VIAJE TRANSAHARIANO AGOSTO 2008

La Cisterna de El Jadida tiene una magia especial. Cada vez que veo esta foto con sus columnas, bóvedas y rayos de sol reflejados en el agua, tengo ganas de regresar. A veces lo consigo desde mi casa concentrándome como Darrell Standing, el personaje creado por Jack London en "El vagabundo de las estrellas". La imagen del niño con su madre me hace pensar en la cantidad de cosas que tenemos en común los seres humanos.

En el exterior, algunos jóvenes se tiraban al agua desde lo alto de las murallas desafiando alegremente la tetraplejia, ya que cubría bastante poco. Me recordaron a mi mismo hace años bajando puertos en bicicletas con frenos de dudosa utilidad, o tirándome en goitibera por pendientes llenas de curvas en plena noche.

Por alguna extraña asociación de ideas, en ese momento resonó en mi memoria la canción de Barón Rojo "Satánico plan", cuya letra dice algo así como "Yo no sé pronunciar un discurso, ni tampoco ser persona formal. Yo acostumbro a estar en la carretera, casi al margen de la justicia estatal."

Qué tiempos aquellos.

La siguiente etapa nos llevó a Essaouira. Por la noche visitamos las murallas con sus cañones fabricados en España. En su momento, alguien los consideraría necesarios para defender la mantequilla. Ahora su función ha pasado a ser decorativa, ya que contamos con otras armas más efectivas.

A la mañana siguiente la marea había bajado y me fui a dar un paseo por la parte exterior del puerto, donde tuve ocasión de comprobar lo resbaladizo que estaba el suelo. A veces explorar otros puntos de vista tiene sus inconvenientes.

La quinta jornada nos llevó hasta el Oued Chebika. Acampamos cerca de unas jaimas. Al día siguiente, una saharaui me alegró la mañana permitiéndome fotografiar su hermoso rostro.

Por la tarde, la calima permitía ver el disco solar antes de desaparecer detrás de un velo. En verano la atmósfera suele ser menos nítida, pero las puestas de sol son igualmente románticas.

Al día siguiente visitamos Boujdour. Al fondo de una larga avenida en pendiente, el mar se fundía con el cielo. La ciudad está perdiendo su identidad saharaui por la creciente afluencia de colonos marroquís.

Por la noche, los niños de la periferia se dedican a tirar piedras a los vehículos que pasan. Por lo menos, a mi.

A la dueña de uno de los restaurantes no le hizo mucha gracia que nos fuéramos a la competencia. La próxima vez será, señora. No se enfade. Hay para todos.

Un policía nos paró en un control a la salida de Boujdour. Nos dijo que no podíamos continuar porque viajábamos diez personas en el camión, cuando el máximo permitido eran nueve. En cuanto expliqué el problema a mis compañeros de viaje, en seguida varios se ofrecieron para bajarse y continuar el viaje andando. Hasta la siguiente curva, claro.

En ese momento me di cuenta de la excelente calidad humana de los que me acompañaban en comparación con otros que tuve la desgracia de conocer en un viaje anterior, que seguramente primero habrían organizado un escándalo, y luego se habrían apresurado a hacer una página web para ponerme verde.

Al final el policía nos dejó seguir sin más, y la cosa quedó en una simple anécdota. Como debe ser.

Por la tarde intentamos acceder a un poblado abandonado muy majo que conocía de otros viajes, pero un hosco funcionario no nos lo permitió. Continuamos hasta Lacraa y acampamos junto a una hermosa playa desierta. Así tuve ocasión de conocer otro nuevo sitio que me gustó incluso más que el anterior.

Antes de que saliera el sol me subí a una montaña para contemplar el amanecer y estuve un rato observando las maniobras de un grupo de pescadores en un poblado cercano. Llevan una vida de extrema dureza y austeridad.

