas anécdotas, incluida una de Alfonso XIII cuando estuvo en el Sahara, que denotan ese sentimiento entre añorante y recriminatorio que ya he notado otras veces. La cena consiste en arroz con cordero magníficamente preparado ("maroulham" creo entender que se llama este sabroso plato). Antes de comenzar a comer, un criado negro nos pasa una fuente con agua y jabón para que nos lavemos pues el arroz y el cordero hay que comerlo con las manos, curioso. Con el arroz hay que hacer una especie de bola o croqueta entre los dedos antes de llevarlo a la boca. José no lo prueba, yo sí, porque no quiero perderme nada. Después, como es habitual, vendrá el té. Agradecemos la velada y nos retiramos pronto, pues el cansancio comienza a pasar factura tras la larga jornada.
Jueves 9 de julio, el reloj marca las 7,30 cuando me despierto. No he dormido del todo bien, quizás a causa del último té que tomamos en casa de los parientes de Soufi, o porque no inflé suficientemente la colchoneta, o quizás han podido ser los nervios ante las expectativas del viaje de hoy, o el cansancio que ya va acumulándose. Lo cierto es que me he despertado muchas veces a lo largo de la noche.
Comenzamos por hacer los preparativos necesarios para circular por Mauritania: carga de gasolina, revisión de los neumáticos, recoger los pasaportes en la policía, trámites aduaneros, etc. También hacemos una exploración de la rueda "herida", la amartiguación parece dañada, pero aguantará, determinó Soufi.
La ciudad tiene un colorido especial y va despertando paulatinamente. Pueblo elegante este pueblo mauritano, aunque maldito por su entorno. No entiendo las razones de su fama de indefinición y falta de personalidad. Nuadibou es una ciudad bulliciosa de calles alargadas, estirada como un salchichón, con un tráfico de vehículos infernal: coches, camiones, carros tirados por borricos, furgonetas, animales sueltos, peatones. Todo conforma un laberinto del que se sale difícilmente. Hay pequeñas tiendas que tienen todo tipo de productos. Muchos de ellos españoles, originarios de Canarias.
Hay algunas otras cosas curiosas, como que mucha gente lleva una especie de ramita en la boca, algo así como hinojo, con la que higiénicamente frotan sobre sus dientes. O los taxis, verdes y amarillos, Renault 12 sobre todo, que se cogen sobre la marcha y son ocupados por gentes hasta que se llenan. Lo importante, dada la conformación de la ciudad, es la dirección que lleven. O el porte de estos hombres, elegantes hombres altos con turbantes y túnicas blancas o azules, miradas altivas. Exhiben dignidad hasta en los actos más primarios. Uno de esos hombres se aparta del grupo, se distancia, va hacia un callejón, se agacha, plegado, en cuclillas, esconde su cara a la mucha gente que transita cerca mientras orina.
Los trámites antes de salir resultan, una vez más, pesados e interminables, pues cuando no es un problema es otro el que impide concluir. Cuando parece que estamos terminando, siempre surge algún requisito todavía pendiente, y el cansancio hace que estos problemas sean más importantes de lo que realmente son. Al final todo se soluciona.
Por fin salimos. Volvemos sobre nuestros pasos del último tramo de ayer hasta el mismo puesto de control, el "bouchon", donde de nuevo hay que presentar en tres puestos nuestra documentación.
A partir de ahí, caminos infernales, piedras, zonas arenosas. Las horas transcurren intensamente, la emoción se palpa, vamos zigzagueando para evitar la arena o las piedras, a todo gas en segunda velocidad cuando no queda más remedio que atravesar arenales. Pasamos por auténticos montes de piedra y tierra, vienen tramos rápidos y tramos excesivamente lentos. El calor se deja sentir poco a poco. Pierdes ya la noción de las horas transcurridas, no sabría decir cuánto tiempo llevamos en ruta. El reloj me dice que cuatro horas y media. La pista es buena en estos momentos, pero de vez en cuando hay que esquivar con brusquedad pequeñas dunas inesperadas.
|
Si a uno le gusta conducir, esto es el paraíso. Atraviesas dunas, esquivas arbustos, eliges el camino más apropiado. Si vas demasiado despacio, el coche se atasca en la arena. Si vas demasiado rápido, te puedes tragar una piedra y destrozar los bajos. Emoción a tope. |
Ahora hace mucho calor, siento mucho calor. La marcha es rápida, todo es plano. Algunas dunas, algún árbol aislado y el horizonte ilimitado. Paramos a comer algo (bocatas de atún y sardinas nada menos) y a descansar un poco. Son las dos de la tarde.
Un descanso en medio del desierto. |
Hay que continuar. La mente comienza a estar torpe, se nota en los reflejos. Ya no reacciono tan rápidamente ante los imprevistos. No seguimos ningún camino o pista sino que vamos como por enmedio de unos montes bajos, buscando la ruta más apropiada. Guiados sabiamente por Soufi, suelo despejado y duro. De repente veo ante mí una gran piedra semienterrada, no me da tiempo a esquivarla, freno instintivamente y quedo atrapado en la arena. José y Soufi están lejos, al verme vuelven a ayudarme. Continuamos por este camino tortuoso y a la vez emocionante. Se abre frente a nosotros un mar de arena blanda que hay que atravesar a buen ritmo. La arena tiende a atraparnos. De cuando en cuando hay que refugiarse en pequeñas islas de vegetación seca para evitar el abrazo de la arena, más emocionante todavía. Ahora recuerdo una pista anchísima, con un firme que pudiera ser el de una carretera, pero de más de 20 kilómetros de ancho. Aceleramos, la velocidad de crucero en este tramo es de 80 a 100 km/h. Así estamos durante más de dos horas.
En este trayecto tenemos oportunidad de comprobar hasta qué punto Soufi conoce este desierto en donde nació. Lo conoce como la palma de su mano. Literal, como la palma de su mano. En un momento de la travesía circulamos en línea recta a unos 90 km/h hacia el sur, hacia un punto fijado en el infinito. Sigo el coche de José, que va con Soufi. De pronto giran hacia la derecha, 45º hacia el oeste. A unos 600 metros se detiene el coche. Soufi desciende rápido y se dirige a un matorral del que extrae algo. Bajo de mi coche extrañado y pregunto. Soufi me responde riendo que es una manivela que dejó allí en un viaje anterior.
