VIAJE TRANSAHARIANO AGOSTO 2005

Este es el diario de Simón, uno de los viajeros que tuvo la amabilidad de acompañarme desde Algeciras hasta Bamako en agosto de 2005:

El sábado 30 de julio de 2005 a la 9 de la noche salgo de casa cargado con mi mochilla y un montón de temores hacia la estación de tren para tomar el expreso que me lleva a Algeciras. Voy tumbado en la litera, pero no puedo dormir. Nunca he pisado suelo africano y estoy inquieto. Me tranquilizo escuchando con mi mp3 la ópera de Verdi "Luisa Miller".

El tren llega a la estación de Algeciras. Me pregunto si todos los pasajeros del tren también van a Bamako. Tomo prestado un carrito para llevar mi pesada mochila hasta el puerto. Allí me espera José sonriente con su camión. Se trata de un vehículo peculiar. El chasis es de camión 4x4 preparado para soportar hasta 9 toneladas. La carrocería, bastante alta, es de autobús. Parece un vehículo policial de la época de "los grises". Eso me recuerda a los Blues Brothers en "Granujas a todo ritmo". Utilizan un Dodge de segunda mano comprado a la policía de Illinois. Nosotros no vamos en misión de Dios, pero llevamos mucho ritmo.

Llegan los demás viajeros desde diferentes sitios de España y nos metemos directamente en la tripa del moderno ferry fabricado en Australia rumbo a Ceuta. Durante el trayecto desayuno un Colacao con dos donuts que me saben a gloria. El barco está tan abarrotado como el tren. La simpática camarera me comenta que son días de mucho ajetreo. Se ve gente de todo tipo. Pienso en los inmigrantes clandestinos que se juegan la vida atravesando el Estrecho en pateras. Por los altavoces se oy e una canción de José Luís Perales. Se diría que soy el único que la escucha: "Ayer se fue. Tomó sus cosas y se puso a navegar. Una camisa, un pantalón vaquero y una canción. ¿A dónde ira? Y se marchó. Y a su barco le llamo Libertad. Y en cielo descubrió gaviotas. Y pintó estelas en el mar."

Salimos del ferry montados en el camión. Paramos en una estación de servicio y llenamos los depósitos. Gasoil para el camión y gasolina sin plomo para el generador del aire acondicionado.

Llegamos a la frontera con Marruecos. Nos precede una larga caravana de coches. Avanza rápido. Salimos de España. Algunos vehículos son desviados a la derecha. Un policía marroquí vestido con un grueso traje azul nos indica que vayamos por la izquierda. Debe estar asándose de calor. Paramos a la sombra. José pone una cinta de John Scofield versionando a Ray Charles y se baja a hacer los trámites. Voy al banco y compro Dirhams. Son billetes nuevos, con la cara del rey Mohamed VI. Entramos en Marruecos. Me parece otro mundo. Todo es diferente. La ropa, la gente, los taxis, las matrículas, la forma de conducir. El viaje acaba de empezar y ya estoy alucinando.

Pasamos por Fnideq, población antes conocida como Castillejo, donde se mezclan comerciantes y contrabandistas que compran en almacenes de Ceuta para vender en Marruecos. De camino a Mdiq se ven hoteles de lujo. La carretera está recién asfaltada. Circunvalamos Tetuán, con casas blancas en la ladera de la montaña. Subimos un puerto y nos detenemos para comer. Hay varios restaurantes que compiten en calidad y precio. Continuamos por una zona más o menos montañosa, verde y arbolada hasta la autopista. El terreno ahora es llano. La gente cruza tranquilamente la autopista andando. El ruido constante del motor Perkins me invita a dormir. Aprovecho para echarme la siesta. Paramos en un "aire de repos". Se ven muchos marroquíes residentes en el extranjero que regresan a Marruecos para pasar sus vacaciones de verano. Mercedes parece ser su marca de coches favorita.

Llegamos a Kenitra. Montamos las tiendas en el camping. Los servicios son nuevos y las duchas grandes, pero no hay agua caliente. Cenamos en un restaurante cercano. En la terraza hay una gran pantalla de televisión, donde se repiten incansablemente escenas de una boda.

A la mañana siguiente recogemos las tiendas y salimos temprano. Retomamos la autopista y paramos a desayunar en el primer área de servicio. Tortitas recién hechas con mermelada, croissant y café con leche. Paramos en un supermercado cerca de Rabat llamado Marjane. Es igual a cualquiera de los que hay en España. Compramos comida y bebida.

A la salida de Rabat, no doy crédito a mis ojos: ¡un burro con cinco patas! Al acercarnos, veo que la quinta pata es en realidad un enorme miembro en estado pletórico. Algunos de mis compañeros, que también se han percatado, estallan en carcajadas. En España ya casi no quedan burros, en Marruecos abundan.

Después de Casablanca acaba la autopista. La carretera es llana. Atravesamos despacio algunos pueblos bastante grandes con anchas avenidas plagadas de pequeños comercios. La gente cruza sin mirar. Hay más hombres que mujeres. Las pocas que (no) se dejan ver llevan la cara tapada con un velo. Paramos para tomar un te y compro fruta.

Llegamos al camping de El Jadida. Montamos las tiendas y vamos a dar un paseo.

En 1506, los portugueses erigieron una fortaleza a la que llamaron Mazagan.

La foto es de Tomás Navarro, uno de mis compañeros de viaje y excelente fotógrafo.

Construyeron un gran depósito de agua para resistir asedios del exterior.

Otra estupenda foto de Tomás.

En 1832, el sultán Moulay Abderrahman la reconstruyó y le puso como nombre El Jadida o "la nueva". Hay muchos edificios antiguos. La antigua iglesia carece de símbolos religiosos.

Por la noche, el paseo marítimo se llena de veraneantes marroquíes. Parece una manifestación. Unos chicos en edad de pelear se reparten bofetadas, mientras la muchedumbre contempla el espectáculo.

Al día siguiente salimos a media mañana, sin prisas. Paramos a comer en la terraza de un pequeño restaurante de Bouguedra. El mobiliario es modesto. El cocinero asa carne en una parrilla exterior. Continuamos hasta Dar-Tahat-ben-Abbou, un pueblo demasiado pequeño para un nombre tan largo. Tomamos una carretera a la derecha que conduce a Essaouira "par la route côtière", como dice el cartel. De camino, visitamos un poblado de pescadores llamado Moulay-Bouzerktoun. Aquí no es que haya pocas mujeres, ¡es que no hay ninguna! Un pescador me dice que a ese pueblo solo van hombres en verano a faenar con pateras. El resto del año, está desierto. No hay puerto. Las embarcaciones descansan en la extensa playa. El cielo intensamente azul, la temperatura templada y el mar embravecido invitan a dar un paseo hasta el otro extremo de la playa.