"El carnicero de El Argoub" podría ser el título de una película de terror. En realidad se trata de un amable colono originario de Settat que se ha establecido en el Sahara Occidental. Se dedica al noble arte de la restauración. El interior de su establecimiento está impregnado con el dulce aroma de la sangre. Es una pena que las fotos no huelan, os íbais a enterar.

Entramos en Mauritania. De camino a Nouadhibou, saludamos al maquinista de uno de los impresionantes trenes de la Sociedad Nacional Industrial y Minera, SNIM para los amigos. Había parado a echarse una siesta, lo mismo que hago yo cuando tengo sueño.

En Nouadhibou fuimos a visitar a mi amigo Soufi Mahmoud, de los Mahmoud de toda la vida. Disfrutamos de un placentero descanso y acabamos con sus existencias de té para todo el mes.

Al día siguiente fuimos a Cabo Blanco, también llamado Ras Nouadhibou. En teoría aquí se encuentra el punto que divide la península en dos mitades. La norte corresponde al Sahara Occidental invadido por Marruecos, y la sur a Mauritania. Actualmente toda la península está ocupada por Mauritania. A los saharauis no les han dejado nada.

Aprovechando que no estaba Patrice el vigilante, me subí al barco azucarero que encalló en agosto de 2003. Lo recorrí entero.

Los únicos guardianes que encontré fueron estos caballeros cruzados con sus armaduras metálicas velando armas antes de entrar en combate. Todavía no se habían enterado de que su misión había sido cancelada. Su presencia era tan inútil como el gas que portaban dentro. Quizás de no haber sido tan altivos, se habrían dado cuenta de la herrumbe que les cubría.

El ancla se encontraba sobre la cubierta. Nadie pudo o quiso echarla al mar cuando el barco quedó a la deriva. Los engranajes y la cadena estaban tan oxidados como los corazones de las personas que han perdido la capacidad de amar.

Al día siguiente fuimos a Nouakchott. En el puerto, las orgullosas embarcaciones desafiaban al mar y esperaban su momento para enfrentarse a las olas, mientras el viento deshilachaba pacientemente sus estandartes.

Algunas culturas africanas consideran que los herreros poseen poderes especiales por su habilidad para el manejo de los metales. En ocasiones son los encargados de elaborar máscaras, tallas y otros objetos utilizados en rituales.

Algunos herreros son capaces de crear maravillas que alegran la vida a los demás.

Tomamos la carretera que salía desde Nouakchott hacia el sur y visitamos el parque nacional de Diawling, cerca de la frontera con Senegal. Cuenta con 220 especies de aves diferentes. Pudimos ver pelícanos, flamencos y cigüeñas negras.

Paramos a comer y fotografié a Manolo, con quien también compartí viaje en agosto de 2002. Yo aparezco subido al camión en la lente izquierda de sus gafas.

Cruzamos la frontera con Senegal y dormimos en Saint-Louis. Al día siguiente me di una vuelta por la ciudad sacando miles de fotos, técnica infalible con la que al final siempre consigo alguna pasable.

La ninfa que debía aparecer contemplando el río Senegal desde el mirador del puente Faidherbe proyectado por Eiffel, había desaparecido.

Saint-Louis se encuentra en una isla del río Senegal. El puente Faidherbe enlaza con el continente al este. Al oeste, dos pequeños puentes comunican con una larga y estrecha península llamada Langue de Barbarie, donde están los barrios de Ndar Tout y Guet Ndar.

Seguimos la curva del río Senegal hacia el este, y paramos a descansar cerca de un poblado Toucouleur. Unas mujeres sacaban agua de un pozo, duro trabajo que suelen rehuir los hombres a pesar de ser supuestamente más fuertes. La lluvia reciente había hecho brotar una fina capa de hierba.

El color de fondo de mi página está inspirado en la tierra africana al atardecer.

Acampamos en pleno Sahel. Aprovechando que se encontraba en sus horas más bajas, dos baobabs le perdieron el respeto al sol y se dedicaron a pasándoselo el uno al otro como si fuera una pelota.