El recuerdo es ahora del momento en que divisamos nuestro destino. Hemos detenido el coche para comentarlo, un conjunto de chozas. Es Arkeiss, en el cabo Tafarit, donde veranea la familia de Soufi, que nos recibe cordialmente. Su mujer Fatime y sus hijos Ahmed, Taky, Lebatte y Baba. Es un pequeñísimo poblado improvisado que sirve de lugar de reposo gentes de Nouadhibou y Nouakchott. Privilegiados ellos que disfrutan de este paraiso.
Estacionamos los coches junto a la jaima de
Soufi. |
Son casi las ocho de la tarde, pronto anochecerá. José y yo decimos darnos un baño en el Atlántico, y tenemos que recorrer quinientos metros hasta llegar al agua atravesando pequeñas dunas. La visión del mar y de la playa es inolvidable. Una extensa ensenada en la que el ir y venir de miles de animalillos delatan la virginidad de aquella playa paradisíaca de fina arena. Al volver, la mujer de Soufi nos sorprende con una cena espléndida. Atún recien pescado a la brasa: Un manjar de dioses. Los dioses, José y yo.
|
En Arkeiss la mujer de Soufi cocinó un excelente atún a la brasa recién pescado, que compartimos con tres de los hijos del matrimonio. |
|
Luego nos preparó un té. |
Tras la cena, algunos hombres comienzan a acudir a la jaima. Saludan a Soufi, se sientan y se incorporan a la tertulia. Hablan en mauritano, se cuentan novedades desde la última vez que se vieron. Soufi está en el centro, parece un patriarca. Actúa como maestro de ceremonias. Conduce la tertulia, se le ve con la autoridad del jefe de la tribu.
Si por mi voluntad hubiera sido, esta noche no hubiera dormido para poder atrapar de por vida cada uno de los segundos, de las sensaciones que me inundaban. A causa del cansancio, debí de permanecer con los ojos abiertos tan sólo algunos instantes. Viendo al trasluz la luna llena, escuchando el susurro entrañable de la conversación entre una madre y un hijo a la luz de la luna enmedio de aquel desierto.
Viernes 10 de julio, me levanto temprano. He pasado una noche extraña, a causa quizás de la luna llena o de los vasitos de té que tomamos anoche a última hora, que fueron varios, o del hecho de dormir en una jaima en pleno desierto. No sé, lo cierto es que ha sido algo muy especial. Me acosté con la idea de darme un baño en la playa al levantarme y así lo hago. Me afeito en el agua. Qué gozada, qué libertad. Observo salir el sol y cómo asciende poco a poco en un cielo muy azul. Esto multiplica la belleza del momento.
|
La playa del cabo Tafarit al amanecer. |
Cuando llego a la jaima, José está arreglando un pinchazo inesperado. Le ayudo y después recojo todos mis enseres. Tomamos un té y nos vamos despidiendo de la familia de Soufi, agradeciéndoles todas sus atenciones y las vivencias que nos han deparado las intensas horas que hemos estado junto a ellos.
Después de hacer algunas fotos para recordar aquel encuentro, hemos salido de Tafarit hacia las 8:30. Hemos enfilado hacia la inmensa pista que dejamos ayer por la tarde, tan amplia que parece que no tuviera fin. Ilimitada llanura surcada por rodadas que marcan la dirección correcta, el rumbo a seguir. De nuevo frente al desierto, yo y el coche, que devora la distancia como una boa a su presa. El coche parece que va bien, al menos de momento no he escuchado ningún ruido extraño.
|
José Muñoz conduce el Peugeot 505 guiado por Soufi, que viaja en el asiento del copiloto. |
Después de un par de horas rodando a buen ritmo, la pista se va cerrando hasta confluir en lo que podría ser un camino que a veces hay que abandonar para bordear obstáculos o dunas. Paramos para descansar un poco y para quitar aire a los neumáticos, ya que nos adentramos en una zona de dunas que hay que atravesar por su mismísimo corazón. Emocionante, pues son 5 o 6 grandes cerros de arena y debemos dar caña al coche para que la arena no nos atrape. No se puede parar, y si por alguna razón hay que detenerse, debemos buscar espacios alrededor de arbustos, donde la arena está dura. Será una galopada, dando tumbos en busca de arena dura, es un auténtico rodeo.
Voy tras José, que lleva a Soufi. La conducción es emocionante. Debo ir tras ellos, pero sin pisar sus rodadas. A veces las piso, zigzagueo, casi me veo retenido. Pero siempre consigo recuperar potencia, pisando el acelerador con mesura para que el motor no se caliente. Hemos pasado la primera de las dunas. Vamos a por la segunda, tras una breve pausa en la que hemos comentado la travesía de la montaña de arena, todo va bien. Aprovechamos para rellenar los depósitos con gasolina que llevábamos en bidones. Hay que llevar el coche alegre pero evitando que se caliente, cuestión difícil. Los coches se deslizan y trazan líneas como si fueran lápices a lo largo y ancho de un pliego de papel, describiendo amplias curvas, dando giros inesperados. De pronto, al remontar la duna veo que José ha quedado atascado. Soufi corre hacia mí haciendo señas, se desplaza lateralmente, corriendo después hacia unos arbustos para indicarme que detenga el coche donde la arena está dura. La operación ha valido la pena. Sólo hay que desatascar un coche en lugar de dos. Enseguida estamos en ruta otra vez.
Hemos desinflado un poco más los neumáticos. Ahora el que caigo soy yo. Al notar el motor caliente, intento aliviarlo un poco desacelerando, pero falla la carburación. Intento reducir de tercera a segunda. El motor falla en el cambio, no pasa gasolina. Pierdo gas por momentos y meto punto muerto. Desesperadamente apago y vuelvo a encender el motor, pero no responde. Meto segunda para aprovechar la escasa inercia que me queda. Nada, el coche queda parado. Y casualidades de la vida, a José le ha ocurrido exactamente igual. Voy a parar a escasos metros de él. Así es este viaje, esta emoción es su grandiosidad. Deducimos que los motores se han parado por la mala calidad del combustible mauritano.
