A solo dos días para finalizar el viaje, me robaron la cámara con todas las fotos que había tomado. Las únicas que aparecen en este relato son de Concha, una de las viajeras que me acompañaron desde Bamako hasta Lomé.
El uno de agosto cruzamos el Estrecho y ya de noche montamos las tiendas de campaña en el camping de Kénitra. Deambulamos por las calles y acabamos en un humilde mercado de alimentos. Me llamó la atención el tremendo contraste entre las lustrosas frutas y todo lo demás. Había manzanas, peras, melones, plátanos y uvas que alimentaban solo al contemplarlas. Los dependientes eran enjutos y arrugados, por lo que llegué a la conclusión de que en algún momento habían sufrido sobredosis de frutas, y ya solo las querían como mercancía para vender. El suelo de cemento estaba cuarteado, y las paredes agrietadas.
El carnicero en cambio estaba bien alimentado. Su delantal lleno de sangre me recordaba al asesino de "La Matanza de Texas". Esta vez el contraste se producía entre su desconcertante y estática sonrisa, y la horrible visión de cadáveres descuartizados balanceándose alegremente a su alrededor. El mostrador estaba adornado con cabezas de corderos degollados.
Compré un kilo de manzanas.
Al día siguiente fuimos a El Jadida y comimos en un buen restaurante. Después de la visión del día anterior no me apetecía carne, y pedí pescado. Montamos las tiendas en el camping.
De camino a Essaouira nos metimos por una pista para conocer un pueblecito pesquero muy bonito llamado Moulay-Bouzerktoun. De regreso hacia la carretera, se nos acercó un chico completamente ebrio que llevaba un enorme radiocasete apoyado en el hombro derecho. Estaba apagado, pero el borracho se tambaleaba tanto que parecía estar bailando. Sus amigos vieron que se nos acercaba y vinieron corriendo para llevárselo mientras nos pedían disculpas. Alguien comentó que si eso hubiese ocurrido en su pueblo, no solo nadie se disculparía, sino que vendrían todos borrachos.
Montamos las tiendas en el pequeño camping de Essouira, fuimos andando al centro y cenamos en el restaurante Mimosa, cerca del mercado y mi favorito desde hace años sin motivo aparente.
Dediqué la mañana del día siguiente a realizar algunas pequeñas mejoras en el camión, mientras mis compañeros visitaban la ciudad. Comimos pescado en unos agradables puestecillos cerca del puerto. Nuestra paz solo fue turbada por los gritos un vikingo que se quejaba porque le habían timado. Pensé que si tuviera que chillar cada vez que alguien me timase, estaría siempre afónico.
Continuamos hacia el sur y paramos en un supermercado de Agadir para comprar comida.
Acampamos en el Parque Nacional Sous Massa, cerca de los acantilados.
Al día siguiente hizo bastante calor. Comimos pollo en un restaurante de Guelmim y merendamos en una patisserie de Tan-tan. Acampamos en la desembocadura del río Chebeika bien protegidos por las dunas y los destacamentos militares.
La etapa siguiente discurría por la carretera paralela a la costa. En una de las paradas me asomé a un acantilado y vi a un hombre pescando. Estaba sentado en un saliente. A pocos metros las olas rompían estruendosamente contra las rocas, levantando nubes de agua. Me quedé un rato absorto en la impresionante escena del pescador abismado en el mar.
Llegamos a Tarfaya y di un paseo por el malecón repasando mentalmente "El Principito", obra escrita durante la Segunda Guerra Mundial por Antoine de Saint-Exupéry. Cerca de la playa hay un museo con su nombre que recuerda las veces que hizo escala aquí a lo largo de sus viajes transaharianos en avión. Pensé en lo sencillo y evidente que me parecía todo cuando era pequeño, y en la cantidad de estúpidos prejuicios que he ido acumulando con los años. El narrador se quejaba de que las personas mayores lo reduzcamos todo a cifras. Efectivamente, cuando tengo la suerte de que alguien sienta curiosidad por mis viajes, se interesa sobre todo por las cifras. Me pregunta cuantos viajes realizo al año, cuantos días dura cada viaje, cuantos kilómetros hago, cuantos países recorro, cuanto dinero me gasto, cuanto combustible consumo, cuantos caballos tiene mi camión, cual es su velocidad máxima, etc. Pocos me preguntan si duermo bien, si tengo miedo o si me siento muy solo durante el viaje de regreso.
Medité sobre mi tendencia a sobrevalorar mi capacidad para controlar los acontecimientos, cuando en realidad son ellos los que me dominan. Apliqué estas reflexiones a mis aventurillas y sin saber porqué, llegué a la conclusión de que cada viaje es un laberinto lleno de bifurcaciones. Cada vez que llego a una bifurcación, una fuerza invisible me indica el camino que debo tomar. Algunos inocentes llaman a eso "decisiones". En cualquier caso hasta ahora siempre he alcanzado la salida ya sea por voluntad propia o ajena, y espero seguir haciéndolo.