Llegamos al camping de Essouira. El viento sopla fuerte mientras montamos las tiendas y cesa cuando terminamos. Caminamos durante 20 minutos hasta el centro. Se ven hoteles de lujo y veraneantes marroquíes vestidos con ropa occidental. Aquí muchas mujeres no se tapan la cara. Algunas incluso te mantienen la mirada y sonríen. Cenamos en un restaurante que se encuentra entre la zona turística y el mercado. Es pequeño, no creo que tenga despensa. El gerente hace también de camarero y de vez en cuando cocina. Toma nota de lo que queremos cenar y se va corriendo al mercado. Seguro que nuestra comida será fresca. En un restaurante español caro, el coste de la comida es pequeño en relación a lo que paga el cliente. Si la comida se estropea, el dueño puede tirarla sin perder mucho dinero. El propietario de un restaurante africano modesto es probable que no puede permitirse ese lujo. Por eso lo mejor es que no tenga despensa y se encuentre cerca del mercado.

Pasamos en Essaouira la mañana del día siguiente. Los barrenderos trabajan sin cesar. El suelo está impoluto. Las murallas parecen recién restauradas. Las fachadas de las casas relucen. Muchos transeúntes me parecen policías de paisano. Aquí se cuida el turismo. Comemos pescado en una zona de pequeños restaurantes que hay entre el puerto y la plaza principal. Después continuamos nuestro viaje hacia el sur. Duermo un rato. Paramos en lo alto de una montaña para estirar las piernas. Unos niños se acercan para vendernos higos chumbos. Mientras estoy hablando con ellos, oigo un frenazo seguido de un fuerte ruido. Dos coches acaban de chocar. Uno se ha parado en medio de la carretera para mirar el paisaje, y otro que debía estar mirando las musarañas le ha golpeado por detrás. Cuando nosotros nos vamos, no hay heridos. Después no se, porque se quedan discutiendo acaloradamente en mitad de la calzada.

La carretera tiene muchas curvas. Discurre entre la montaña el mar. A medida que nos acercamos a Agadir, se ven más poblaciones. Circunvalamos Agadir. Todos los edificios son posteriores a 1960, el año del terremoto que arrasó la ciudad. Repostamos en una gasolinera con los baños más limpios que he visto hasta ahora. Dejo en un plato las monedas del bolsillo que me molestan y dos señoras que limpian se ponen muy contentas.

La carretera que va hasta Tiznit es llana y ancha. Algunos coches adelantan aunque venga alguien de frente. Los pueblos que atravesamos parecen pensados más para el tráfico rodado que para las personas. Vías de servicio, grandes aparcamientos, amplias avenidas donde la gente se juega la vida para cruzar. Nadie parece respetar los escasos pasos de cebra. Algunos se quedan mirando nuestro singular camión mientras atraviesan la calzada, sin fijarse en los vehículos que están a punto de arrollarles. Cenamos en un restaurante bastante moderno de Tiznit y nos acercamos a la costa para montar nuestro campamento. Es de noche y solo vemos lo que iluminan los faros del camión. No hace viento y el terreno es bueno para plantar las tiendas. La "2 seconds" que me compré en Decathlon se monta en poco tiempo y ha resistido bien el poco viento que hemos tenido hasta ahora.

Duermo de un tirón y me despierto temprano. Subo por la ladera de la montaña y me siento sobre la arena. A la derecha hay un pueblo que poco a poco va cobrando vida. Por la pista caminan cinco personas y dos burros. Las mujeres visten ropa amplia y llevan sombreros anchos. Mis compañeros de viaje van saliendo de sus tiendas. Todos menos dos, que se han levantado antes que yo, y ahora veo bajar desde lo alto de la montaña. Desayunamos y visitamos Tiznit. Compro fruta.

Continuamos hacia el sur. Después de subir el puerto de Tizi-Mighert, vemos camiones parados. Un trailer ha volcado en medio de la carretera y solo pueden circular vehículos estrechos. El nuestro pasa por los pelos. Llegamos a un control. El gendarme parece aliviado al comprobar que solo somos viajeros. No vamos en misión oficial, ni somos una ONG. No queremos recuperar el Sahara Occidental, no somos espías y no pretendemos complicarle la vida. Paramos a comer fruta en la bajada de un puerto.

El paisaje cambia después de Bouizakarne. Se ven extensas llanuras y cordilleras interminables. Recorremos muchos kilómetros sin ver un alma. Pero basta que hagamos una parada técnica (wc), para que aparezca alguien que nos dificulte la operación. Las poblaciones son grandes. Comemos pollo con ensalada en la terraza de un restaurante de Guelmim. El camarero memoriza lo que le pedimos. Quizás no sepa escribir, quizás no le haga falta. Aparece un pobre loco vociferando. Es joven y parece instruido. Grita en francés y vocaliza perfectamente. Los niños le persiguen y se ríen. Eso nos tranquiliza. Si fuera peligroso, ya lo habrían encerrado.

En la ladera de una montaña cercana a Guelmim hay algo escrito en árabe. Las letras son inmensas, pueden verse desde muy lejos. Subimos un puerto. Paramos en lo alto. Me refresco con agua de un aljibe. Por ambos lados de la montaña se extienden sendas llanuras.

Dos grandes esculturas de camellos blancos flanquean la entrada de Tan-tan. Parecen sacados de un parque temático. Merendamos bollos recién hechos en una patisserie. Adelantamos a tres ciclistas de aspecto europeo, que nos saludan con la mano. A partir de El Ouatia el viento arrecia. Afortunadamente para los ciclistas, va en dirección sur. La carretera discurre paralela a la costa acantilada. Paramos a dormir en la desembocadura del oued Chebeika, un paraje de gran belleza. Monto la tienda escuchando música de Boston y me subo a una duna. Repaso mentalmente todos los paisajes diferentes que hemos contemplado. Nunca antes había visto nada igual. Quizás en algún reportaje, pero no es lo mismo. Esto hay que vivirlo.

Al día siguiente continuamos paralelos a la costa. Visitamos la sebkha Tazra. Lo blanco es sal. En la casa de madera descansan tres personas, que se acercan a saludarnos. Me pregunto de dónde habrán sacado la madera. No hay un árbol en cientos de kilómetros a la redonda.