Después de las grandes dunas, vienen otra vez extensas llanuras en las que podrías echar una cabezadita si el coche dispusiera de mecanismos automáticos de navegación. Comenzamos a ver a nuestra derecha, en las marismas, grandes colonias de flamencos. Un zorro cruza delante de mi coche, y me paro a fotografiarlo. El animal me observa con curiosidad. El desierto se ha convertido en una inmensa playa, ilimitada a mis ojos, por la que circulamos rápido. Ante estas maravillas no he podido reprimir las ganas de gritar. Desembocamos en una pista que se convierte en camino.
Llegamos a Nouamghar, aquí acaba el parque nacional Banc d'Arguin. Nos hacen pagar un peaje especial por transitar por el Parque. Estamos a 174 km. de Nouakchott. A partir de ahora habrá que transistar por la playa, pero una vez que baje la marea, y para eso hay que esperar dos o tres horas. Son las 12 del mediodía, aprovechamos para comer algo y para darnos un baño.
A las dos y media ya podremos transitar. A las dos y veinticinco observamos que dos vehículos se deslizan velozmente por la playa, lo que nos indica que ha llegado el momento de salir. Lo que hacemos de inmediato, puesto que estábamos preparados e impacientes. José me ha advertido que esta playa no va a ser como la de antes, que es estrecha y que hay que llevar mucho cuidado con las olas que rompen a nuestra derecha y con la arena blanda a la izquierda. Hay que ir por la zona de la playa donde la arena está dura, pero cuando no haya agua, una vez que la ola se haya retirado, pues el agua salpicaría y aparte de cegarte, podría mojar el delco y parar el motor.
El momento de entrar a la playa es delicado pues hay que saltar y pasar por un arenal a todo gas para acceder a la zona cercana al agua. Observo por el retrovisor los coches que vienen detrás, se circula a buena velocidad, 80 o 90 km/h. A lo lejos veo más coches a la misma velocidad. Resultaría difícil y complicado detenerse. Conducción emocionante, atacando las olas cuando se baten en retirada, ni antes ni después, una tras otra en innumerables ocasiones. A veces es difícil, pues coinciden la retirada de unas y el avance de otras. El impacto es inevitable y realmente peligroso, pues los cristales se llenan de agua marina y no se ve ni un pimiento. Además temo que pueda perder el control, y la posibilidad de mojar el delco me inquieta.
Como siempre, José va delante y lo sigo a distancia. No puedo descuidarme pues va deprisa. Las sensaciones son muy intensas, son sensaciones desconocidas hasta ahora. Es como si navegara con un coche, algo increible. Observo el mar poblado de gaviotas dejándose llevar por el empuje de las olas, las olas intentando abrazarme, a mi izquierda, arena, pueblos de pescadores, rocas esporádicas, pescadores cada vez más frecuentes. Hay que extremar las precauciones. De vez en cuando me atrapa la cresta de alguna ola y el agua me ciega. Los coches que vienen detrás me empujan. Tengo concentrados todos mis sentidos en aquella larguísima playa. La distancia con José ha aumentado, intento acelerar. La playa se va ensanchando paulatinamente, pero la franja por donde atravesarla permanece igual. Nos detenemos a hacer algunas fotos.
|
Una parada para descansar menos tiempo del que nos habría gustado. Hay que llegar a Nouakchott antes de que la marea suba. |
Llevamos cerca de una hora en esta ruta y nos queda aproximadamente lo mismo hasta llegar a Nouakchott. A estas altura no podía imaginarme que nos quedaba lo mejor. Cada vez hay más vehículos y menos tiempo, pues si no llegamos a Nuatchot antes de que suba la marea, quedaremos atrapados, así que hay que seguir. Unos kilómetros más adelante sale a la ruta un Toyota pick up cargado hasta la bandera. El coche se interpone entre José y yo, va despacio. José comienza a alejarse. Tendría que adelantarlo, pero es difícil. Lo intento pero no encuentro hueco entre el agua y la arena blanda. El todoterreno no facilita la operación. Vuelvo a intentarlo en un momento que considero propicio pues la playa presenta más superficie mojada. Voy paralelo al Toyota pero me cuesta adelantarle porque piso arena blanda. De pronto el otro pick up intenta evitar la cresta de una ola y viene hacia mí. Intento evitarlo abriéndome un poco, lo tengo difícil. Casi lo he adelantado. De pronto no sé qué pasa, la arena es blanda, me voy hacia la izquierda, el coche me hace un extraño, noto como si me empujaran bruscamente. El coche gira, hace un trompo y quedo mirando hacia atrás clavado hasta los ejes en un mundo de arena. El Toyota ni se detiene.
|
Un pequeño contratiempo que se soluciona empujando marcha atrás. No pasa nada. |
Al rato vuelven José y Soufi que me ayudan a sacar el coche de aquel arenal, no sin antes escrutar jocosamente las consecuencias del trompo intercambiando miradas poco sutiles, muestra del más descarado de los cachondeos que en esta vida pueda ejercerse hacia una persona. La verdad es que en aquel momento me hubiera gustado ser engullido por toda aquella arena para evitarme las explicaciones que tuve que dar. El incidente debió ser presagio del fin de la aventura pues, a partir de ese momento, y según nos íbamos acercando a Nouakchott, eran más frecuentes los bañistas al borde de la ruta, separados por una línea imaginaria trazada por el más humano de los instintos, que observaban curiosos el rápido discurrir de los vehículos. Esto incrementaba el riesgo de esta travesía increible.
Nouakchott ya está cerca, cada vez se ve más gente. Jamás me hubiera imaginado cómo sería el final de aquella ruta, allí sí que había bañistas. Pandillas jugando al fútbol o retozando en la arena, gente cruzando a zambullirse en las olas, disfrutando de un festivo día de playa. José se detiene y yo hago lo mismo a unos cuantos metros de él. Soufi me indica que hemos llegado al final y que hay que estudiar por dónde salir. Empresa nada sencilla puesto que, además de los innumerables bañistas por todos lados, había a nuestra izquierda una gran extensión de arena blanda y profunda antes de la carretera a la que debíamos acceder. Era una operación complicada pues había que salir con fuerza, fuerza que podía convertir el coche en algo incontrolable y peligroso, podíamos atropellar a alguien. Estudiamos varias posibilidades, avanzamos un poco, preguntamos, visualizamos una línea recta imaginaria hasta una casas.