La luna luchaba por abrirse paso entre las nubes para iluminar a unas cabras mientras pastaban. Poco después fuimos testigos del eclipse total que tuvo lugar el sábado 16 de agosto. Lo contemplamos en silencio y cada uno se sumió en sus pensamientos, que en algunos casos desembocaron en serenos ronquidos.

Finalizado el eclipse, tomé esta hermosa foto de la zona donde estábamos acampados, ayudado por los rayos de la luna más espléndida que hayan contemplado mis ojos.

Al día siguiente y como tengo por costumbre en cada viaje, me hice un aparatoso corte en la mano derecha con una lata al recoger una bolsa de basura. Juan Carlos me cosió con tanta habilidad, que me la dejó incluso mejor que antes.

A estas alturas de la vida mis manos tienen tantos cortes, que volverían loco a cualquier quiromante.

Comimos en Kayes y acampamos en otra zona de baobabs rodeados de calma, paz y silencio.

Al día siguiente circulábamos entre Ségala y Sandaré cuando de pronto el cielo se cubrió de negros nubarrones y comenzó a llover torrencialmente.

Esta mujer Peul no se conformaba con sostener a su criatura, sino que también la protegía. Ambas eran cobijadas por la vegetación.

La abuela mostraba un aspecto imponente con sus collares y adornos.

En Didjeni le hice una foto a este cartel no porque estuviera de acuerdo con lo que dice, sino porque me llamó la atención que en cualquier sitio siempre hay alguien que se empeña en decirles a los demás lo que tienen que hacer. En este caso el bienintencionado autor exhorta a sus semejantes a que recomiencen, como si eso fuera la solución a todos los problemas.

Si me canso, paro y descanso. Una vez reposado, ya decidiré si recomienzo o lo dejo definitivamente.
Si el triunfo me abandona no pasa nada, tampoco lo buscaba. Me conformo con sobrevivir.
Si un error me lastima, borro las evidencias de que lo he intentado y me olvido del tema. Además siempre está la posibilidad de echarle la culpa del error a otro.
Si una traición me hiere, será mi culpa por confiado. Ahora no vale quejarse, y menos recomenzar para caer de nuevo en el mismo error.
Si una ilusión se apaga, dejaré de ser tan iluso.
Si el dolor empaña mis ojos, lo ahogaré en alcohol.
Si mis esfuerzos son ignorados, será porque carecen de interés.
Si la ingratitud es el precio, no merece la pena recomenzar. Seguramente vuelva a pasar lo mismo.
Si la incomprensión me corta la risa, será porque no valgo para contar chistes.
Si todo parece nada, quizás sea cierto. Polvo somos y en polvo nos convertiremos.

Llegamos a Bamako, donde pude captar una de las puestas de sol más bonitas de todo el viaje. Las nubes parecían grandes bolas de algodón a punto de caramelo sobre la mole del hotel de L'Amitié.

Después de unos días de descanso en Bamako, continuamos hacia el sur y montamos nuestro campamento entre Bougouni y Sikasso.

Al día siguiente entramos en la gruta de Missirikoro por la puerta grande.

Después cruzamos la frontera con Burkina Faso y llegamos a Bobo Dioulasso justo a tiempo para asistir al concierto diario de percusión en Les Bambous. El nombre de la ciudad significa "casa de los Bobo y los Dioula", los dos principales grupos étnicos que la habitan.

Al día siguiente visité el mercado. Una rosa roja se abría paso entre las zarzas de los vendedores, que trataban de atraparla con sus espinas.

Un hombre iluminado por el sol rezaba en la gran mezquita. A diferencia de otras mezquitas, aquí los extranjeros éramos cordialmente bienvenidos. Previo pago de una módica cantidad, claro.

Por la tarde compramos provisiones y algunas botellas de vino, nos despedimos de los que se quedaban en Bobo Dioulasso y salimos hacia Banfora. Paramos en un peñón con cascadas desde donde se veían inmensas plantaciones de caña de azúcar.