Llegamos a Laayoune y merendamos en la terraza de una cafetería con el bonito nombre de Sables d'Or.
Fuimos a los bungalows de Foum el Oued, pero estaban todos ocupados. Acampamos cerca de la playa. Después de cenar vinieron unos soldados a echarnos, ya que por lo visto estábamos en zona militar. Les dijimos que veníamos en son de paz, y se fueron a pedir instrucciones a sus superiores. Al cabo de un rato regresaron con un sargento, que nos conminó amablemente a irnos. Aprendida la mecánica, les dijimos que se fueran nuevamente a pedir instrucciones con la intención de ganar tiempo hasta que viniera un general, y en cuanto desaparecieron de nuestro campo de visión nos metimos en las tiendas a dormir. Caí en un sueño profundo del que no desperté hasta el día siguiente. Recuerdo vagamente haber oído voces durante la noche, pero no le di mucha importancia. Al fin y al cabo, los okupas eran ellos. Nosotros solo estábamos de paso.
Al día siguiente llegamos a Boujdour y paseamos por una zona de tiendas que no alcanzaba la categoría de mercado. Continuamos hacia el sur, y a unos 15 km tomamos una pista a la derecha que bajaba hasta la playa. El día era luminoso. Hacía bastante viento y me quedé junto al camión. Al cabo de un rato aparecieron unos chavalillos que nos invitaron a su jaima. Los adultos que había dentro nos recibieron con hospitalidad. Pedimos permiso para hacernos una ensalada, y nos ayudaron amablemente. Estuvimos un buen rato comiendo y conversando. Luego nos invitaron a un té.
De buena gana nos habríamos quedado allí una semana entera, pero había que proseguir el viaje. Nos despedimos y continuamos hasta El Pueblo Abandonado, uno de mis lugares favoritos en el mundo. Montamos las tiendas de campaña en la playa.
Al día siguiente continuamos hacia el sur por la carretera paralela a la costa.
Comimos carne a la brasa en El Argoub. El restaurante tenía mesas y sillas blancas de plástico, una parrilla y un mostrador adornado con cabezas de corderos degollados balanceándose alegremente al viento como guirnaldas navideñas. Me recordaron a la carnicería de Kénitra. A pesar de encontrarnos muy cerca, no había riesgo de que nos cayeran gotas de sangre. Estaban más secas que una uva pasa.
Continuamos hasta otro de mis lugares favoritos en el mundo: una playa desierta que he bautizado con el nombre de La Playa de la Soga, ya que se accede bajando por una cuerda.
Cruzamos la frontera con Mauritania y nos alojamos en el albergue Inal de Nouadhibou. Cambiamos moneda y lavamos la ropa sucia.
Al día siguiente fuimos a visitar Cabo Blanco y cuando nos disponíamos a salir hacia el Parque Nacional Banc d'Arguin, el radiador del camión comenzó a perder agua. Fuimos a un taller y un mecánico lo desmontó. Luego lo llevamos en taxi a un especialista que lo reparó cuidadosamente. Finalmente lo montamos y quedó listo para continuar el viaje.
Mi camión es sin duda mi más fiel camarada. Nos amparamos mutuamente y nunca nos abandonamos. Cuando se estropea le insulto, pero no se entera porque no tiene oídos. Por lo general despierta simpatía, pero a veces tengo la desgracia de encontrarme con algún europeo maleducado que se ríe de él, y yo le defiendo mentalmente. Si el otro me pregunta que dónde voy con "eso", pongo la misma cara de memo que él y contesto: "Pues haber si llego hasta el próximo pueblo". Pero en el fondo estoy pensando: "Voy a donde me da la gana, bocazas".
Una vez reparada la avería, tomamos la carretera hacia Nouakchott y acampamos en el kilómetro 193.
Al día siguiente nos desviamos por una pista hacia el oeste atravesando una inmensa llanura. A unos 20 km se nos unió un viejo Land Rover con matrícula española conducido por un mauritano. Llevaba provisiones para un campamento turístico que había montado en un paraje perdido de la costa, alejado de cualquier ruta conocida. Transportaba entre otras cosas un bloque de hielo. La iniciativa me pareció romántica y surrealista. Estuve a punto de seguirle, pero finalmente opté por la seguridad de lo conocido.
Llegamos a Arkeiss y ocupamos una jaima.
Por la tarde comenzó a soplar el viento cada vez más fuerte hasta desembocar en una gran tormenta.
Los portugueses que ocupaban las jaimas cercanas al peñón tuvieron que cambiar apresuradamente de emplazamiento durante la noche, ya que les entró el agua que caía por un torrente.