Un 4x4 nos trazó no sin dificultades el camino a seguir y José se lanzó tras él sin pensarlo dos veces. Yo me dispuse a lo mismo pero preferí esperar a que finalizara. Lo perdí de vista, seguí esperando hasta que de pronto observé a Soufi que venía hacia mí haciéndome señas. Que parara, me decía. Que no saliera. Al llegar me explicó que José se había metido en el arenal. Estaba atascado, muy atascado. Era mejor buscar otra salida.
Avancé un poco más con el coche hasta que elegimos otra ruta. La arena parecía más dura, pero había más gente en los alrededores. Avisamos a todos, con señas indicamos nuestras intenciones. Parecía que todos estaban avisados, me aseguré una vez más... acelero en punto muerto, varias veces, hago sonar la bocina, estoy listo para salir, pero tengo miedo de que se produzca un accidente, de que alguien distraidamente se cruce en mi camino. Pienso especialmente en los niños, tengo miedo. Acelero, vuelvo a hacer sonar la bocina. Meto primera, suelto embrague y acelero paulatinamente. El primer tramo está duro, el coche coge velocidad. Llego a la arena blanda a todo gas. Todo parece controlado, creo que lo peor ha pasado. Ahora hay menos gente. El coche zigzaguea como navegando por un lago. El reconocimiento de este tipo de situaciones me permite disfrutar del zigzagueo con el que el coche premia mi pericia, a todo gas, atravesando un mar de arena. Me encuentro muy a gusto y la verdad es que daría la vuelta para disfrutar de nuevo de estas sensaciones. Aguanto la tentación y deposito el coche suavemente sobre el asfalto.
Ahora había que ir a por el de José que parecía estar semienterrado en la arena. Había un grupo de chicos cerca jugando al fútbol y les pedimos ayuda. Con ellos el coche salió sin muchos problemas. Y como todo lo bueno se acaba, llegó el momento de despedirnos de Soufi, que quería regresar esa misma tarde a Nouadibou para esperar en la frontera a nuevos clientes. Me hubiera gustado que siguiera con nosotros, que continuara la travesía con nosotros, que volviera con nosotros, pero la vida siempre nos depara despedidas y separaciones.
Todas las despedidas son tristes, aunque con los años uno aprende a asumirlas. Soufi había sido un buen compañero de viaje, un buen guía, una mejor persona, la despedida la disfrazamos de promesa, promesa de volver a vernos, de estar en contacto siempre... Antes de despedirnos, le dedico unas frases que me solicita para su dossier de servicios prestados:
"Para Soufi (y para quien lo leyera):
Hemos atravesado el desierto de Mauritania con Soufi, y hemos podido apreciar la gran belleza de este trozo de nuestro planeta Tierra. El conocimiento que Soufi tiene de este territorio, que domina palmo a palmo (lo hemos podido comprobar), su previsión de los aconteceres más inesperados, su saber acerca de las dunas, sobre las que hemos navegado cual barco en mar abierta, y sobre todo su dimensión humana, han hecho que lo que en un primer momento era para nosotros un simple viaje-aventura se haya convertido en una experiencia vital inolvidable para los restos.
Nouakchott, julio 1998."
Soufi respondería nuestra atención meses después informándome sobre su familia y trasmitiéndome las últimas novedades del desierto para motivar un nuevo viaje:
"... el desierto está cubierto de verdor y el clima es extraordinario ahora en Mauritania y la pista está perfecta, con los rebaños de animales: camellos, corderos, cabras... si bien la nostalgia puede conmigo cada día y los recuerdos de nuestro viaje por el desierto permanecen intactos... y es que para mí, la vida con otras gentes es una gran experiencia de mestizaje que el desierto acentúa ... Tu amigo Soufi Mahmoud."
Después de tanta emoción fuimos a lavar los coches por dentro y por fuera. Esa noche dormimos en el Auberge de la Rose, no sin antes tomar un par de buenas y frescas cervezas que la estricta ley islámica nos había vedado desde hace días y cuyo sabor ya habíamos olvidado.
Sábado 11 de julio, nos hemos levantado temprano a pesar de lo cómodo que resultaba el albergue donde hemos pasado la noche. He tenido tiempo de meditar sobre los días transcurridos en el desierto. Han pasado rápidos, intensos, como si apenas hubiera habido tiempo para nada.
Salimos pronto del albergue con intención de dar una vuelta por un mercado del que nos han hablado antes de coger la carretera hacia Senegal. El coche me falla al arrancar y José tiene que tirar de mí. Limpiamos los filtros en una gasolinera. Visitamos el mercado y cambiamos dinero. Aprovecho para comprar una mosquitera que podría necesitar a partir de ahora.
Continuamos hacia el sur. El calor aumenta y el paisaje cambia. Transcurren varias horas hasta encontrarnos en Rosso, en la frontera entre Mauritania y Senegal. El río Senegal es la frontera natural entre estos dos paises y habrá que atravesarlo en barcaza. Al otro lado, comienza el África negra. Llegamos a la terminal del trasbordador a las 14 horas y tendremos que esperar una hora y media hasta que salga el siguiente barco. Los policías mauritanos de la aduana se muestran antipáticos como anuncio de lo que vendrá después. Los trámites para embarcar los coches son lentos y no han empezado hasta media hora antes de la salida. Comienzan a cargar coches y personas en el transbordador mientras nuestros trámites se demoran, son ya las 15:15 y no hemos terminado.
El jefe de la aduana que debe estampar su sello en el pasporte de José ha desaparecido. Hace un rato ha discutido con José, pues quería comprarle los coches por un precio ridículo. Nos tememos que querrá fastidiarnos. Nos indican que podemos cargar los coches y así lo hacemos. Faltan apenas 3 minutos para salir. Volvemos a recoger el pasaporte de José, los aduaneros lo tienen retenido con la excusa de que debe visarlo el jefe, pero no está. Hay que esperarlo y no llega.
El barco hace sonar su bocina, y me subo. José discute con los aduaneros. Parece una confabulación. Levantan la rampa de acceso al barco. Les grito que esperen. El barco zarpa, vuelvo a gritar. La separación es inevitable. El próximo ferry no saldrá hasta dentro de 3 horas. José se ha quedado en tierra discutiendo desesperadamente con los aduaneros. Me percato que Ibraim, un adolescente con el que hemos departido durante la espera, viene en el barco, me dice que José, si quiere, puede cruzar en una piragua. Eso me tranquiliza, pero por poco tiempo. Rápidamente vuelve el desasosiego porque me doy cuenta de que sólo llevo las llaves de mi coche. José se ha quedado con las llaves de su coche, que está cerrado en medio de la cubierta.
