Tengo recuerdos de ese viaje no solo visuales, sino también sonoros y olfativos. El estruendo del disparo del Kalashnikov en el más absoluto de los silencios, que es el silencio del Sahara. O el olor a pólvora quemada cuando te están apuntando a la tripa. Eso no se olvida nunca.
Era julio de 1991, en esa época estudiaba y estaba de vacaciones. Nos pusimos de acuerdo 6 personas para hacer un viaje transahariano desde España hasta Malí, atravesando Marruecos y Argelia. Salimos de Madrid cuatro amigos en dos vehículos. Habíamos quedado con Alberto y Moisés, que viajaban en su coche, en una cuidad del sur de Argelia llamada Adrar. Cruzamos el Estrecho de Gibraltar con todos los emigrantes marroquíes que iban a su país de vacaciones, y dormimos en un hotelucho de Tetuán. Al día siguiente nos bañamos en la playa de Al Hoceima. Dormimos en Oujda, ciudad fronteriza. Encontramos un edificio nuevo que tenía una especie de prostíbulo en la primera planta. Nos dieron una habitación grande para los cuatro en la última planta. Fuimos a cenar a un sitio bastante elegante, en el que la mayoría de los comensales estaban ebrios.
Al día siguiente atravesamos la frontera y entramos en Argelia. Todavía no había empezado la guerra civil. Nos alojamos en el mejor hotel de Tlemcen. Cenamos como reyes a base de brochetas de cordero y un vino excelente. Luego me fui a venderles a los empleados del hotel vaqueros, whisky y radios de coche de segunda mano. Los hoteles eran baratísimos, y todo eso se vendía muy bien. Así que en una venta sacaba de sobra para pagar la habitación y la cena. La gasolina también estaba tirada de precio.
Al día siguiente fuimos al oasis de Aïn Sefra, al pie de las montañas del Atlas. Nos metimos en el mejor hotel, que como era habitual, estaba vacío. Éramos los únicos huéspedes. En cada oasis había un hotel estatal de este tipo. Edificios grandes y pocos clientes. Teníamos a nuestra disposición una veintena de empleados. Me he enterado de que los terroristas han volado por los aires muchos de esos hoteles. Eran buenas obras de arquitectura, integradas perfectamente en el paisaje. Durante la cena se fue la luz. Nos estábamos riendo mucho, lo estábamos pasando muy bien.
Al día siguiente nos recomendó el recepcionista del hotel que visitásemos las montañas de El Bayadh. Había montañas de diferentes colores. Una de ellas reflejaba poderosamente la luz del sol. Estaba cubierta de sal. A sus pies se extendía un lago también de sal. Llegamos a Taghit, donde estuvimos un par de días. Taghit es el oasis más bonito que he visto en mi vida. El pueblo se encuentra entre un palmeral y una gran duna. Si uno se sube a ella, puede contemplar desde lo alto las dunas del Grand Erg Occidental, una enorme extensión de arena ondulada.
De Taghit a Adrar hay una buena tirada. Paramos en la piscina municipal de Beni-Abbés para darnos un baño y comer. Es un estanque que recibe agua fresca directamente de un manantial. De camino a Adrar se soltó un cable del alternador del Renault 18. Llegamos de noche y con la batería casi descargada.
Al día siguiente un mecánico reparó la avería. Siempre iba a su taller, ¿qué habrá sido de él?. Después de varios años viajando por Argelia, llegué a conocer a mucha gente. Mecánicos, camareros, recepcionistas de hoteles, empleados de gasolineras, policías, etc. Sabía de sus vidas lo que ellos me contaban, y cada vez que me los encontraba, les preguntaba cómo les iba. Nunca me dijeron sus nombres, y si alguna vez los supe, ya se me han olvidado. Mohamed, Abdel, Mustaphá, Idriss, Karim.... Muchas veces me acuerdo de ellos, y les echo de menos.
En Adrar encontramos a las otras dos personas que nos iban a acompañar el resto del viaje hasta Bamako. Nos aprovisionamos de agua y víveres, y nos dirigimos hacia Reggane, la última ciudad hasta donde llega el asfalto. Al atardecer, el sol daba a las dunas un color rojizo, que por la mañana era rosado, y al medio día blanco. Como el vino.