Tomamos la pista que va hacia la carretera. A medio camino nos adelantaron los vehículos de los portugueses. Al cabo de un rato nos hicieron señas para que parásemos. Nos preguntaron dónde acababa la pista, y parecieron sentirse aliviados cuando les dije que se dirigían a la carretera. Nos dió la impresión de que querían largarse de allí cuanto antes, aunque no tuvieran muy claro hacia dónde.
Llegamos a la carretera y paré a hinchar las ruedas con el compresor del camión. Hacía bastante viento.
Retomamos la carretera y nos sorprendió una tormenta de calor. Parecía como si el desierto tuviera fiebre.
En Nouakchott hicimos el visado de Malí y renovamos el mauritano, ya que el que nos habían dado en la frontera al entrar era válido solo durante cuatro días.
Después de dos noches en Nouakchott, tomamos la Ruta de la Esperanza y dormimos cerca de Sangrafa.
De noche nos visitó una extraña familia de arácnidos color carne parecidos al alienígena que se pegaba a la cara de uno de los tripulantes del Nostromo en la primera parte de Alien. Zapateamos con fuerza para ahuyentarlos, pero ellos no solo no se asustaban, sino que se acercaban cariñosamente a nuestros pies como incitándonos a jugar. Alguno sucumbió bajo las suelas de mis botas pisacacas cuando intentaba trepar por la escalerilla del camión. Por lo visto era un bicho conocido en toda esa zona. En las guías ponía que era inofensivo, pero nadie se lo creyó tanto como para dormir al raso.
Al día siguiente nos dimos una saludable ducha en un pozo del oasis de Djoûk. Comimos en un restaurante de Kiffa regentado por una senegalesa y conocimos a un grupo de malienses que pretendía hacer el mismo camino que nosotros, pero a la inversa y sin papeles. Mientras tomábamos el té comenzó a llover suavemente, algo que se agradece sobre todo en zonas tan desérticas. Las praderas estaban cubiertas de hierba alta y verde. Los animales pastaban tranquilamente y tenían buen aspecto.
Paramos a descansar cerca de un pueblo. Se nos acercó un grupo de personas, entre las que encontraba una de las mujeres más hermosas que he visto en mi vida. Tenía rasgos perfectos y preciosos ojos verdes. Saqué mi cámara y le hice unas bonitas fotos que seguramente algún capullo ignorante ya habrá borrado. De todas formas mereció la pena, ya que eso me permitió disfrutar contemplándola durante unos minutos.
El oasis donde se encuentra Tintâne se había convertido en un lago por culpa de las lluvias torrenciales. La situación era dramática. Muchas casas se habían hundido, y la población esperaba en tiendas de campaña militares a que el nivel del agua descendiese. Algunos habían fabricado balsas con bidones y se afanaban por salvar vehículos hundidos en el agua.
El gobierno había actuado sin contemplaciones habilitando una pista que circunvalaba la población por encima de dunas, cercas y jaimas.
Llegamos a Ayoûn el Atroûs y nos alojamos en un hotel. Dormí plácidamente en la terraza bajo una hermosa colección de estrellas.
Al día siguiente hinché las ruedas del camión en un taller. De camino a la frontera con Malí vimos un numeroso grupo de personas de la etnia Maure en caravana trasladándose silenciosamente con todos sus enseres. Durante unos minutos algo se activó en mi subconsciente y experimenté una extraña sensación. Creí estar muy lejos de allí tanto en el espacio como en el tiempo, e intuí que de alguna forma el éxodo había sido algo tan natural para mis antepasados como para esa gente.
En Nioro hicimos los trámites aduaneros de entrada en Malí y tomamos una carretera de reciente construcción hasta que encontramos un buen sitio para acampar pasado Diéma.
La tranquila y agradable etapa siguiente nos llevó hasta las inmediaciones de Kolokani.
Llegamos a Bamako el sábado 18 de agosto por la mañana. Fuimos directamente a las oficinas de la Royal Air Maroc para comprar los billetes de las que regresaban a España en avión.
Nota posterior a la redacción de este relato:
Por la tarde nos acercamos al Centre Père Michel, donde conocimos a Josep María Timoneda, Tim para los amigos. Nos contó que se acababa de incorporar como administrador, después de haber estado durante ocho años desarrollando su labor misionera en Costa de Marfil. Al día siguiente asistimos a la misa que él mismo oficiaba en la capilla del centro. No soy especialmente devoto, pero de vez en cuando me gusta empaparme del entusiasmo que transmiten los africanos durante la eucaristía. A pesar de no haber tenido mucho contacto con él, sentí una enorme tristeza al enterarme que el sábado 29 de marzo de 2008, Tim falleció en un accidente de tráfico a 200 km de Bamako. He tomado prestada esta excelente foto de http://bisbatsolsona.blogspot.com |
Por la tarde me reuní con los otros compañeros de viaje que me acompañaron hasta Lomé, la capital de Togo.