La travesía dura unos 10 minutos que se me pasan volando. Según maniobra el barco para atracar, comienzan las prisas. Todo el mundo con prisas, la gente que va a pie, quienes van en algún vehículo, la tripulación, todos comienzan a moverse histéricamente. El bullicio y la situación me paralizan, no sé qué coño hacer. De momento, bajar mi coche. La policía senegalesa me para y se queda con mi documentación, aparco el coche al lado de la aduana y me dirijo de nuevo al barco a dar explicaciones sobre el coche que no puedo bajar. Les explico lo que ha sucedido, les convenzo de que José llegará pronto en una barca, pero se va acercando la hora de salir y tienen que cargar de nuevo el barco, vienen a preguntarme que qué pasa con mi amigo, les digo que no sé nada nuevo.
El transbordador de Rosso. |
Aparece Ibraim diciéndome que José va a venir ya. Ibraim, escurridizo, ha hecho viaje de ida y vuelta en barca. El barco va cargando coches y gente, y sale a la hora en punto. Ahora temo que José se cruce en el camino. El barco llega a la otra orilla. Transcurre el tiempo con incertidumbre hasta que observo que José ha accedido al barco porque hace señales con las luces del coche. Ya solo me queda esperar. Mientras tanto juego con un grupo de niños a algo parecido a las damas, muy similar, aunque hay que desplazar las fichas con movimientos horizontales y verticales, lo demás tiene la misma lógica.
Por fin llega José, se le ve muy cabreado, su ánimo maltrecho. Ha sido un imprevisto desmoralizante, pues tú puedes luchar contra los elementos, los vences o te derrotan, vale, el ánimo está preparado para estas vicisitudes. Pero cuando está por medio la perversidad de las personas, resulta frustrante. Aunque salgas airoso de la refriega, por lo menos para mí. Hemos perdido cerca de cuatro horas, y todavía quedan los trámites de entrada en Senegal, que cómo no, son también densos y pesados. Además nos quieren engañar con los seguros de los coches y con la documentación de la aduana, aduciendo que debemos pasar forzosamente por Dakar para tramitarlos.
José discute acaloradamente con un hombre gordo que pretende liarnos y salda la discusión gritándole que o le hace el seguro como él le está pidiendo o que no lo hace. El gordo se indigna, pero acepta, y la indignación de José crece todavía más con este nuevo episodio. Paga los platos rotos un guía que me ha ayudado a tramitar la documentación al que José niega su propina. Esto crea una tensa situación en la que terminamos por perder el control. Discutimos aireadamente con el guía. La gente se acerca a nosotros soliviantada, y no estoy muy seguro de qué puede pasar. José dice que arranquemos el coche y que nos vayamos de allí. Yo pienso que es mejor solucionar el problema del guía. Los gritos aumentan, por fin el guía rompe la tensión exigiendo que nos vayamos, amenazándonos con no dejarnos pasar la próxima vez.
Qué rápidamente los aconteceres se tornan contrarios y ensombrecen la visión de nuestra vida. Aunque creamos dominar las situaciones, estamos a merced de todo cuanto sucede a nuestro alrededor. Dependemos de las cosas que nos rodean, de nuestros congéneres, de las circunstancias que cuando se tuercen, sin quererlo nosotros, transforman nuestra visión del mundo, nos traen las sombras donde antes veíamos sólo luz, y hacen que cunda el desánimo sin saber por qué razones. Parece en esos momentos que algo se ha confabulado contra nosotros para que todo sea contrariedad.
|
Una vez en Senegal y de camino hacia Richard Toll, la refrescante visión de dos hermosas muchachas junto a un canal nos hizo olvidar el mal trago de la frontera. |
Los ánimos se han dejado afectar por todos estos sucesos, es el primer contratiempo que nos acontece en el viaje. Estábamos mal acostumbrados, y esta noche hemos hablado poco, dejándonos llevar todavía por el amargor y el cabreo de la tarde. Pero es verdad que el tiempo todo lo cura.
Ya es tarde y hemos perdido mucho tiempo, pero queremos avanzar todo lo posible. Viajaremos hasta que los cuerpos aguanten. Son las 19:30 y pronto anochecerá, de modo que parte del viaje habrá que hacerlo de noche, por una carretera infernal llena de baches, deslumbrados por las luces descontroladas de los muchos vehículos con los que nos cruzamos, luchando contra el cansancio y el sueño, con un único elemento a nuestro favor: la recortada luna hacía que la noche no fuera una oscuridad absoluta.
No puedo decir cómo era aquel paisaje de Senegal, aunque como contraste con lo visto hasta ahora, la luna permitía vislumbrar la incipiente vegetación cada vez más abundante. Recuerdo la lucha contra la noche, contra la fatiga, los ojos puestos fijamente en la estrecha carretera para evitar los hoyos que la rompían. De vez en cuando me hundía en alguno y el ruido del amortiguador se me clavaba en la médula como una daga. El tiempo no tenía límites en aquella situación interminable y espesa, pero había que seguir mientras pudiéramos. A las 12:30 de la noche, cerca de Matam, decidimos que ya no podíamos más.
Dejamos la carretera para seguir por una especie de pista que surgía a nuestra derecha y nos adentramos un kilómetro aproximadamente. En un rellano sin vegetación, al lado de unos árboles, montamos nuestro campamento y pronto estábamos roncando (creo). Dormir a "la belle ètoile" en estas circunstancias es lo más maravilloso que puede pasar, el cansancio se mezcla con la sensación que produce observar esa infinidad de estrellas que hay en el firmamento en una noche de verano y surge ese sentir extraordinario mezcla de nostalgia y melancolía que te pone los pelos de punta y la carne de gallina. En esas circunstancias puedes pensar en el sueño más irrealizable, en tu mayor ilusión, en el mayor de tus deseos. Puedes modelarlo a tu gusto, ese deseo se verá cumplido algún día.
Domingo 12 de julio, me he despertado a las cinco y media. No había amanecido todavía, y he dado un corto paseo para reconocer los alrededores con las primeras luces. Cuando vuelvo José ya se está preparando el desayuno. Recogemos el campamento. Consultamos el mapa de carreteras y a las 7 nos ponemos en ruta.