A la salida de Reggane se encuentra el comienzo de la pista que llaman del Tanezrouft, "desierto de los desiertos" en tamachek, que es la lengua tuareg. Un cartel metálico, adornado con una calavera y dos tibias, anunciaba los peligros de la travesía. Un pequeño muro de barro, flanqueado por dos torretas de estilo sudanés, indicaba la distancia que había hasta Gao: 1317 kilómetros de pistas para atravesar el desierto más grande del mundo. Y nosotros allí, con poco más de veinte años, parados, mirando boquiabiertos los dos carteles.
Decidimos conducir de noche. De día hacía muchísimo calor, que no es bueno ni para los motores, ni para las personas, ni para la arena de las pistas, que se ablanda. Lo pasamos como enanos, esquivando piedras, evitando arenales, sorteando las rodadas profundas de los camiones. Eligiendo el mejor camino, nos creíamos dueños de nuestro destino. Nada podía pararnos. Sólo nos entretenía alguna pequeña avería de vez en cuando. Un manguito que se rompía, una rueda pinchada, etc. Nada importante.
Amaneció mientras "pisteábamos", y nos envolvió la aurora de rosáceos dedos. Llegamos al kilómetro 200, un oasis habitado únicamente por el hospitalario Daghman, antiguo funcionario argelino caído en desgracia. De hecho, estaba desterrado, prisionero sin alambradas. Nunca me explicó claramente porqué le habían enviado allí, tampoco se lo pregunté. Solo me contaba episodios de su vida llenos de violencia y horror. Un preámbulo de lo que se estaba gestando en el país.
El oasis existía gracias a un pozo profundísimo, del que se extraía agua con una sofisticada maquinaria que funcionaba por energía solar. El agua se almacenaba en un estanque, que nosotros utilizábamos como piscina. Las paredes del estanque eran de hormigón, y se levantaban unos dos metros sobre el suelo. Siempre estaba a rebosar, con lo que uno podía pasarse horas y horas dentro del agua contemplando el horizonte.
Después de descansar, proseguimos hacia el sur. En una distracción, me desvié de la pista principal y me perdí. Los demás vinieron detrás, se suponía que yo sabía el camino. Nos metimos en una zona de arena. Tuvo que venir un vehículo argelino a sacarnos. En el desierto, un despiste te puede costar caro. Llegamos a Bordj Badji Moktar, el último enclave argelino antes de la frontera con Malí. El puesto fronterizo de Malí se encuentra en Tessalit, a 160 kilómetros en dirección sur.
En Bordj nos informaron de que tuviéramos cuidado, ya que había bandidos en el norte de Malí. Preguntamos a varias personas y todos nos dijeron que se podía transitar, pero con cuidado. Tampoco íbamos a dar la vuelta sólo por un rumor. Sobre todo, teniendo en cuenta que, hasta ese momento, ningún europeo había sido atacado. Así que decidimos continuar. Ahora hago más caso a los rumores que antes. Como suele decirse, un desconfiado es un confiado con experiencia. Nunca olvidaré la lección.
Fallo número un: estuvimos en Bordj demasiado tiempo.
Dimos a los
bandidos tiempo de sobra para preparar el ataque.
Fallo número dos: salimos de Bordj de noche con luna bastante luminosa,
que es cuando actúan los bandidos porque pueden conducir con las luces
apagadas sin ser detectados.
Fallo número tres: fuimos solos, sin esperar a nadie.
Salimos de Bordj al anochecer. Íbamos dos coches delante. Nos seguía el tercero, más cargado que los nuestros. Llevaban hasta una guitarra. De vez en cuando, nos parábamos a esperarles. Cuando veíamos que se acercaban, continuábamos. Pero en una de esas paradas, nos dimos cuenta de que les habíamos perdido de vista. Estábamos a unos 60 kilómetros de Bordj. Esperamos pacientemente, hasta que vimos que por fin venían... acompañados de otro vehículo. Pensé que un compañero de viaje nos vendría bien. Llegaron hasta nosotros, y ante nuestro estupor, salió un tipo del coche de nuestros amigos... disparando al aire. Nunca se me olvidará el susto que me dio. Empecé a pensar a toda velocidad. Las ideas iban y venían tan deprisa, que mi cuerpo se paralizó. Igual que cuando el ordenador se bloquea despues de abrir demasiados programas. De todas formas, por mucho que pensase, no había nada que hacer.