Continuamos con el mar siempre a nuestra derecha hasta Tarfaya. Pedimos pescado en un restaurante de la calle principal. Tardan mucho en servir. No pasa nada. No hay prisa. Pas de panique. Voy a dar un voltio. Parece un pueblo del lejano oeste. Luminoso y polvoriento. El museo de Saint-Exupéry está cerrado.

Reanudamos el viaje. Esta vez nos acompañan dunas. Hasta en los sitios más desérticos hay autostopistas. A la izquierda veo la Sebkha Tah, donde algunos vehículos han dejado profundas huellas. Me imagino cómo debía ser esta travesía antes de que hubiera carretera. Los camiones Pegaso del ejército español circulando campo a través debían causar honda impresión a los pacíficos camelleros.

Paramos a estirar las piernas y nos desperdigamos por la llanura. Un Renault 18 nos rebasa, frena y da marcha atrás hasta colocarse delante de nuestro camión. Descienden dos señores trajeados. Uno de ellos nos hace fotos con su teléfono móvil. Luego se introducen en su coche y desaparecen rápidamente. Suponemos que son policías que van a informar a sus superiores en Laayoune. La situación política es inestable.

Muchos controles a la entrada de Laayoune. Sobre el papel, el Sahara Occidental está tutelado por la ONU. Sobre el terreno, manda Marruecos. Papel mojado en el desierto, vaya ironía. Recorremos las calles de la capital de la antigua provincia española. Tomamos café con bollos en una cafetería de la calle principal, muy poco concurrida. Parece una ciudad fantasma. No podemos evitar sentirnos espiados. Algunas delegaciones españolas han sido expulsadas recientemente. Afortunadamente, el aspecto lamentable de nuestro vehículo denota que no suponemos una amenaza para nadie. Se me acerca un saharaui que en tono jocoso me pregunta mirando al camión si nos ha pasado algo, si necesitamos ayuda.

A lo largo del viaje he venido observando, sobre todo cuando paramos a repostar combustible, que aquí el factor determinante para distinguir a unos viajeros de otros no es el país de procedencia, ni la ropa, ni por supuesto el color de la piel. Es el vehículo. Los ocupantes de flamantes 4x4 preparados con todos los artilugios imaginables nos miran como con temor de que vayamos a pedirles algo, mientras que "esos locos con sus viejos cacharros" parecen conocernos de toda la vida. Recuerdo un experimento grabado por la BBC, en el que un señor impecablemente vestido se tumbaba en el suelo de una céntrica calle de Londres. A los dos minutos, estaba rodeado por un nutrido grupo de personas preocupándose por su salud. Al día siguiente, ese mismo señor se tiraba en el mismo sitio vestido con ropas humildes, y todo el mundo pasaba de largo. Llegué a la conclusión de que, en caso de correr el riesgo de sufrir un desvanecimiento, siempre era mejor vestir bien para salir a la calle.

A la salida de Laayoune, damos un paseo por las dunas, que retienen el poco y preciado agua del oued Saquia El Hamra.

Me siento en la arena. El viento arrastra alguna bolsa de plástico negro. Aquí es costumbre tirar la basura en los alrededores de las ciudades, esperando que el viento se la lleve. Las latas acaban siendo pulidas por la arena. El desierto se lo come todo. La temperatura es perfecta y la calma total. Un chorlitejo patinegro trota con rapidez y se detiene a mi lado. La luz del atardecer es inmejorable y me permite tomar buenas fotos.

Siguiendo hacia el oeste, tomamos una desviación a la derecha en dirección a Foum el Oued. Una gran chiquillería nos recibe a la entrada de los bungalows Le Champignon. Mientras José va en busca del gerente, sube al camión un grupo de mujeres. Una de ellas me pide en matrimonio. Me cuenta su vida y yo le cuento la mía. Viste telas vaporosas que ráfagas de viento revelan una figura bien alimentada. Irradia simpatía y buen humor. Los bungalows son grandes y tienen cocina. Enrique hace pasta para todos.

Al día siguiente y después de un tranquilo desayuno, recogemos nuestro equipaje y continuamos el viaje. Atravesamos el puente que pasa por encima de la cinta que transporta dos millones de toneladas de fosfato al año desde las minas de Bou Kra hasta la costa.

A la entrada de Boujdour hay chabolas ocultas tras un muro. La calle principal es muy ancha. Se ven edificios construidos recientemente con materiales de baja calidad y aspecto envejecido. Las mejores construcciones albergan organismos oficiales o bancos. Comemos en la terraza de un restaurante. Voy a comprar pan y mientras espero a que me atiendan entablo conversación con un saharaui. Me cuenta la historia del Sahara Occidental. No tomo nota de los nombres de los grupos étnicos, confiando en encontrar esa información posteriormente en "Estudios Saharianos", de Julio Caro Baroja.

A unos 20 km. de Boujdour tomamos un desvío a la derecha y bajamos hasta la playa. Paseamos. Algunos de mis compañeros de viaje se bañan. Regreso al camión para tomar notas en mi cuaderno. Luego me tumbo en la litera que hay en la parte trasera del camión y duermo escuchando el sonido del silencio de Simon&Garfunkel.

Regresamos a la carretera principal que los marroquíes ya han rebautizado como Ruta Nacional 1 (RN1) y proseguimos hacia el sur. Otra gasolinera con mezquita incorporada. El cielo está nublado y el viento sopla fuerte. De vez en cuando, rayos de sol se cuelan entre las nubes. El terreno es llano. En lo alto de los acantilados hay pequeñas casas de madera y aspecto humilde. Algunos pescadores bien abrigados van y vienen en viejos ciclomotores. Llevan cañas de pescar muy largas. Piedras apiladas, recipientes rotos o ruedas viejas en la cuneta indican que cerca hay un acceso a algún sitio lo suficientemente importante como para que alguien se tome la molestia de señalarlo.

Se ven ruinas de pequeños asentamientos ilegales que de vez en cuando el gobierno destruye con maquinaria pesada. La carretera ha sido hecha con poco asfalto y muchas piedras. Los neumáticos se desgastan rápidamente.

El cadáver de un pez cuelga de un palo, indicando que por allí alguien se dedica a vender pescado. El viento lo mueve sin cesar. Un pez volador. Quizás envidiaba a las gaviotas y siempre quiso volar. Al final lo ha conseguido. No hay nada como perseverar. De tanto acercarse a la superficie para admirar a los pájaros, acabó mordiendo el anzuelo.