Esta segunda parte del viaje contó con todos los ingredientes que se pueden esperar de una emocionante aventura africana, y habría sido incluso apasionante si hubiera existido más sintonía entre los que viajábamos. Un proverbio Bambara dice "Ni don a diyara, a donkelaw bè caya", que podría ser traducido como "si los tambores suenan bien, la gente se agrupa para bailar". En esta ocasión los tambores debían estar un poco destensados, pero aún así fue una experiencia inolvidable.
El lunes por la mañana fuimos a la embajada de Burkina Faso en Bamako para solicitar los visados. Después de comer, recogimos los pasaportes y salimos hacia Bougouni. La carretera discurría entre suaves ondulaciones de terreno arbolado, jalonado con algunas praderas verdes. Atravesamos pequeñas poblaciones con casas bajas de barro. Los habitantes nos saludaban sonrientes. Acampamos en una suave pendiente para evitar que la lluvia nos inundase las tiendas.
La siguiente etapa nos llevó a Sikasso. Nos alojamos en el hotel Tata y extendimos las tiendas sobre el césped para que se secasen. Por la tarde hicimos una excursión hasta la cueva de Missirikoro.
Al día siguiente compramos provisiones en el mercado de Sikasso y visitamos la cascada de Farako. Miles de ranas cantaban bajo la lluvia una estridente aria, como si cada una quisiera gritar más que las otras. Cruzamos la frontera con Burkina Faso y entramos a conocer Koumi, un poblado Bobo-Fing.
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Estuvimos toda la tarde en Bobo-Dioulasso. Por la noche cenamos en el restaurante Les Bambous, donde tocaba un grupo de percusionistas. Sus tambores sonaban tan bien, que bailó hasta un camarero que minutos antes había querido echarnos airadamente por habernos sentado en una mesa reservada para otros. El baile le relajó, y finalmente nos dejó quedarnos en primera fila. |
Otro pequeño incidente me impidió disfrutar plenamente de la música. En la calle, la policía detuvo a una amiga burkinabe por no llevar su documentación en regla y la subieron a la caja de un pick up. Decidimos afrontar el problema con buen humor y "mougnou", que en el idioma local significa paciencia. Me quedé junto al pick up y estuvimos charlando mientras duró la cacería. Cuando los policías consideraron que ya había suficientes personas como para amortizar el viaje, emprendimos camino hacia la comisaría. Yo andando y ella en el pick up, cargado a tope con una veintena de detenidos apiñados en dos metros cuadrados y la suspensión a punto de reventar. Como iba a paso de tortuga pudimos continuar la conversación, a la que se unieron algunos de los detenidos más animados. Los policías nos escoltaban armados con sus Kalashnikov. Una vez en comisaría, mi amiga fue liberada después de pagar una pequeña multa.
La etapa siguiente nos llevó a Banfora. Nos alojamos en el hotel Canne à Sucre, hecho por occidentales en plan Memorias de África.
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Hicimos una excursión hasta el lago Tangrela para contemplar una nubosa puesta de sol. En el mirador había una italiana haciendo yoga, rodeada por un grupo de chavales imitándola. |
Al día siguiente tomamos una bonita pista hacia Gaoua, la ciudad más importante del País Lobi. Por el camino visitamos las ruinas de Loropeni. |
Nos alojamos en el hotel Hala de Gaoua, donde me recibieron con la misma calurosa frialdad de siempre. Los Lobi tienen un carácter especial, son muy diferentes. Es posible que por eso me atraigan tanto.
Al día siguiente hicimos una bonita excursión por el País Lobi.
En uno de los poblados me subí a un árbol para hacer fotos. Tanto esfuerzo para nada. |
Había llovido y las pistas se encontraban en mal estado. Afortunadamente ningún obstáculo era lo suficientemente grande como para impedirnos el paso. |
El camión se metía hasta por senderos de bicis. El paisaje era impresionante. |
Paramos a comer de nuestras provisiones en otro de mis sitios
favoritos en el mundo, una colina sobre un pequeño y remoto valle en el
corazón del País Lobi, desde la que se divisaban casas dispersas.
Sus habitantes nos invitaron a conocer sus sukalas, el nombre que reciben las casas donde viven. En una de ellas, Concha tuvo el gran acierto de tomar esta foto de una hermosa mujer Lobi. Su rostro tenía una simetría perfecta. |
Después de otra noche en el acogedor hotel Hala de Gaoua, reparamos una pequeña avería en el camión y tomamos la carretera hacia el norte. Paramos en Diébougou para visitar un altar Dagari y continuamos por una bonita pista hasta las inmediaciones de Boura, cerca de la frontera con Ghana. Acampamos frente a la escuela de un pequeño poblado llamado Youm. De noche vinieron sus habitantes a saludarnos mientras estábamos cenando, y pasamos con ellos una agradable sobremesa.