Eran cuatro. Uno, bajito y delgado. Era el jefe, o por lo menos el portavoz, porque hablaba más que nadie. Otro, muy alto y de pelo largo. Parecía un jugador americano de baloncesto de los años 70. El Kalashnikov le quedaba pequeño, me recordaba al bajista de Ramones. Otro, parecía una versión grotesca de Richard Gere, con ojos pequeños y rasgados, labios finos y nariz ganchuda. Del otro no me acuerdo. Llevaban monos de mecánico, y estaban muy sucios. Eran unos guarros.
Nos pusieron en fila, de rodillas y con las manos en la nuca. Así estuvimos un buen rato. Ellos en una fila apuntándonos y discutiendo. Nosotros enfrente, deslumbrados por los faros de los coches. Nos taparon la cabeza con turbantes, y nos ataron las manos a la espalda. Así nos obligaron a introducirnos en los coches. Nos llevaron a otro sitio, supongo que lejos de la pista principal, y mientras uno preparaba el té, los otros registraban los coches. No se con qué finalidad, ya que al final se lo quedaron todo. Así estuvimos una o dos horas, hasta que nos montaron a los 6 en uno de los coches, el Renault 18. El más bajito, que parecía bastante contento, nos dijo que teníamos suerte de ser blancos, ya que a los negros los mataban. Lo dijo con los ojos brillantes, pasándose el dedo índice de la mano derecha por el cuello, de oreja a oreja, muy despacio. Luego nos indicó con el brazo una dirección, y dijo: "por allí se va a Argelia". A continuación señaló hacia el lado contrario, y dijo: "por allí se va a Malí". En ese momento, lo único que queríamos era alejarnos de allí, y salimos a toda pastilla.
No encontramos la pista principal. Ante el riesgo de perdernos, paramos en una zona bastante escarpada, protegidos por montículos. Comentamos nuestra mala suerte, y comprobamos que nos habían dejado algo de comida y unas cuantas botellas de agua. Lo único que podíamos hacer era esperar a que amaneciese, y volver sobre nuestras rodadas hasta la pista principal. No podía dormir, y me sobresaltaba por cada ruido. Hasta que oí los ronquidos de alguno de mis compañeros, y eso me tranquilizó. Luego escuché el motor de un vehículo que se acercaba. Se detuvo en lo alto de uno de los montículos que nos rodeaban. No podían vernos, ni nosotros a ellos. Quienes quiera que fueran, se les oía hablar. No quise ir a preguntar si eran de los buenos o de los malos. Los ronquidos de nuestro compañero no cesaban, y tenía miedo de que nos delataran. Ahora suena cómico, pero os aseguro que en ese momento no me reí. Al cabo de un rato se fueron, y hasta el amanecer solo escuchamos los rugidos de nuestro compañero, que ajenos a cualquier preocupación se expandían libremente por toda la zona.
A la mañana siguiente, nos montamos los 6 en el coche, seguimos las rodadas que habíamos dejado el día anterior, y con mucha tristeza regresamos a Bordj. Allí, todos los funcionarios se portaron estupendamente con nosotros, especialmente el delegado de Air Algerie. Estuvimos varios días prestando declaración. Uno por uno ante la policía de fronteras, la gendarmería, el ejército e incluso la aduana. Había un funcionario que escribía a máquina nuestras declaraciones con dos dedos, y tenía unos dientes enormes. Tanto, que parecía que siempre se estaba riendo. Se diría que el pobre hombre se reía de nuestras desgracias. La máquina de escribir era antigua, metía mucho ruido, y cada vez que pulsaba una tecla, me sobresaltaba acordándome de los disparos del Kalashnikov.
Mientras estábamos de declaraciones y esperando a que un avión nos sacase de allí, vino un grupo de holandeses con varios vehículos. Les contamos lo que nos había pasado, y decidieron lógicamente darse media vuelta. Había tormenta de arena, y el avión no podía volar, así que después de tres o cuatro días, el delegado de Air Algerie nos encontró un transporte para llegar hasta Adrar. Montaron cuatro en un camión cisterna, y dos fuimos en el Renault 18. Mis ganas de salir de allí eran tales, que si aquello hubiera sido la etapa de algún rally, seguramente la habría ganado. Pasamos la noche en la pista, y al día siguiente llegamos a Adrar. Dejamos el coche en la aduana, y volamos hasta Argel. No nos quedaba dinero, y llegamos a la embajada española con lo puesto y una caja de cartón como único equipaje. Nos atendieron correctamente y en un par de días ya estábamos de nuevo en casa. Creo que la noticia salió en los periódicos. Yo no di muchos detalles en mi casa, por no causar preocupaciones. Incluso recuerdo que alguien me comentó que tuviera cuidado por dónde me metía, ya que había leído en El País que un grupo de españoles había sido atacado en la frontera entre Argelia y Mali. Yo le pregunté si pensaba que iba a llover o no.