Después de una gasolinera nos desviamos a la derecha. Llegamos a un pueblo. La carretera continúa, pero hay una barrera que impide el paso. El único habitante del poblado nos da su permiso para que continuemos. Bajamos por una fuerte pendiente y llegamos a una cala. Atravesamos un pueblo abandonado y acampamos en la playa. Por la noche encendemos una hoguera y dormimos bajo las estrellas.

Al día siguiente regresamos por el mismo camino. El cielo está despejado. La bruma de la mañana ya ha desaparecido.

José trepa unas rocas para hacernos la foto anterior y cuando está arriba se acuerda de que no sabe escalar. Afortunadamente consigue bajar con su cámara intacta, después de estar a punto de despeñarse varias veces.

José es una persona normal. Ha viajado por África muchas veces, pero eso no le hace diferente. Es discreto y su presencia apenas se percibe durante la mayor parte del viaje. Simplemente, está ahí. Eso me permite entrar en contacto con África de una forma directa, sin intermediarios.

Esta foto es de Tomás Navarro.

Paramos a estirar las piernas antes de llegar a Dakhla. La arena que el fuerte viento mueve a ras de suelo me hace daño. Cambio los pantalones cortos por otros largos.

Subo una pequeña colina y descubro un paisaje impresionante que me hace comprender el nombre de toda esta zona: Río de Oro. Una inmensa superficie de arena dorada se extiende hasta el mar.

Las nubes se desplazan con rapidez. Cubren solo algunas partes del cielo y dejan pasar la luz del sol en otras. Las sombras de las nubes recorren la llanura y crean claroscuros de gran dinamismo y belleza.

Un minucioso control a las puertas de Dakhla nos indica que entramos en una plaza fuerte militar. Anchas avenidas recién asfaltadas. Cuarteles. Muchos soldados, algunos de ellos en edad de ser abuelos. Comemos en la terraza del restaurante Samarkanda, un oasis culinario. Se encuentra al borde del mar y a lo lejos se divisa el continente.

Después visitamos chabolas de saharauis, como siempre tapadas por muros. Alguien me comenta que son descendientes de tribus que huyeron hacia el norte cuando llegaron los españoles. Ahora Marruecos los ha devuelto a su lugar de origen para que voten a favor de la anexión en caso de referéndum. A mi me parece que están hechos polvo.

Damos un paseo en camión hasta el extremo de la península. Atravesamos la zona industrial, ocupada principalmente por empresas pesqueras. Vemos de lejos el puerto nuevo que están construyendo unos coreanos.

Llegamos hasta el mar y encontramos un barco encallado. Solo conserva metal oxidado.

Regresamos a Dakhla y nos desperdigamos. Entablo conversación con varias personas sobre el problema saharaui. Las versiones varían según quién te las cuente. Hoy es un gran día. Solo buscaba una verdad y he encontrado varias.

Montamos las tiendas en el camping Moussafir, a las afueras de Dakhla.

Al día siguiente regresamos a Río de Oro y retomamos la RN1 en dirección sur. Paramos en un bonito sitio a comer de nuestras provisiones, pero el fuerte viento nos impide disfrutar del paisaje. Auguro un buen futuro a las empresas de energía eólica que instalen en esta zona aerogeneradores. Pasamos por el Golfo de Cintra sin encontrar un lugar apropiado para montar nuestro campamento. Nadie nos asegura aquí que no vamos a salir volando con tienda y todo. Llegamos a un enclave nuevo que ha crecido en torno a una gasolinera llamada Barbas y montamos nuestro campamento al abrigo de una tapia. Se trata de una pequeña población todavía deshabitada. El lugar perfecto para volverse loco por culpa del viento. Una colonia de casas unifamiliares idénticas en medio de la nada. ¿De qué vivirá la gente que las ocupe?

Al día siguiente repostamos combustible en la gasolinera. Gastamos los últimos dirham en la cafetería. Hasta ahora he venido observando que todos los clientes en estos establecimientos son hombres. Pasan horas sin hablar ni moverse de sus sillas orientadas a la calle. Lo único que hacen es mirar a los transeúntes y a los coches que pasan. Esta actividad resulta chocante en Barbas, donde tanto vehículos como peatones escasean.

A media mañana llegamos al puesto fronterizo de salida. No se ve a nadie de la ONU. Marruecos ejerce control absoluto. Unos módulos prefabricados recién instalados albergan oficinas de policía, gendarmería y aduana. Nadie se molesta en registrarnos. Hace poco Mauritania ha vivido un golpe de estado y somos los únicos europeos. Nos despachan con rapidez. Después del último control, la carretera desaparece y circulamos por una pista llena de baches. En algunos tramos parece de trial. Rodeamos dos pequeños depósitos de vehículos accidentados y llegamos al puesto fronterizo mauritano. Un agente nos ordena de forma desproporcionadamente marcial que nos pongamos a la cola. Eso significa colocarnos detrás del último que ha llegado. Como no hay ninguna fila formada y es imposible saber quién es el último, nos ponemos detrás del que está más alejado. Entregamos los pasaportes a un policía, que entra en una especie de caseta de obra. Escribe nuestros datos en un cuaderno de contabilidad, con entradas y salidas. Avanzamos hasta un barracón de madera, donde nos recibe otro policía que no puede disimular su alegría cuando le solicitamos cinco visados. Ciento cincuenta euros al contado. Suponemos que parte o todo ese dinero terminará en su bolsillo. Ahora llega el turno de la aduana, donde rellenamos una declaración de divisas.

Finalizados los trámites de entrada a Mauritania, proseguimos por una carretera invadida en algunos tramos por arena. Grupos de mauritanos vestidos con camisones gigantes en forma de paracaídas intentan sacar sus vehículos de la arena. Cada grupo se concentra en su vehículo, e ignora a los demás. Aquí "solidaridad" es solo el nombre de un sindicato polaco. Circulamos por un talud bastante alto. A los lados no hay quitamiedos y la distancia hasta el suelo es lo suficientemente grande como para matarse en caso de descuido. No hay rayas pintadas en el suelo que ayuden en la conducción nocturna.

Atravesamos unos raíles de tren y llegamos a un cruce. Una muchacha mauritana nos pide que la llevemos junto con su madre y su hijo pequeño hasta Nouadhibou. Suben al camión y se acomodan como pueden. Han venido desde Francia en uno de los coches que hemos visto atascados en la arena. El marido, con la intención de aligerar peso, les ha dicho que fueran andando.

El niño contempla el interior del camión con los ojos muy abiertos. Parece admirarse de que semejante montón de chatarra sea capaz  de alcanzar la vertiginosa velocidad de 65 km/h. Es la primera vez que visita la patria de sus padres. Alguien debió hablarle en Francia de lo viejos que son los camiones en Mauritania y ahora lo está comprobando.