La pista que bordeaba el lago Tengrela estaba blanda y el camión se hundió. Afortunadamente nos encontrábamos cerca del campamento. Cenamos tranquilamente bajo las estrellas mientras nuestras reservas de vino menguaban drásticamente.

Al día siguiente unos amables pescadores nos ayudaron a desatascar el camión.

Ese día las rudimentarias embarcaciones de pesca salieron a navegar más tarde. Sus dueños ya habían ganado el equivalente a varios días faenando.

Otras piraguas esperaban viajeros que quisieran darse una vuelta por el lago. Las lluvias habían elevado el nivel del agua, y los hipopótamos se habían ido río arriba.

Tomamos una pista hacia el este y paramos a descansar en un bar de Sidéradougou. Los recelosos ojos de esta hermosa mujer reflejaban una triste historia.

Llegamos a Gaoua y nos alojamos en el hotel Hala.

Al día siguiente fuimos a ver al padre del niño que en enero encontré gravemente enfermo. Sus ojos estaban tranquilos y sentí un gran alivio cuando me dijo que su hijo se encontraba bien.

Estaba sanote y feliz, desplumando pollos con alegría y vitalidad.

Visitamos la sukala de Sib, el "feticheur" de Kampti. Una sólida escalera apoyada en la pared facilitaba el acceso a la terraza. Dos fetiches de barro vigilaban la entrada.

Varios fetiches permanecían inmóviles bajo la sombra de un enorme árbol.

Algunas estancias estaban ocupadas por altares con fetiches y batebas.

Los batebas pueden ser tallas de madera o ancestros, según quién las mire. En todas las culturas hay personas que son capaces de ver más allá de la realidad. Donde yo vivo por ejemplo algunos se divierten transformando los molinos de viento en gigantes, imaginan ríos donde solo hay asafalto o inventan melodías al ritmo de las ruedas del tren. Para eso hace falta ser al menos un poco feticheur.


Durante el viaje anterior se me ocurrió que había reflejado la realidad de una forma excesivamente optimista y me propuse fotografiar en lo sucesivo el lado oscuro del continente más castigado del mundo.

El SIDA mata cada día en África a 6.000 personas. Hay hambre, guerras, explotación infantil, esclavismo, expoliación, corrupción, sequías, malaria, analfabetismo, falta de infraestructuras, inseguridad jurídica, delincuencia y calor, mucho calor.

Según las estadísticas, los africanos están echos polvo. Pero África es muy grande y yo solo visito una pequeña parte que no tiene nada que ver con zonas como Darfur o Goma.

De momento me conformo con reflejar el lado de África que África tiene a bien mostrarme. Las personas que me encuentro suelen ser amables y casi siempre sonríen, incluso cuando la fortuna no les sonríe a ellas.


La sonrisa de esta señora llena de alegría toda la pantalla. Tenía los dientes limados, y no quería saber nada de estadísticas.

Habiendo tantos niños dimos por sentado que era el cumpleaños de alguno y montamos una fiesta.

Este joven agricultor lleno de vitalidad se dirigía al campo de cultivo con su azada apoyada en el hombro.

Las lluvias habían dado buenas cosechas y las colinas estaban cubiertas con diferentes tonalidades de verde.

Dos mujeres extraían agua de un pozo.

Un cielo único e irrepetible sobre el epicentro del universo.

De camino a Leo visitamos una casa Dagari, grupo étnico al que pertenece la escritora Sobonfu Somé. En su página web escribe que cuando tenía casi seis años se enteró de que provenía del vientre de una sola mujer. Hasta ese momento, pensaba que todas las mujeres de su comunidad eran sus madres. Es normal, si tenemos en cuenta que todas la habían cuidado, protegido y dado su amor. Aunque muchos les consideren subdesarrollados, personalmente creo que eso es indicio de una civilización avanzada.