Al día siguiente compramos víveres en un supermercado de Léo. Fuimos por carretera hasta Nébou y buscamos la pista de Pô. Unos guardas forestales nos aseguraron que la ruta se encontraba en perfecto estado.
Debieron haber especificado que se encontraba en perfecto
estado para la práctica de deportes acuáticos.
Comenzamos cruzando charcos con alegría y buena velocidad para levantar olas y de paso limpiar los bajos del camión. Pero más allá los riachuelos se habían convertido en ríos, y el agua llegaba hasta el parachoques. |
Llegamos hasta el río Sisili. Llevaba tanto caudal que
decidimos imitar a los africanos y no nos atrevimos a cruzarlo. Nos
dimos media vuelta después de hacer unas cuantas fotos.
Aquí aparece Concha fumándose tranquilamente un cigarro durante el transcurso de una supuesta situación de crisis, imperturbable ante la adversidad y toreando los contratiempos con buen humor. Su faceta de gran dama viajera aparecía sobre todo en los momentos difíciles.
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Concha "Acacia" Martínez es la principal artífice de esta segunda parte del viaje, además de genial fotógrafa. Es la segunda vez que viajamos juntos. También me acompañó en agosto de 2005. Compartimos muchas afinidades.
Me alegra mucho que alguien viaje conmigo más de una vez.
Cada persona tiene sus gustos. A algunos viajeros les gusta mi forma de viajar, a otros no. Uno de los motivos por los que me tomo tantas molestias en escribir los relatos de los viajes, es para mostrar mis preferencias a los que quieran viajar conmigo. Yo no pretendo imponer mi criterio a nadie. Pero ya tengo cierta edad, una manera de viajar muy definida y ganas de aprovechar el tiempo que me queda de vida lo mejor posible. Aprovechar el tiempo no es para mí llegar más lejos o ver más cosas, sino afrontar las adversidades de forma que al final se transformen en buenos recuerdos. Porque cuando regreso a casa, me gusta recordar sobre todo la camaradería de mis compañeros de viaje, las cenas a la luz de la luna, las conversaciones alrededor de la hoguera, los chistes, las risas y el buen rollo.
Me gusta viajar con personas que les guste mi forma de viajar, así disfrutamos todos más. A veces me equivoco con la elección y me doy cuenta demasiado tarde. En esos casos me armo de paciencia, procuro complacer todo lo posible y no me agobio demasiado cuando alguien se empeña en mostrarme su lado amargo. Pero no estoy cómodo.
Regresamos a Nébou y retomamos la carretera hacia el norte. Acampamos frente a la escuela de Bassomyam. Las escuelas son buenos sitios para acampar durante las vacaciones estivales. Suelen estar rodeadas de terreno llano y tienen soportales para refugiarse cuando llueve.
Los mecánicos de Gaoua no habían hecho bien la reparación que les encagué cuando estuvimos en el País Lobí, así que pasé todo el día siguiente en un taller para camiones de Ouagadougou, la capital de Burkina Faso. Las grandes ciudades africanas me deprimen, y nuestra estancia no fue especialmente grata. Dormimos en un hotel cercano a una zona de talleres, con todo el encanto que puede tener una zona de talleres en una gran ciudad africana.
Además al día siguiente un policía municipal quiso multarme con 15.000 francos cfa por aparcar correctamente. Normalmente me tomo estos incidentes con paciencia, pero ese día hice una excepción. Una regla básica dice que en estos casos no se debe ni pagar ni pegar. Pues mis compañeros hicieron lo primero, mientras que yo estuve a punto de hacer lo segundo.
Finalmente tomamos la carretera de Ghana y buscamos alojamiento en Pô. Las instalaciones eran bastante deficientes, pero el trato fue magnífico, y compensó con creces las incomodidades. Además mi humor se estabilizó en cuanto salimos de Ouagadougou.
Al día siguiente tomamos la pista de Tiébélé. Había llovido mucho. El firme aparentemente en buen estado se convirtió en una trampa para algunos camiones sobrecargados, que eligieron la parte central de la vía para hundirse en el barro. Uno de ellos incluso transversalmente, lo cual ya es difícil. Los sorteamos como pudimos gracias a la tracción total de nuestro camión.
Llegamos a Tiébélé en pleno País Kassena, estacionamos el camión y emprendimos una excursión a pie hasta la aldea de Tangassogo. Atravesamos un bonito valle que he adoptado como otro de mis lugares favoritos en el mundo. Me tomé mi tiempo para inmortalizarlo con estupendas fotografías, un buen exponente de lo que se considera "el arte por el arte", ya que ni yo mismo he tenido ocasión de ver el resultado.