Otra estupenda foto de Tomás Navarro. Los niños deben ser los más protegidos, pero a veces son los más desamparados.

Después de uno de los numerosos controles que encontramos de camino a Nouadhibou, un Toyota Avensis nos adelanta y se detiene justo delante de nuestro camión. Se baja un mauritano que con decisión se lleva a nuestros huéspedes.

Nos acercamos a Nouadhibou. Primero se ven casas muy humildes construidas con tablones. Nuevamente me pregunto por el origen de la madera. Por aquí no hay árboles, es todo desierto. Las cabras comen cartones e incluso latas. Luego se ven casas de ladrillo gris. Muchos comercios. Los niños nos dan la bienvenida con gran alborozo. Algunos vehículos adelantan por la derecha. Quizás aprendieron a conducir en Australia. Renault 12 parece ser el modelo favorito de los taxistas de Nouadhibou. Les siguen los Peugeot y los Mercedes, todos pintados de verde. Algunas casas amuralladas y coches de lujo denotan que también hay ricos. Al menos, lo eran antes de gastarse el dinero en mansiones y cochazos. La mayoría de los paracaidistas, es decir, los que utilizan paracaídas para vestirse, tienen la piel clara. Las tareas manuales y el trabajo duro es desarrollado por personas de piel oscura.

Llegamos al albergue Inal. Dejo mi ropa sucia a Ibrahim para que la lave. Comemos en el restaurante del Hogar Canario, una especie de embajada culinaria española en Nouadhibou. Pagamos en euros.

Por la tarde duermo la siesta, tomo notas en mi diario y doy un paseo. Cambio Ouguiyas en un "bureau de change". Entablo conversación con un mauritano, que resulta ser policía de paisano. Le pregunto sobre el golpe de estado y me asegura que ha sido incruento. La junta militar ha derrocado al presidente pro-occidental Ahmed Uld Taya, mientras asistía a los funerales del rey Fahd en Arabia Saudita. Mi nuevo amigo me comenta con resignación que ha sido más una revuelta palaciega que una revolución popular de carácter reivindicativo. Los que obedecen siguen siendo los mismos, solo han cambiado a los que mandan.

Antes del amanecer, el muecín de una mezquita cercana me despierta con sus cánticos. Lejos de incomodarme, salgo a la calle para ver a los creyentes que acuden a rezar. Ya tendré tiempo de dormir cuando regrese a casa. Me quedo con ganas de entrar en la mezquita. Otra vez será. La curiosidad no tiene límites, pero la prudencia si.

Al día siguiente visitamos Cabo Blanco. El barco varado en un océano de arena me recuerda al inicio de la genial película de Steven Spielberg "Encuentros en la Tercera Fase".

Otra foto del barco, que encalló en agosto de 2003.

Pregunto al guarda del parque si el barco está a la venta. Lejos de molestarse con mi vacile, me dice que se lo pregunte al capitán, que se ha ido al pueblo a comprar pan. Lo está esperando para multarle por aparcar mal. Ya voy conociendo a los mauritanos. A simple vista parecen antipáticos, pero son más agradables de lo que aparentan.

Nos desperdigamos por Cabo Blanco. En esta foto aparece Tomás, disfrutando de un paisaje muy diferente al de su Yátova natal.

Al fondo se observa un refugio, una cruz y un mojón de cemento que divide la península en dos partes. La izquierda para España y la derecha para Francia.

Mientras los demás pasean, subo al camión y escucho una canción de Led Zeppelin.

Después de visitar Cabo Blanco, pasamos por un cementerio de barcos.

Desde lo alto del acantilado se ven docenas de barcos abandonados. Un espectáculo inolvidable para alguien de secano como yo.

Por la tarde Soufi nos invita a tomar té en su casa. Vive en un barrio humilde. Con el dinero que ganó trabajando como guía, ha comprado un taxi. Su hijo mayor quiso seguir sus pasos, pero con poca fortuna. Cada vez hay más asfalto y los guías ya no están tan cotizados como antes.

La mujer de Soufi es diabética y me pide un aparato para medir el nivel de glucosa en la sangre. No tengo previsto regresar a Nouadhibou en breve, así que desde esta página animo a cualquiera que pase por allí, para que le regale uno. Podrá dar con Soufi preguntando en el albergue Inal, que se encuentra cerca del consulado de Marruecos en Nouadhibou. El teléfono de Soufi es (222) 46 48 54 97.

Después de tomar varios tés y cuando ya pensábamos que la visita llegaba a su fin, aparece la mujer de Soufi con una gran bandeja de arroz y pescado. Los ingredientes han sido colocados con sumo cuidado. Parece una obra de arte. Agradecemos tanta delicadeza y atención devorando hasta el último gramo. Es lo menos que podemos hacer.

Por la noche duermo de un tirón gracias a los tapones que me coloco en los oídos.

Al día siguiente compramos agua mineral en un almacén. Nos aseguran que el agua del grifo es potable, pero al no estar acostumbrados preferimos asegurarnos. Ibrahim me entrega la ropa más o menos lavada y un poco rota. Menos mal que ya me habían avisado y he traído ropa vieja. Llenamos los depósitos de combustible y también algunos bidones. No encontraremos más gasolineras hasta Nouakchott. Salimos de Nouadhibou por la misma carretera que utilizamos hace dos días para entrar. No hay otra. Está recién asfaltada. Hace calor. Vamos hacia el interior y el mar ya no puede ayudarnos con su brisa fresca. Paramos en un tramo en obras y nos refugiamos a la sombra de una acacia para comer de nuestras provisiones.

A 190 km de Nouadhibou, tomamos una pista que sale a la derecha. Circulamos un buen tramo campo a través, hacia una montaña que sobresale en el horizonte. El camión se atasca en una zona de arena. Deshinchamos las ruedas y salimos. En otro paso difícil, el camión se calienta y debemos parar a rellenar el agua del radiador. Circular por el desierto es más complicado de lo que pensaba y los problemas parecen más graves que en cualquier otro sitio. Estamos solos en medio de la nada. Disfruto de un extraño miedo. ¿Seré masoquista? El agua no me quita la sed. Enlazamos con una pista más o menos marcada. Aumenta la sensación de seguridad. La pista desaparece en una extensa duna y aumenta la sensación de inseguridad. Esta experiencia hace que me sienta más vivo que nunca. Después de dos interminables horas de sobresaltos y regodeo en el sufrimiento llegamos a Arkeiss, un poblado de pescadores cercano al Cabo Tafarit.