En el interior había dos grandes balafones que sonaban impresionantemente bien.

Un altar con fetiches y restos de sacrificios recibía rayos solares frente al tragaluz.

Llegamos a Leo y descubrimos un acogedor albergue que resultó ser el mejor alojamiento de todo el viaje. Sencillo, pero limpio. El camión no cabía por la entrada del recinto, así que los amables empleados desmontaron rápidamente el cartel que había encima de la puerta para que pudiéramos entrar.

Al día siguiente desayunamos disfrutando del magnífico jardín. Las defensas de los cactus parecían desproporcionadas frente a la fragilidad de la mariposa.

Estuve un buen rato disfrutando con la efímera belleza de esta otra mariposa.

Esto demuestra que la vida da muchas vueltas y uno nunca puede saber lo que le depara el destino. Quién me iba a decir que acabaría fijándome en mariposas, abejorros y florecillas.

Tomamos la carretera de Ouagadougou y en Nebbou nos desviamos por una pista hacia el este. Pero un puente se había caído y tuvimos que dar un rodeo hasta llegar a Pô. Por el camino paramos en Sapouy, donde comí brochetas de carne a la brasa bajo unas grises nubes que luego nos arrojarían toda su agua.

Dormimos en el modesto hotel Lido de Pô. A la mañana siguiente tomamos la pista de Tiébélé, alquilamos bicis en el albergue Kunkolo e hicimos una bonita excursión hasta Tangassogo.

Esta tangassoguense no se conformaba con sonreir, directamente se partía de risa.

El poblado era un oasis de paz y tranquilidad.

Comimos de nuestras provisiones y nos echamos la siesta a la sombra de un enorme mango.

Por la tarde regresamos al albergue. Después de cenar, un grupo de niños amenizó la velada con música y bailes tradicionales. Solo Manolo se salvó de subir al escenario. Éramos los únicos huéspedes y estuvimos de parranda hasta que no pudimos más. En el interior de las habitaciones hacía bastante calor y los ventiladores no funcionaban, así que me subí un colchón a la terraza y dormí bajo las estrellas.

Al día siguiente tomamos nuevamente la carretera de Ouagadougou hacia el norte, y pasado Nobili nos desviamos a la derecha. El asfalto dio paso a una pista bastante bacheada.

Una fila de carros tirados por burros cruzaba un puente sobre el río Nakambe a la altura de Béguédo.

El caudal del río había aumentado como consecuencia de las últimas lluvias.

En Garango el asfalto sustituyó a la incómoda pista. La moderna carretera discurría entre verdes prados y suaves colinas rocosas. Llegamos a Tenkodogo y viramos a la derecha por la machacada nacional 16 hasta la frontera de Togo. Después de cumplimentar los trámites fronterizos de entrada, nos alojamos en el confortable hotel Le Campement de Dapaong.

Al día siguiente el camión se transformó en una gigantesca cabra y nos subió hasta lo alto de la falla de Koulougona por caminos imposibles. Cuando ya no pudo avanzar más, le dejamos descansar y continuamos andando.

Visitamos las cuevas de Nano en compañía de todos los niños de los poblados por donde pasábamos al más puro estilo del Flautista de Hamelín. Por efecto del gran angular y según me estoy dando cuenta ahora, también se nos unió un gigante.

Un extraño pajarraco posado al borde del abismo antes de echarse a volar.

Un portentoso ejercicio de concentración me permitió ver a través de sus ojos planeando sobre la llanura.

Una vez en tierra me llamó la atención esta curiosa planta.

Al atardecer desandamos el camino que habíamos recorrido por la mañana y cada niño se fue quedando en su poblado.

Todavía a día de hoy y después de ver muchas veces esta foto no acierto a comprender de qué podían estar conversando, ya que Yolanda no hablaba ningún idioma que las niñas pudieran entender, y viceversa. Afortunadamente, las sonrisas también sirven para comunicarse.