Nos alojamos en el encantador albergue Kunkolo, regentado por el parsimonioso y atento rastafari Ouedam.
Nuestro siguiente objetivo era Dapaong, en Togo. En vista del mal estado de las pistas, lo más prudente era circular por asfalto cuando fuera posible, aunque hubiera que recorrer más distancia.
Regresamos a la ciudad de Pô, que de un día para otro había sido invadida por multitud de camiones. Un turista irlandés nos dijo que la carretera de Ouagadougou estaba cortada por la crecida del río Nazinon. Aún así decidimos dirigirnos al norte para ver si podíamos pasar. Antes de salir recogimos al irlandés junto con todos sus amigos, entre los que se incluían tres simpáticas catalanas, para que hicieran peso en caso de vadear el río, y que no nos llevase la corriente. O si nos llevaba, que nos llevase a todos. Pero no pudimos avanzar mucho, porque la barrera del control de salida de la ciudad estaba bajada. Unos incorruptibles policías nos impidieron el paso.
Como no podíamos avanzar hacia el norte por causas naturales, tiramos hacia el sur y topamos con otro impedimento, esta vez humano: la frontera de Ghana. Un funcionario de impecables modales clavadito a Sidney Poitier nos pidió 100 dólares a cada uno por atravesar los escasos 170 km que nos separaban de Togo. Todavía resuenan en mi cabeza sus palabras cuando le pedí permiso para entrar en su país: "One hundred dollars!", exclamó aguantándose la risa mientras contemplaba con admiración sus lustrosos zapatos negros. Yo con mis pisacacas embarradas no podía competir contra él, así que regresamos a Pô, localidad que parecía ejercer sobre nosotros una fuerte atracción.
El Pô conocimos a unos elegantes macarras que habían comprado varios 4x4 en el puerto de Accra, y pretendían venderlos en Ouagadougou. Llevaban gafas de sol oscuras aunque estuviese nublado, y les acompañaban unas chicas despampanantes vestidas de blanco impoluto. Nos invitaron a compartir soborno para convencer a los incorruptibles policías de que nos dejasen continuar hacia el norte.
Fuimos nuevamente hasta la barrera acompañados por los macarras, que intentaron sin éxito sobornar a los incorruptibles policías. No pudieron soportar la humillación de que alguien rechazase su dinero delante de las chicas despampanantes, así que se saltaron la barrera por el peor sitio posible. Bajaron por un profundo vadén y giraron en medio de un inclinado terraplén a pleno gas, haciendo patinar las ruedas. Estuvieron a punto de volcar y quedarse sin coches, pero consiguieron pasar ante el estupor de todos y las carcajadas de algunos.
Después del espectáculo estuvimos aguardando pacientemente, y solo perdí la esperanza a partir de la decimocuarta vez que un amable funcionario nos dijese que la carretera podría abrirse "en cualquier momento", así que regresamos a Tiébélé. Se hizo de noche y comenzó a llover. Una buena opción habría sido buscar refugio al calor del albergue Kunkolo, y nunca mejor dicho, ya que sus habitaciones eran francamente calurosas. De esas que apetecen a los ardientes amantes para dar rienda suelta a su pasión y compartir sudores.
Pero yo no tenía a quien amar de otra forma que no fuera espiritual, y no puse reparos cuando mis infatigables compañeros de viaje me animaron a continuar por la pista. Viajamos de noche por parajes de singular belleza, que sin duda habría apreciado más con unas gafas de visión nocturna. Me prometí a mi mismo regresar en otra ocasión más luminosa.
En una de las paradas coincidimos con una pintoresca pareja de occidentales compuesta por una portuguesa que calzaba zapatos de tacón, y un sediento mexicano que respondía al nombre de Gustavooooo, cuando ella le llamaba a gritos. Llevaban todo el día sin beber nada, a tenor de como dejaron la botella de agua mineral que le ofrecimos para que echasen un trago.
Acampamos en las inmediaciones de Manga.
Al día siguiente recogimos nuestro campamento, y después de desayunar enlazamos con la pista de Tenkodogo. A la salida de Bindé, un guarda había bajado la "barrière de pluie", una barra de metal que impide el paso de los vehículos cuando llueve, con la finalidad de preservar el buen estado de la pista. La multa por saltarse dicha barrera es de 500.000 francos cfa., que equivalen a 763 euros, aunque todavía no se conoce ningún caso de nadie que haya pagado semejante fortuna.
Después de una espera de cortesía, uno de los viajeros se dirigió decididamente al guarda con un cuaderno de notas y un boli Bic en la mano. Le dijo que éramos "los delegados de la comisión en misión de evaluación". No sabemos si el discurso le impresionó o es que había llegado ya el momento de la apertura, el caso es que corrió a la barrera y la subió rápidamente. Cuando pasamos, solo le faltó cuadrarse y hacernos un saludo militar.