La playa se extiende hasta el siguiente cabo, distante unos 8 kilómetros. Hay algunas jaimas, pero en su interior hace mucho calor. Monto la tienda de campaña y me doy un baño hasta que anochece. El agua está templada.

Me acuesto temprano y al amanecer doy un paseo por la playa. Subo a unas rocas y disfruto del paisaje mientras escucho música clásica con mi mp3. A media mañana nos disponemos a visitar Iwik, pero un gran charco a mitad de camino nos hace desistir. No tiene sentido correr riesgos inútiles para disfrutar de un paisaje parecido al que ya conocemos.

Pasamos el resto del día en la playa. Paseando, leyendo, escribiendo, tomando café, nadando y escuchando música.

Está nublado y el sol no castiga demasiado. El calor se puede aguantar.

Por la tarde unas mujeres de Arkeiss montan varias jaimas. Una de ellas me comenta que los viernes suele venir gente de Nouakchott a pasar el fin de semana. Al anochecer llegan varios 4x4 modernos con música de baile a todo trapo. Descargan neveras y bailan. Se acaba la paz. El desierto ya no es lo que era.

Al día siguiente regresamos a la carretera y continuamos hasta Nouakchott, la capital de Mauritania. El tráfico no es intenso y los semáforos funcionan. Las calles no son estrechas y no hay demasiados cruces. Sin embargo, bastan una docena de vehículos para formar un gran atasco. Todos quieren pasar los primeros.

El sitio donde se encuentra ahora Nouakchott era hasta hace 50 años pleno desierto. Todas las construcciones son recientes, lo que no quiere decir que sean modernas. No hay casco antiguo, ni medina, ni murallas.

Nos alojamos en el albergue Sahara. Comemos en un restaurante italiano regentado por libaneses. Por la tarde voy en taxi hasta la lonja. Los pescadores faenan en pateras a escasos quinientos metros de la playa. Regresan con la redes llenas. Asombra la riqueza de esta costa. Una mujer ofrece doradas en una cesta. El albergue tiene cocina, así que pensando en la cena, le pregunto el precio de una docena. Cuando me dispongo a pagar, aparece un paracaidista. Habla con la mujer y me dice otro precio cinco veces superior. Me voy al otro extremo de la lonja y me dispongo a negociar con otra mujer que también vende pescado. El paracaidista me ha seguido y nuevamente frustra la operación.

Un policía y un gendarme pasean por la playa cogidos de la mano. Me dispongo a fotografiarlos. Alguien me lanza una corvina a la cara. No quiere que haga fotos. Me agacho y el pez impacta contra un pescador que empuja junto con otros una patera hacia tierra firme. Grita algo que no entiendo sin abandonar su trabajo. Los demás ríen. Otro paracaidista me indica en un correcto español que no me preocupe. Puedo tomar fotos sin problemas. Solo los ladronzuelos tienen miedo a ser retratados. Desgraciadamente los funcionarios que iban de la mano ya han desaparecido. Habría sido una buena foto.

El albergue Sahara es confortable. Está pensado para agradar. Pronto se quedará pequeño. Duermo bien.

Al día siguiente vamos a la embajada de Malí para solicitar los visados. Está cerrada. Hace dos meses cambiaron el horario y ya no abren los domingos. El guarda telefonea al secretario del cónsul, que aparece a los 5 minutos. Nos hace los visados. No exigen propina. Solo pretenden facilitarnos el viaje. Quieren que visitemos su país. Agradecemos el detalle y aumentan de esta forma las ganas de llegar a Malí.

De camino al mercado central, el camión empieza a dar tirones.

El motor deja de funcionar frente a la radio-televisión pública mauritana. Los soldados fuertemente armados que custodian la entrada nos miran atónitos. Hace poco ha tenido lugar un golpe de estado y no sabemos si tienen instrucciones de disparar a cualquier sospechoso de alterar el órden. Bajamos y empujamos el camión hasta quedar fuera del alcance de sus mirillas.

Tomás Navarro se encarga de inmortalizar el momento.

Quedamos con José en el albergue y vamos en taxi al mercado. Los comerciantes ocupan unas construcciones modernas de dos alturas. También hay puestos en la calle. Los más agradables de visitar se encuentran en los patios. Grandes toldos protegen del sol. Se venden telas, calzado, ropa, comida, bisutería, etc.

Muchas mujeres visten de pies a cabeza con velos vaporosos. Van y vienen con paso decidido por los recovecos del mercado. Algunas miran directamente a los ojos y sonríen. La mayoría me ignora, van a lo suyo. Suelen ir acompañadas por algún chico de piel oscura, que carga con la compra.

Jóvenes paracaidistas con teléfono móvil pegado a la palma de la mano me ofrecen cambio. Les digo que ya soy muy viejo para cambiar, pero no cogen el chiste. Compro francos CFA, la moneda de Malí. Por lo visto el cambio es posible desde la frontera, pero desfavorable hasta Bamako.

Regreso andando hacia el albergue. Se ven más coches de lujo que en Nouadhibou. Los taxis ralentizan su marcha y tocan el claxon cuando pasan a mi lado. Prefiero caminar. Hace calor, pero se puede soportar. Las distancias son más largas de lo que pensaba. No hay aceras. Los vehículos a veces adelantan por la derecha, o circulan fuera del asfalto sin motivo aparente. Cansado de jugarme la vida, tomo un taxi.

Recogemos el equipaje. Montamos en el camión. Atravesamos Nouakchott. Llegamos a una rotonda. Tomamos la avenida que va hacia el este. Paramos en una tienda con aire acondicionado llamada "Madrid" para comprar comida y bebida. El dueño habla español. No se muestra dispuesto a hacernos ningún descuento. Compro fruta. No es cara, a pesar de ser aquí un lujo. Salimos de Nouakchott. A las afueras hay un extenso mercado de camellos. La carretera sube y baja por las dunas. En zonas llanas hay pequeñas poblaciones. Las casas de ladrillo gris son pequeñas y rectangulares. También hay jaimas y no faltan mezquitas. Apenas se ve vegetación. Después de Boutilimit nos desviamos por un camino a la izquierda. Montamos nuestro campamento en una extensa planicie. Después de una noche en albergue, echaba de menos dormir bajo las estrellas. Doy un paseo después de la cena. El silencio es absoluto. Cuando me detengo, puedo escuchar los latidos de mi corazón.