Regresamos al camión aprovechando hasta el último rayo de sol. Cuando la claridad se hubo extinguido, nos iluminó la luz de las estrellas. La noche era nítida y transparente en lo alto de la montaña.

Al día siguiente tomamos la nacional 1 hacia el sur y atravesamos el Parque Nacional de la Kéran. Después de Kande nos desviamos a la izquierda por una bonita pista que atravesaba Koutammakou, el país de los Batammariba, que en su idioma significa "aquellos de moldean la tierra".

Llegamos a Nadoba. En lugar de buscar un sitio para acampar y acercarnos de vez en cuando al bar para tomar algo, acampamos directamente en el bar.

Visitamos algunas tatas, nombre con el que se conocen las construcciones de los Batammariba. El diseño de estas casas con forma de fortificaciones está relacionado con las creencias y costumbres de sus habitantes. La mitad derecha suele estar orientada al sur y es femenina, mientras que la izquierda está situada en la parte norte y es masculina. La fachada mira al oeste para proteger al interior de las lluvias dominantes y del harmatán de noviembre.

A los Batammariba no les gusta que los extranjeros entremos en sus tatas ya que también son habitadas por sus antepasados, a los que rinden culto. Solo acceden a regañadientes y previo pago de un dinero que invierten en sacrificios para calmar la ira de sus ancestros.

La tata estaba rodeada por verdes campos de cultivo.

Una mujer araba el campo en compañía de familiares y vecinos. Lucía un adorno de piedra introducido en un orificio bajo el labio inferior. Solo se dejó fotografiar cuando me empleé a fondo con el lenguaje internacional de las sonrisas.

Después de comer regresamos por pista a la nacional 1 y continuamos entre boscosas montañas hasta Kara, donde los misioneros salesianos nos brindaron una afectuosa acogida.

Al día siguiente reanudamos el viaje hacia el sur y paramos a comer en Sokodé. Pasamos la tarde con la familia de un niño que gracias a la ONG Tierra de Hombres había sido operado en España y continuamos hasta Sotouboua.

La ruta por donde debíamos circular durante la siguiente jornada era bonita y teóricamente poco transitada, pero un puente se había roto en la nacional 1 a la altura de Tsevié, y el tráfico rodado de todo el país había sido desviado por ahí. La carretera estaba en pésimo estado. Los camiones se apelotonaban, atascaban e incluso volcaban a la mínima.

En una de las numerosas trampas para vehículos vimos pasar a un grupo de monjas en un todo terreno sorteando con facilidad una enorme zanja. Bautizamos a la conductora como Sor Toyota. Parecía muy motivada, lo cual es fácil de entender teniendo en cuenta que su jefe es el más exigente del mundo.

Llegamos a Kpalimé y tomamos una estrecha carretera que subía serpenteando por montañas repletas de bosques con inmensos árboles hacia Kloto. Una espesa niebla nos acompañó durante el último tramo. La escena era fantasmagórica e irreal, como si de pronto nos hubiéramos teletransportado a otro mundo.

Dormimos en el hotel Kloto, antiguo hospital alemán construido durante la época colonial. La dueña del restaurante se puso muy contenta cuando llegamos, ya que éramos los únicos huéspedes desde hacía tiempo. Rápidamente nos preparó una sabrosa cena.

Al día siguiente hicimos una excursión hasta lo alto de una montaña desde donde se divisaba el lago Volta y algunas poblaciones ghanesas.

Por la tarde llegamos a Lomé, donde volvimos a reunirnos con el Atlántico.

Nos alojamos en el hotel Le Galión y durante la cena disfrutamos de un estupendo concierto a cargo de uno de los mejores grupos de jazz que he escuchado en mi vida. Todo un lujo.

Desde Lomé regresaron a España en avión los compañeros que tuvieron la enorme paciencia de aguantarme hasta el final, aquellos con los que tuve la fortuna de compartir una experiencia única y irrepetible. Después de despedirnos con gran pena, inicié el regreso en camión. En Bamako me reuní con mi mujer, que me acompañaría durante el resto de un viaje marcado especialmente por la magia de la música.