La pista acabó en Tenkodogo. Enlazamos con la carretera nacional 16 hacia el sur hasta Cinkassé, donde se encuentra la frontera con Togo. Hicimos el visado y continuamos hasta Dapaong, que en el idioma local significa "mercado nuevo". Nos alojamos en el tranquilo hotel Le Campement.
Al día siguiente contratamos un guía para que nos acompañase al País Moba. Nos llevó por una bonita pista paralela a la falla, bastante rota por el agua que caía de las montañas. En los peores tramos había grupos de trabajadores rellenando agujeros con piedras y troncos. Nos pedían dinero al pasar. Empecé dando cada vez una moneda de 500 francos cfa. Cuando se me acabaron, bajé a 100 francos cfa. Cuando me di cuenta de que esa pista tenía más agujeros que un queso Gruyère, ya solo daba las gracias. Pero eso si, muy efusivamente.
Fuimos al mercado de Nano y estuvimos con el jefe tradicional, que nos dio su permiso para visitar la región previo pago de una moderada cantidad de dinero. Nos impuso como guía a uno de sus hijos. Al principio esta exigencia no nos hizo mucha gracia, pero nuestra opinión cambió cuando al subir la montaña el camión se hundió en el barro, y nuestro nuevo guía trabajó de lo lindo para liberarlo. Si al principio nos parecía caro, luego resultó barato.
Subimos a la falla, entramos en las grutas de Nano y visitamos un poblado Moba llamado Moak.
De regreso a Dapaong encontramos un grupo de personas bailando en medio de la pista. Venían del mercado de Nano y estaban completamente ebrios. Nos pidieron dinero por dejarnos pasar. Estuvimos esperando un rato hasta que se cansaron de hacer el indio y se apartaron, llamándonos de todo mientras golpeaban con sus puños la chapa del camión.
Al día siguiente salimos hacia el sur, atravesamos el Parque Nacional de la Kéran, y después de Kandé tomamos una pista hacia la izquierda para visitar la región de Koutammakou, nombrada por la UNESCO en 2004 Patrimonio de la Humanidad. Queríamos conocer a sus habitantes los Batammariba, la gente más encantadora y pesetera del mundo.
Al poco de iniciar la pista, una barrera nos impedía el paso. Llovía a cántaros y nadie venía a subirla, así que me acerqué a la caseta para preguntar por el motivo de la parada. Dentro había un sonriente señor que nos informó de las tarifas por visitar la región, como quien entra en un parque nacional. Le pagamos y nos ofreció un guía, pero como yo tengo un conocido en Nadoba, declinamos amablemente. Debía estar acostumbrado a que todo el mundo sucumbiese ante su encanto, así que insistió. Nosotros también insistimos en nuestra negativa. Estuvimos un buen rato exponiendo argumentos, y cuando la situación se degradó hasta el punto de repetir los chistes, regresamos al camión. Al final el hombre se cansó y subió la barrera.
África es el continente con más barreras del mundo, y saltárselas se ha convertido en el deporte nacional de algunos países. No es de extrañar que los mejores saltadores de vallas olímpicos sean de origen africano. Pero son barreras inocentes, que solo perjudican a los impacientes. Por eso cuando los occidentales les ponemos barreras mortales para entrar en nuestros países, nos miran con reproche y parecen decirnos: "Eso no es así, tíos, eso no es así".
Los africanos que vienen a Europa por primera vez, tienen que alucinar cuando comprueban que pueden recorrer cientos de kilómetros por carretera sin que nadie les pare.
Circulamos por una espectacular pista bordeando las montañas. Pronto empezamos a ver tatas, las peculiares casas de los Batammariba. Llegamos a Nadoba y fuimos a buscar a Christophe, que regenta una cabina telefónica. A pesar de que solo le conocía de un viaje anterior, me recibió con grandes muestras de cariño, como si fuéramos amigos de toda la vida. Nos llevó hasta las tatas de su familia por un diminuto sendero.
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El camión pasaba con dificultad y nos costó llegar, pero mereció la pena con tal de disfrutar junto con mis amigos de otro de mis lugares favoritos en el mundo. |
Otra estupenda foto de Concha.
Una luminosa muchacha Batammariba plenamente consciente de su vitalidad, llena la escena con su imponente presencia. Luce orgullosa su torso adornado con escarificaciones y muestra un anillo que parece ser importante para ella, pero cuyo significado se me escapa. Detrás, un árbol parece crecer de su cabeza. Las ovejas pastan una hierba reverdecida por la lluvia. Al fondo se ven casas de adobe. Para completar la escena, mi camioncito conveniente embarrado para la ocasión y coronado por una mesa patas arriba, como si fuera un gigantesco puercoespín. |
Acampamos junto a las tatas de la familia de Christophe.