Al día siguiente el motor del camión comienza nuevamente a renquear. Aprovechamos una parada en Aleg para llevarlo al mecánico. Doy una vuelta por la ciudad, que es bastante pobre. La carretera atraviesa la calle principal. Hay comercios en ambos lados. El carnicero ofrece su mercancía al aire libre sin inmutarse por el centenar de moscas que le rodea. Todas las tiendas de comestibles ofrecen los mismos productos. Unos viajeros esperan su transporte dentro de una jaima. Los niños me siguen y me preguntan cosas. Están de vacaciones. Aunque siga pensando que África necesita un gigantesco Plan Marshall y 200 años para alejarse de la pobreza, ahora solo me arrepiento de no haber traído unos cuantos balones de fútbol para repartir.

Solucionado el problema mecánico, continuamos por una inmensa llanura.

A partir de Sangrafa comenzamos a ver a lo lejos grandes montañas. No son demasiado altas, pero resultan imponentes después de recorrer tantos kilómetros sin relieves.

La foto es de Tomás Navarro.

Paramos a comer a la sombra de una acacia. Recibimos la visita de un grupo de jóvenes. Uno de ellos entabla conversación con Pedro, que es profesor en una universidad católica, y le enseña a rezar mirando a La Meca. Las chicas muestran una dentadura grande y desordenada.

Por la tarde llegamos al oasis de Djoûk y montamos las tiendas. De noche llueve torrencialmente. Un río cercano se llena de agua por unas horas.

Al día siguiente se forma a unos cien metros de nuestro campamento una hilera de chavales que nos observa con curiosidad. No hablan francés. Aparece un panadero con un saco lleno de barras.

Subimos un puerto y pasamos por Ekamour. En Kiffa compramos agua, tomamos un refresco y estiramos las piernas. Continuamos por una zona llana rodeada de montañas. La carretera es buena excepto por algunos tramos que el agua ha deteriorado.

Paramos cerca de unos peñascos desde donde se divisa la inmensa llanura.

Paseo. Las vacas son diferentes a las que conocía. Las hay por doquier. Tienen cuernos grandes y joroba. En la carretera son un peligro. Es corriente ver sus esqueletos en las cunetas, junto con los de camellos, burros y cabras.

Después de fotografiar las vacas, una anciana me increpa en un idioma que no entiendo. Repite una frase mientras gira su mano derecha terminando con la palma hacia arriba. Supongo que me pide explicaciones por las fotos. Le digo que esa es solo una de las muchas cosas que hago sin motivo aparente. Otras son mover el pie al ritmo de la música, mirar las estrellas o nadar. La mujer no me entiende, pero se ríe cuando le muestro los diferentes estilos de natación.

Me siento a la sombra de una acacia. El cielo es intensamente azul. Tenía miedo de pasar mucho calor, pero la temperatura es agradable.

El motor del camión ya no da problemas, pero ahora dos marchas se niegan a engranar. Llegamos a Ayoun el Atroûs. Después de dejar la mochila en el hotel, voy con José hasta un taller. Media docena de mecánicos originarios de Malí desmontan la caja de cambios escuchando Public Enemy a todo volumen. El jefe la abre con sumo cuidado. Logro introducir mi cabeza entre la de una pequeña muchedumbre nutrida con los familiares de los mecánicos, amigos y gente que pasaba por allí. Hay que sustituir una arandela. No hay repuesto. Al día siguiente el tornero fabricará una. Nos retiramos con cierta incertidumbre. Las habitaciones del Hotel Ayoun son pequeñas y calurosas. El dueño dice que los aparatos de aire acondicionado gastan mucho y se levanta a las 3 de la mañana para quitarnos la electricidad. Quizás eso explique su perenne semblante de memo. Nuevamente echo de menos dormir al aire libre.

Doy un paseo después de desayunar. Un soldado me indica que cambie de acera. No quiere que pase por delante de la puerta del cuartel que custodia. Eso me hace recordar el golpe de estado. Desde Nouakchott hemos encontrado más de veinte controles, pero eso por lo visto aquí es normal. Intento vender las pocas ouguiyas que me quedan. Nadie me ofrece buen cambio. Me lo gasto todo en fruta. Regreso al hotel y leo un rato. Leer durante un viaje es como nadar en la piscina de un barco. La mente se evade durante la escapada.

Llego al taller cuando el trabajo ya está terminado. Subo al camión para presenciar la prueba final. Montan también los mecánicos que han trabajado en la reparación. La primera velocidad entra sin problemas. La segunda también. La tercera, que era una de las que fallaban, funciona perfectamente. Los mecánicos gritan de júbilo, como si su equipo hubiera marcado un gol. Con la cuarta velocidad aquello se convierte en un Maracaná con gol de Pelé. Saltos, abrazos, besos y reconciliaciones. El "chef du garage" se lleva todos los elogios sinceros, no es burdo peloteo.

Proseguimos nuestro viaje rumbo a Malí. La carretera hasta Nioro ha sido financiada por la Unión Europea y construida por una empresa egipcia. La principal aportación mauritana a tan ingente esfuerzo consiste en varios controles en los que el funcionario de turno te pide un regalito. Atraviesa zonas que hasta hace solo dos años eran de difícil acceso. Un hachazo de progreso en el corazón del luminoso Sahel. Penetro en otro mundo. La misma sensación que cuando abandonamos Marruecos para entrar en Mauritania. Esta vez me acompaña un desasosiego que achaco a una prematura melancolía. Aunque solo haya conocido la punta del iceberg, Mauritania me ha impactado. Ahora me siento como Tarzán saltando de una liana a otra. He comprobado que la anterior me ha hecho volar, y no se si la nueva resistirá.

Cumplimentamos los trámites de salida de Mauritania y nos acercamos al puesto fronterizo maliense. Aquí una de dos: o los funcionarios son millonarios excéntricos que después de una vida de despilfarro desenfrenado buscan la paz espiritual por medio de una forma de vida extremadamente austera, o el gobierno no se ha gastado ni un euro en mejorar sus condiciones de trabajo. Nos inclinamos por lo último. El jefe del puesto yace en una tumbona y con un palito remueve pedazos de pollo que se asan en una parrilla. Nos dice a modo de disculpa que allí no hay mujeres, y él mismo se ocupa de la cocina. Viendo el lamentable aspecto de su uniforme, suponemos que las mujeres han huído.

Anochece. Las estrellas brillan con intensidad y en el horizonte se divisa una lejana tormenta. El objetivo era llegar hasta Nioro, pero la avería de ayer nos ha retrasado. El vientre de uno de los viajeros no está en su mejor momento, y nos detenemos a unos veinte kilómetros del último puesto de control. Conducir de noche por estos sitios es peligroso y decidimos acampar en la llanura. Cenamos. Después de una animada sobremesa, me retiro a la tienda.