Me percato de que llevo poca gasolina, así deduzco que anoche nos engañaron, pues llenamos el depósito una hora antes de parar. El problema no es pequeño pues no sabemos a qué distancia estará la próxima gasolinera, y en los bidones llevamos una reserva escasa. Una hora después, con el depósito ya bajo mínimos, encontramos una gasolinera, pero no funciona porque no hay luz. El viejo empleado de la gasolinera intenta extraer combustible con una bomba manual, pero sólo sale aire. Después de 30 minutos de agotador esfuerzo, tan solo había sacado 5 litros, a los que añado otros tantos del bidón que llevo de reserva. Habría que escribir una carta a la multinacional Shell para protestar por el acontecimiento. Lo pienso no tanto por nuestro problema, como por el esfuerzo sublime que el hombre ha tenido que hacer, por las condiciones de trabajo en que los tienen.
Continuamos y pronto encontramos otra estación en la que llenamos los depósitos para nuestra tranquilidad. Continuamos sin descanso. De pronto la carretera se transforma. El firme, si así puede llamársele, esta lleno de baches. Parece que lo hubiera bombardeado la aviación enemiga. La conducción se hace tensa, cada golpe que suena en el coche es como si me lo dieran a mí. A una velocidad considerable, hay que ir esquivando agujeros o decidiendo saltar a la pista que discurre paralela a la carretera, no sé que es peor. Aunque ya no temo tanto por la posibilidad de romper, quizás ya he asumido el ruido y que los amortiguadores aguantarán, pero no quiero que se deterioren más. Tras casi 3 horas interminables, por fin llegamos a una amplia pista de tierra roja donde la conducción se hace mucho más amable a pesar del polvo, un polvo que me ciega si voy cerca de José.
|
Impresionante pista para rodar a gusto. |
Tan a gusto deberíamos encontrarnos que nos equivocamos de camino tras un cruce en el que debíamos haber girado a la derecha. Corregimos. Están haciendo una nueva carretera, circulamos paralelos a ella. A veces entramos en tramos ya abiertos, es una gozada. Las condiciones han cambiado como de la noche al día.
|
Un poblado Saracollé de camino a Malí. |
Por fin llegamos a Kidira, en la frontera con Mali. Aquí debemos separarnos. No había dicho hasta ahora que no íbamos a terminar juntos el viaje, pues yo disponía tan solo de 15 días de vacaciones y había previsto mi regreso desde Dakar. José continuará hacia Bamako. Primero cruzará con uno de los coches hasta Kayes, después volverá a por el otro. En esta ciudad los embarcará en un tren. Yo llevaba un billete de avión Dakar-Madrid para el día 14 de julio, con salida a las 10 horas. Por tanto había llegado el momento de separarnos. Momentos siempre tristes éstos de las despedidas.
Nos dirigimos a la estación ferroviaria y preguntamos por el tren a Dakar. La estación de Kidira se encuentra a medio camino de la línea que une las capitales de Mali y Senegal. Nos informan que el tren pasará mañana lunes, sin hora concreta, a partir de mediodía y que tarda en el trayecto hasta Dakar unas 24 horas. No me vale, pues en todo caso llegaría tarde a mi avión. José me sugiere que vayamos a Tambacoumba, a unos 180 km. hacia Dakar y que allí coja un taxi colectivo. No me seduce la idea de obligar a José a realizar 360 km. suplementarios, con el tiempo consiguiente, pero ante su insistencia me dejo convencer.
Dispuesto como andaba yo ya para despedidas en ese momento, no pude reprimir mis impulsos, y como me tenía que despedir de algo me despedí de mi coche, fiel compañero de viaje con el que había compartido la inmensidad del desierto y la de mis pensamientos. El trayecto extra lo haríamos en el coche de José. El paisaje ha cambiado radicalmente y no me había percatado de ello, ahora hay mucha vegetación, baobás, termiteras, pequeños poblados con casas fabricadas de palmeras y otras ramas que evocan en mí infantiles películas del hombre mono. El viaje se hace agradable e incluso nos permitimos algunas paradas para fotografiar espectaculares baobás, grandes termiteras y poblados.
Una parada para descansar a la sombra del baobab. |
Llegamos a Tamba a las cinco de la tarde más o menos. Es una ciudad bulliciosa con un colorido y unos olores característicos. Preguntamos por la estación de taxis. Al acercarnos observo que levantamos expectativas y un enjambre de taxistas se concentra a nuestro alrededor ofreciéndonos el mejor servicio africano de transporte terrestre. Finalmente me decanto por la oferta de un taxi colectivo que partirá cuando llene su cupo de 9 plazas. Lo elijo porque sin duda es el que primero saldrá ya que tiene cubiertos tres, y conmigo cuatro, de sus nueve asientos. Son las cinco y veinticinco cuando cierro el trato y abono los 1.000 francos cefas que me costará el viaje.
Ahora sí que viene la despedida de José. Realmente este viaje ha sido una experiencia extraordinaria y así se lo manifiesto, y le deseo suerte para el resto de su viaje. Deberíamos estar mejor preparados para afrontar estos momentos de despedidas, para que no socavaran las profundidades de nuestro ser y no quedáramos a merced de los temporales inmediatos.
Cuando se fue José, seguramente por eso mismo, descubrí que tenía mucha sed. No sé las pepsi-colas que me bebería aquella tarde, pero fueron muchas. La espera fue amena. El bullicio era incesante, había mucha gente. Hacía mucho calor. Mi taxi iba incorporando lentamente nuevos viajeros, aunque a las ocho de la tarde todavía éramos 6, tan solo restaban 3. Aquel bullicio cesó de pronto como si hubiera acaecido algún suceso extraordinario, o un milagro, y resultó ser lo primero pues era el día de la final del Mundial de Fútbol que disputaban Francia y Brasil. Aproveché para matar el rato viendo el partido pero la verdad es que en aquellas circunstancias no me apetecía mucho. El Campeonato, para júbilo de aquella población, lo ganó Francia. No sé ellos qué ganaban.
Por fin a eso de las 22:30 el taxi, un Peugeot 505 familiar, estaba completo y listo para partir. La calurosa noche fue interminable, apretujado contra aquellas nueve almas, en un duermevela constante hasta que un ruido infernal que hizo que el vehículo se detuviera nos despertó a todos. Después de unos minutos de revisión del motor, el taxista concluye que el problema proviene de la batería que hace masa con el motor, lo arregla como puede y continuamos hasta que de nuevo se repite el problema y vuelta a lo mismo, así hasta diez o doce veces, en fin una noche de perros.