Al día siguiente recogimos nuestro campamento, nos despedimos y tomamos el sendero hacia Nadoba. Pero el terreno estaba muy blando y el camión se hundió en el barro. Estuvimos un buen rato intentando desatascarlo con las planchas y el gato, pero no hubo forma. Además, el tractel se negó a funcionar justo cuando más falta nos hacía. Viéndonos en apuros, nuestros anfitriones nos ofrecieron su ayuda a cambio de 60.000 francos cfa., el equivalente a 92 euros.
Me entristeció la actitud de nuestros supuestos amigos a los que con tanta ilusión habíamos ido a visitar. A veces por puro romanticismo tiendo a idealizar a personas que no conozco bien, y cuando muestran su verdadera faz, no puedo evitar sentirme defraudado y abatido. No hice el menor esfuerzo por pagarles ese dineral.
Les pedí que trajesen piedras para colocar debajo de las ruedas del camión, y uno de ellos me dijo riéndose que allí las piedras eran muy caras. Cogí algunos troncos que estaban tirados en el suelo, pero cuando volví a por más, alguien me dijo en actitud desafiante que su dueño estaba trabajando en el campo y yo no tenía permiso para utilizarlos.
Mis compañeros de viaje no compartieron mi punto de vista y decidieron pagar. De pronto empezaron a aparecer tablones y piedras de todos sitios, y en diez minutos el camión ya estaba fuera. Antes de irnos, felicité a los africanos por haber sido capaces de mantenerse más unidos que nosotros.
De camino paramos en un restaurante y pedí permiso para utilizar la ducha, ya que tenía barro hasta en los calzoncillos. Solo me cobraron el agua, sacado de un pozo construido por una ONG occidental. Mientras me duchaba, reflexioné sobre si era necesario complicarse tanto la vida, y decidí que a partir de ese momento simplificaría el viaje todo lo posible, evitando más situaciones de riesgo innecesarias.
Antes de abandonar la región de Koutammakou, paré en las tatas que suelen visitar los turistas. Sus habitantes nos recibieron pidiéndonos dinero por cada foto que hacíamos. Cuando finalmente abandonamos el país de los Batammariba experimenté una extraña sensación de alivio... que no me impedirá regresar el año que viene, claro. Al fin y al cabo cada uno tenemos nuestras virtudes y defectos. No es bueno fijarse solo en lo malo.
Retomamos la carretera y fuimos hasta Kara. Nos alojamos en un hotel cómodo pero sin encanto, una impersonal mole construida al gusto occidental en lo alto de una colina. Su mejor cualidad era las vistas de los montes Kabyé.
Al día siguiente continuamos hacia el sur atravesando zonas
montañosas.
Esta foto es del paso de Aledjo, en el puerto de Bafilo. |
La siguiente etapa nos llevó hasta Atakpamé. Nos alojamos en el tranquilo hotel Le Sahelien de Hihéatro. Pasamos una agradable tarde conversando y bebiendo cerveza.
Al día siguiente tomamos la carretera de Kpalimé.
Por el camino encontramos algunos vehículos con dificultades para atravesar los tramos sin asfaltar. |
Comimos en el restaurante Macumba de Kpalimé, decorado con pinturas de Jimy Hope. Por la tarde subimos hasta el pico de Agou, el punto más alto de Togo. Dormimos en un antiguo hospital alemán transformado en hotel, otro de mis lugares favoritos en el mundo. Un sitio alucinante en lo alto de un monte, rodeado de frondosos bosques con árboles altísimos.
Llegamos a Lomé el viernes 7 de septiembre, justo a tiempo para asistir al concierto semanal de jazz en el albergue Le Galion. Durante la cena se produjo el momento que más recuerdo de todo el viaje. Estaba apenado porque al día siguiente tendría que despedirme de mis compañeros y regresar en solitario hasta España por tierra. Mientras los músicos estaban descansando, un australiano de mediana edad cogió el micrófono y se puso a cantar Moon River. Solo era un aficionado, pero puso todo su corazón en la interpretación y me dio tantos ánimos, que en tres semanas ya estaba nuevamente en casa. Sin mi cámara, pero con un montón de buenos recuerdos.
Ahora es cuando una mente lúcida debería sentarse a analizar concienzudamente el desarrollo del viaje, detectar sus fallos y buscar posibles soluciones para aplicarlas si en el futuro me volvía a encontrar con los mismos problemas. Aprender de los errores, mejorar la eficacia y todas esas cosas.
En lugar de eso, prefiero sentarme en mi butaca, escuchar la misma música que durante el viaje, recordar los buenos momentos e imaginar en un punto fijo de la pared el millar de estupendas imágenes que supe captar pero no conservar. Cada vez encuentro menos motivos para exigirme más a mí mismo, y me conformo con seguir teniendo más ocasiones para cometer nuevos y apasionantes errores.