La aduana de Adrar me había dado 3 meses para recuperar el coche. 15 días antes de expirar el plazo, cogí mi mochila, la llené de ropa, y con 20.000 pesetas en el bolsillo, tomé un autobús hasta Almería. Llegué de noche, y tuve que dormir en el puerto. Al día siguiente, cogí un ferry hasta Melilla. Desde aquí, tardé unos 10 días en llegar a Adrar, haciendo dedo. Este viaje lo recuerdo con mucho cariño, ya que conocí a gente estupenda. En cuanto contaba lo que me había pasado en el viaje anterior, siempre había alguien que me invitaba a comer, o me daba cobijo en su casa. Llegué a Adrar con mi poco dinero casi intacto, y un montón de buenas experiencias en el corazón.
Recogí mi coche, lo puse a punto, y proseguí el viaje. Me encontré con mi amigo Manu, que iba en un todo terreno con cuatro clientas de una agencia de viajes. Hicimos la pista de Reggane a In Salah, tomamos la carretera hasta Tamanraset, y nuevamente pista hasta Arlit. Luego Agadez, y finalmente Niamey. El viaje fue bien, excepto por las cuatro brujas que llevaba Manu en el coche. En In Guezzam, frontera de Argelia con Níger, en mitad del desierto, quisieron abandonarme. Según ellas, las supuestas averías de mi coche ralentizaban la marcha, y hacían peligrar su sagrado programa. Después de la experiencia del verano, aquello fue una especie de puntilla. Mi Renault 18 iba perfectamente, pero en su ignorancia y fiándose solo de su aspecto destartalado, aquellas arpías tenían miedo de que se estropease. Paradójicamente, el vehículo que se estropeó fue el suyo, y fui yo quien tuvo que esperar. Manu pasó de ellas y se mantuvo en todo momento a mi lado. Lo mismo que yo habría hecho por él, ni más ni menos. Como debe ser.
Hace unos meses vi en televisión, no recuerdo en qué cadena, un reportaje sobre la revolución tuareg de principios de los noventa. En él aparecía, entre otras cosas, un tío disfrazado de guerrillero tocando la guitarra con carita de pena y mirando al horizonte, con un fondo de puesta de sol. La guitarra era probablemente la que le robaron a Moisés. Una bonita postal. Sin duda, el cámara que rodó esas imágenes debió sentirse muy satisfecho de su trabajo. Lástima que en ese reportaje no se mostrasen escenas de las fechorías de esos racistas hijos de perra y asesinos de negros, para que así los tele-espectadores hubieran tenido información de todo, y no solo de una parte. Reconocí en ese reportaje a algunos de los que nos habían asaltado en el 91. Con los años he escuchado varias teorías sobre aquellos acontecimientos. Muchas de ellas coinciden en señalar que aquellos bandidos no eran auténticos tuareg, sino calaña venida de otros lugares y curtida en la guerra de Afganistán contra los rusos. Un lío descomunal. Lo único de lo que estoy seguro es de que después de nuestro regreso a España, Moisés no tardó en comprarse otra guitarra mejor, yo otro coche más potente, y esos miserables seguramente sigan malviviendo de lo poco que da su despreciable oficio.
Han pasado los años, y si bien de vez en cuando me sobresalto con algún ruido que me recuerda los disparos del Kalashnikov, pueden más en mi memoria los acordes de la guitarra de Moisés.
Nota posterior a la redacción de este relato:
Leo lo anterior más de una década después de haberlo
escrito, y me río de mi inocencia al creer en esa especie de justicia
invisible tan pomposamente expresada, que teóricamente termina poniendo
"a cada uno en su sitio". Pero la realidad es muy diferente. El mundo
da
muchas vueltas, y resulta que uno de los miserables que nos asaltaron
es
ahora componente de un exitoso grupo de blues telonero de los Rolling
Stones
en su concierto de Dublín. Parece una broma macabra, pero es
absolutamente
cierto. El que quiera saber más que investigue, yo ya paso de todo.
Nota posterior a la nota posterior anterior:
20 años después pienso de forma diferente. Prefiero que se
ganen la vida cantando y dejen de fastidiar a la gente en el desierto.