El gran feticheur de la kora transformó un callejón sin salida en el mejor auditorio del mundo. Posteriormente la naturaleza aplaudió por mediación de la lluvia lanzando sus gotas de agua contra los tejados de chapa.

Le conozco desde hace mucho como ayudante de un vendedor de artesanía, y nunca le había oído hablar. Un borrascoso día del año pasado le vi coger una kora y ponerse a tocar como los ángeles. Desde ese momento, oirle ha sido para mí el principal atractivo de Bamako. Algunas personas se expresan con palabras, otras con sonrisas, otras con música.

Un coro cantaba durante la misa del domingo por la mañana en la capilla del centro Père Michel de Bamako.

Las calles cercanas al mercado central estaban llenas de puestos.

El río Níger con el Puente de los Mártires al fondo. Fue terminado en 1960. Al principio lo llamaban puente de Badalabougou. Le cambiaron el nombre en memoria de las personas que allí fallecieron durante las revueltas de marzo de 1991, a las que tuve ocasión de asistir en calidad de espectador damnificado. Según me contaron en su día, las muertes fueron ocasionadas por un soldado que abrió fuego contra los manifestantes al verse rodeado. Por lo visto se le fue la olla, no hubo planificación.

Salimos de Bamako hacia el norte por una carretera de reciente construcción parando en los sitios que más nos gustaban. En varios días atravesamos Malí y Senegal hasta Rosso, cruzamos el río en ferry y entramos en Mauritania.

Por el camino nos pilló una fuerte tormenta.

Atravesamos Mauritania de sur a norte. Dos mauritanos descansaban al atardecer sobre una duna con el mar de fondo.

Los trámites de entrada en Marruecos duraron un día entero. A última hora de la tarde me di un saludable baño en el mar mientras el sol se ponía en el horizonte. Acampamos en la playa y dormimos bajo las estrellas.

Al día siguiente avanzamos hasta unos 15 km antes de llegar a Boujdour, nos desviamos a la izquierda y bajamos a la playa para contemplar la puesta de sol.

Un barco encallado hace tiempo se deshacía poco a poco, sin prisa.

Llegamos a un terreno pedregoso y montamos la tienda en el techo del camión. Por la mañana escuchamos Jerusamen, una de mis canciones favoritas de Alpha Blondy, con quien comparto afición por las gorras rojas. No me costó mucho adaptar al momento la letra del principio, que quedó así:

"El IPV es mi camión, nada me falta. Me hace reposar en desiertos de piedras y arbustos. Me conduce junto a playas tranquilas y repara mis fuerzas. Me guía por la pista correcta, con la ayuda del GPS. Aunque pase por un valle tenebroso, ningún mal temeré, porque él está conmigo. Su motor Perkins y su tracción a las cuatro ruedas me dan seguridad."

Luego dimos un paseo por la sebkha Tah, una inmensa llanura a 55 metros bajo el nivel del mar. A pesar de eso, no nos sentíamos especialmente deprimidos.

Por la tarde estuvimos observando cómo cambiaba el color las dunas, hasta que el sol eligió una de ellas para esconderse.

Un par de días después ya estábamos tomando té en una terraza desde la que se veía la plaza Jamaa el Fna de Marrakech.

Por la noche se llenaba de puestos en los que se podía comer de todo. Incluso caracoles, aunque no era obligatorio.

África pasa factura, sobre todo después de un pedazo de viaje como el que había hecho, y llegué a España bastante pachucho. Como en el Monopoly, me tocó una carta que decía: "Ve al hospital. Ve directamente sin pasar por la casilla de salida y sin cobrar las 20.000 pesetas."

Fui y estuve varios días sintiendo la fría sombra de la muerte planeando sobre mi cabeza, hasta que me curé y empezé a planear el viaje siguiente.

Siempre con una sonrisa.




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