Pero la situación más tensa viene cuando en un control policial, a eso de las 4 de la mañana, descubrimos que el taxista no lleva papeles del coche y que no nos quieren dejar continuar, e incluso pretenden retenerlo. La intervención de uno de los viajeros, quizás un funcionario público, nos permite seguir el accidentado viaje y llegamos a Dakar a eso de las 6 de la mañana del lunes, 13 de julio.
Está amaneciendo en Dakar. Recorro el centro buscando una cafetería donde refugiarme y organizar el día que voy a permanecer en esta capital. Pido un reconstituyente desayuno mientras me proveo de folletos e información, y de una especie de guía del ocio obtengo los datos que buscaba: hoteles, sitios de copas, monumentos a visitar, teléfonos de la embajada española y de la compañía Iberia. Uno de los compañeros de travesía durante el recorrido en convoy entre Marruecos y Mauritania, un francés extraño que viajaba con su pareja camino de Costa de Marfil, me recomendó el hotel Ngor, un hotel ubicado en las afueras de Dakar, frecuentado por los participantes del Rally París-Dakar. Me habló de una playa y de un pueblecito de pescadores y me comentó que estaba cerca del aeropuerto, así que me decidí por este hotel.
Ya instalado en el Hotel Ngor, y después de un prolongado baño con el que intenté compensar los déficits higiénicos de días anteriores, dediqué la mañana a estar en la playa, una hermosa playa que forma una ensenada delimitada por dos salientes hacia el océano con una pequeña islita en el centro a la que van y vienen constantemente pequeñas embarcaciones de recreo.
Después del almuerzo y de una reparadora siesta, un paseo por los alrededores en busca de un teléfono público. Durante el paseo decidiría a qué dedicar la tarde. Lo más probable es que fuera al centro de Dakar y al puerto, donde podría comprar algunos regalitos y recuerdos. El paseo me aproximó a las casitas bajas de pescadores que había visto desde la playa. Decido entrar en este núcleo a recorrer las calles y se cruza en mi camino, como por casualidad, un joven que dice ser pescador y como el que no quiere la cosa se constituye en guía para enseñarme el pueblo y esto es lo que después dice ser, guía turístico, que me reclama finalmente sus emolumentos por la tarea desarrollada, e incluso me invita amablemente a pagar unas cervezas que tomamos una vez realizada la visita.
La verdad es que el paseo fue entretenido e incluso divertido, con todos estos acontecimientos que me impidieron ir al centro de Dakar pues ya se hizo tarde, me encontraba cansado y al día siguiente tenía que madrugar para estar pronto en el aeropuerto en previsión de cualquier trámite que debiera hacer.
Cuando ya en el avión me apoltroné en mi asiento, recuerdo que saqué el bloc de notas dispuesto a rematarlo con algo brillante, pero tan solo alcancé a escribir: "esto se acaba y no hay quien lo pare, estoy en el avión que me trasladará a Madrid, día 14 de julio de 1998, 10 horas de Dakar (en Madrid son las 12), llegaré a Madrid vía Las Palmas a las 17 horas... "Inch'Allah".
MADRID, ALGUNOS DÍAS DESPUÉS
Despierto de un largo y profundo sueño, los recuerdos de vivencias extraordinarias se amontonan, estoy confuso, pareciera que el sueño ha sido una vivencia real y que las experiencias que contiene fueran ensoñaciones que han tenido lugar dentro de mí a lo largo de esta noche. Todo comenzó un jueves cualquiera de un mes de julio a las 11 de la mañana. O quizás no comenzó nunca porque nada sucedió en realidad sino que estos recuerdos pertenecen tan solo al universo de mis sueños. La fantasía cobra visos de realidad cuando recreo todas las caras, los nombres, los lugares, las personas, las situaciones, van y vienen fugazmente. Busco mayor nitidez en cada detalle, en cada imagen y me veo rememorando en una playa de Dakar, tranquila y solitaria, los pormenores todavía recientes de un viaje extraordinario durante el que he recorrido la ilimitada pradera interior de mis recuerdos, de mis frustraciones, de mis cambios de rumbo, de mis anhelos, de mi felicidad. Me veo sentado en la arena frente a una inmensa ensenada cuyas aguas reflejan, grises, la momentánea victoria de las nubes sobre el sol en su pugna desigual por ganar el cielo. Repaso en mi bloc de notas de viaje todos los detalles que he ido acumulando día tras día, descifro la letra abigarrada de algunas de sus páginas, y reconozco la realidad de los comentarios descriptivos de mis sueños y de mis vivencias.
La primera página del cuaderno, prevista inicialmente como cortesía seudoeditorial para con mis futuros no sé si ensueños o recuerdos, contiene improvisadas y desordenadas anotaciones realizadas a lo largo del viaje con el fin de tener fácilmente accesibles nombres, teléfonos o tareas por realizar, matrículas de coches que había que dar perentoria y esporádicamente a requerimiento de gendarmes y aduaneros, algunas palabras en árabe, irreconocibles, que sirvieron en algún momento determinado para dejar constancia de mi incuestionable disposición a aprender de todo aquello que viera y el nombre de algún nostálgico saharaui que todavía recuerda la época colonial española. En la segunda página leo lo que sin duda escribí antes de comenzar este viaje imaginario: "Julio 98, destino Marruecos, Mauritania, Senegal", como título de una historia hueca en aquel momento, que me aprestaba a rellenar. A partir de ahí, día por día he ido anotando con el fin de no olvidarlos los detalles más significativos de cada jornada pasada.
Ojeo el cuaderno y me detengo en una página en la que en algún momento del viaje, no sé exactamente en cuál, he escrito un hipotético arranque de la narración de la experiencia que estaba viviendo: "La vida es un sueño que puede quedar en hastío si caemos en la trampa de las comodidades y la seguridad. La vida debe ser un sueño de verano que se contraponga al inevitable sedentarismo que exigen los compromisos adquiridos día tras día. El sueño de la vida puede quedar en una rutinaria sucesión de días, monótonos y grises, si no hacemos algo para evitarlo"
Y llego a la última página donde he ido escribiendo día tras día el itinerario realizado: día 2, jueves: Madrid-Ceuta. Día 3, viernes: Ceuta-Marrakech. Día 4, sábado: Marrakech-Tan Tan. Día 5, domingo: Tan Tan-Dakhla. Día 6, lunes: Dakhla. Día 7, San Fermín: Dakhla-Guerguerat. Día 8, miércoles: Guerguerat-Nouadhibou. Día 9, jueves: Nouadhibou-Cabo Tafarit. Día 10, viernes: Cabo Tafarit-Nouakchott. Día 11, sábado: Nouakchott-Matam. Día 12, domingo: Matam-Tambacumba-Dakar. Día 13, lunes: Dakar. Día 14, martes: Dakar-Madrid.
El recuerdo de una vida o de muchas puede resultar también así de sumario. La vida es como un viaje. Y como un sueño. A veces no recordamos lo que hemos vivido o no reconocemos como vividos pasajes que nos parecieron fueron soñados. La longitud y densidad del sueño me parece que no se corresponden con la reducida dimensión del esquema depositado en esta última página. Quizás la vida sea también así de paradójica y nos depare para su postrero día una sencilla síntesis que recogerá únicamente los datos más señalados de nuestra existencia, pero sin ningún contenido que exprese en la justa medida su significado.
Me alegré en aquel momento de haber tenido la santa paciencia, a veces incluso sin luz y sin ganas, de ir anotando los detalles más llamativos de cada jornada, los lugares visitados, las sensaciones interiores, los contactos personales. Aunque a continuación pensé que lo importante en realidad no había sido escribir esos recuerdos, sino haber tenido las vivencias que representaban, y haberlas sentido profundamente.
La vida es algo así, lo importante es vivirla, sin importar tanto que no queden para la posteridad fotografías iluminadas con sonrisas forzadas, remedos estériles de una felicidad incierta. En un pasaje del sueño, o de mis recuerdos, siento interiormente de forma pujante la impresión que me ha causado el desierto, que quizás he sentido alguna otra vez, y que hace que piense de una manera especial en el valor que damos a las cosas, a los objetos materiales, a las prioridades que establecemos para todo aquello que sucede a nuestro alrededor. Es una extraña sensación que me cuesta expresar y que puesto que puede haber sido soñada, no sé siquiera si es definible coherentemente, o que si en efecto ha sido real, pudiera tratarse de pura euforia superficial, consecuencia de unos días pasados agradablemente, o muy posiblemente sea el resultado de las condiciones en que se desarrolla todo en este desierto en el que te encuentras sólo, con lo más perentorio frente a la naturaleza desnuda.
Si tuviera la certeza de esta diferenciación, si supiera que todo esto no es fruto de un espejismo, ni una impresión perversa provocada por esta vivencia extraordinaria, mañana mismo envolvería mis bártulos y me trasladaría adonde la amplitud ilimitada del horizonte no asfixia, donde todo lo que no es necesario sobra, donde lo que cuenta es el amueblamiento interior, los interiores y no la fachada, donde el orden y prioridad de nuestros actos está regido más por la cadencia de las horas y de las leyes de la naturaleza que por el uso absurdo y monótono del tiempo como algo que manejamos mecánicamente a lo largo de nuestros días, donde el amor puede expresarse con la mirada y con la presencia, donde los otros forman parte solidaria de cada vida como piezas de un puzle.
No sé, si estuviera seguro quizás cambiaría la reducida cuadratura de los metros de cualquiera de los espacios en que habitualmente me desenvuelvo por esta extensión inevaluable y abierta donde no puede sobrar nadie. Eres tan poca cosa en el desierto, ocupas tan poco en la inmensidad de este espacio, que llegas a darte cuenta de que puedes ser dueño de tu destino, de que eres tú quien puedes escribir tus días. Estoy seguro de que si fuéramos capaces de visualizar esta inmensidad, esta superficie ilimitada que llevamos dentro, tendríamos en nuestras manos las coordenadas adecuadas para conducirnos libremente a lo largo y ancho de nuestra vida y para disfrutar del horizonte, del anochecer o del alba, de la amistad, del amor.
De repente siento extrañeza de aquellos trazos. Quizás ahora estoy más despierto, y despierta mi curiosidad por aquella breve historia en uno de los días que la conforman. Busco las primeras páginas escritas en las que alguien, seguramente yo mismo, pero no estoy seguro, ha escrito las motivaciones de este viaje.
En realidad somos nómadas, hombres azules del desierto atormentados por un sedentarismo que nos corroe paulatinamente, pero por dentro. Exteriormente todo parece en orden, y vivimos acuciados por necesidades artificiales, fútiles en el desierto, que hipotecan nuestra existencia y nuestro pensamiento, y también nuestra capacidad de querer. En el desierto se puede querer hasta la extenuación, hasta la inmensidad. Aquí esta capacidad se atrofia, se aniquila a codazos con nuestros congéneres en la recta final ilimitada de cada uno de los días durante el sprint permanente con el que debemos poner a prueba nuestra falsa disposición de modélicos y solidarios ciudadanos.
El desierto es un mirador privilegiado del útero materno perpetuo y artificial que nos hemos dado, de la incubadora en que nos depositan de por vida, de la burbuja de aire acondicionado en la que nos asfixiamos progresivamente; y nos vemos dentro, ocupados, ricos, sólidamente instalados, bien vestidos, pulcros, activos, competentes, pero a la postre infelices.
Necesitamos, por tanto, viajar, montar ilusiones que nos distraigan... emular la ancestral disponibilidad a la ruta, ejercitarnos en el arte de la transhumancia. Y a estos propósitos debió responder mi capacidad de soñar.
Tengo un amigo, José, que hace viajes y un día me habló del desierto en Mauritania, me lo describió de tal manera que le dije que la próxima vez me avisara, que quería ir con él.
Aquí termina el relato de José Muñoz. Después de dejarle en Tambacounda, regresé a Kidira. Busqué un conductor local y llevé los dos coches hasta Kayes, en Malí.
|
En Kayes conocí a una simpática pareja de franceses que viajaba en un Peugeot 504 familiar. Contratamos una plataforma para llevar los vehículos en tren hasta Bamako, donde los vendí. |
Regresé a España en avión, y después de dar un gran abrazo a mi cuñado José Muñoz, comencé a preparar el siguiente viaje transahariano, que tendría lugar en enero de 1999.