Duermo hasta que el fuerte viento me despierta. No se qué hora es. Saco la cabeza. La tormenta que antes veíamos a lo lejos se acerca. Las nubes se mueven con rapidez. Los relámpagos las iluminan desde todos los ángulos, como si se tratasen de celebridades atravesando la alfombra roja que les conduce al teatro Kodak antes de la entrega de los Oscar. Debería prepararme para el chaparrón, pero no se cómo. Empieza a llover. Los truenos se suceden con rapidez. Algunos son ensordecedores. Tengo miedo a que me caiga un rayo. No soy Marty McFly, no tengo un DeLorean como máquina del tiempo, y no necesito 1,21 gigavatios para regresar al futuro.

Justo después de hacer un tremendo esfuerzo por tranquilizarme pensando que el suelo de la tienda es impermeable, empiezo a notar agua alrededor del colcón hinchable. Sus 20 cm de espesor me mantienen seco de momento. Cuando ya pensaba que había caído todo el agua del cielo, comienza el diluvio universal. Entre trueno y trueno, oigo gritos a lo lejos: "¡Simooon, Simoooooooon, que está lloviendoooooo!". Agradezco sinceramente el aviso. Me arrepiento de llevar siempre conmigo el pasaporte y el dinero. La linterna se ha mojado y no veo un pimiento. Mientras meto a tientas mis escasas pertenencias en una bolsa de plástico, el peso del agua y el fuerte viento doblan las varillas de la tienda. Hasta ahora había conseguido mantenerme seco. Buscando desesperadamente la cremallera pierdo el equilibrio y vuelco la tienda, que queda patas arriba. Consigo salir. Camino entre el barro hasta el camión, donde me reúno con algunos de mis compañeros de viaje. Otros han acampado en zonas más altas, y aguantan mejor que yo.

Al día siguiente los pastores que vienen a darnos los buenos días se llevan de regalo un montón de ropa mojada. Cuando nos disponemos a reanudar la marcha, paran a nuestro lado tres 4x4 europeos. También ellos han sufrido las inclemencias del tiempo durante la noche. Antes de llegar a Nioro du Sahel visitamos un poblado. Recorro como puedo sus estrechas calles embarradas. Comienza a llover nuevamente. Eso me proporciona la excusa perfecta para pedir cobijo en una de las chozas de adobe. El interior está limpio en todos los sentidos. El mobiliario más sofisticado consiste en una esterilla sobre el suelo. Pregunto el nombre del poblado a dos señoras que cuidan de un grupo de niños. Ya había visto a la entrada el cartel que lo indicaba, pero no se me ocurre nada mejor para romper el hielo. No hablan francés. Una de ellas se dispone a salir, supongo que para buscar un intérprete. Se lo agradezco con gestos y le ahorro la ducha regresando al camión. Con que se moje uno ya es suficiente. La gente me sonríe desde el interior de sus casas. Prometo regresar en otras circunstancias.

Llegamos a Nioro du Sahel. Vamos directamente a la aduana, que se encuentra donde Sansón perdió el flequillo. Compramos pan y refrescos en el mercado central. Mientras me bebo una coca-cola, un señor me dice que no podremos llegar hasta Bamako. La pista está inundada. Me entra la risa floja y me atraganto.

Se lo comento a José. Me dice que prefiere los impedimentos físicos a los obstáculos humanos. Barro, agua, baches, arena, montañas, calor, frío y averías mecánicas causan menos problemas que personas malas. No importa si son bandidos, funcionarios corruptos, mecánicos malintencionados, conductores violentos, guías sacacuartos o ladronzuelos capaces de hacerte perder mucho con tal de ganar algo. Como si hubiera sido una premonición, en la gasolinera intentan cobrarle 10 litros de más.

La pista de Diéma es al principio rápida y dura. Pero a los pocos kilómetros empiezan a aparecer grandes charcos.

Otra foto de Tomás Navarro.

Atravesamos los primeros charcos en silencio y con temor. Después el miedo desaparece.

Tomás se baja para hacernos esta foto.

Un camión se atasca en el barro. Los ocupantes bajan y colocan planchas.

Después de varios intentos, consigue salir. Le ha entrado agua en el motor y hace mucho ruido.

Aunque desde el punto de vista mecánico eso no sea bueno, aumenta la espectacularidad del momento y despierta mi imaginación.

Ya no es un viejo camión de mercancías intentando llegar a su destino, sino una bestia mitológica luchando por escapar de las garras de otro monstruo que habita las ciénagas.

El cansancio y la tensión de la noche anterior parecen haberme afectado.

Paramos a comer de nuestras provisiones sin alejarnos mucho de la pista. Se acerca un grupo de mujeres Peul. Visten ropas coloridas. Se adornan con collares, pendientes y pulseras. No hablan nada que podamos entender. Parecen muy contentas. Nos piden sobre todo envases.

La foto es de Tomás Navarro.

Transportan a sus bebés en la espalda. Tomás Navarro, siempre atento, consigue otra buena foto.

Estando próximo el final del viaje, se van cargadas de regalos. Otra obra de arte de Tomás Navarro.

Por la tarde cae otro chaparrón. La temperatura es suave. César aprovecha una parada para ducharse, y Tomás lo inmortaliza.

Llegamos a un pueblo. Un río cruza la pista. Es de noche y no nos atrevemos a vadearlo. Buscamos sitio para montar las tiendas. Un amable caballero nos ofrece refugio en el recinto donde se encuentra su casa y las de sus familiares.

Al día siguiente viene medio pueblo a vernos. Son muy humildes.

La corriente del río continúa siendo fuerte. Aprovecho para dejar que la tienda se seque.

Fotografío a una mujer que intenta por todos los medios guardar la compostura sin conseguirlo.

Mientras esperamos que la corriente del río disminuya, observo cómo otras personas lo atraviesan en carros con dificultad.

Después de un par de horas y ante la amenaza de que llueva de nuevo y las condiciones empeoren, vadeamos el río.

Esta vez es Ángel quien toma la foto desde el interior del camión.

Llegamos al cruce de Diema. Hay muchos vehículos parados. Un policía nos indica que no podemos continuar. A treinta kilómetros en dirección a Bamako la lluvia ha destruido parcialmente un puente. Bajamos a estirar las piernas. Numerosos puestos ofrecen refrescos, carne, fruta, arroz con salsa, pan y tabaco. Me siento a la sombra y entablo conversación con un maduro profesor de francés que viaja en uno de los autocares. Tengo miedo de cierta animadversión hacia el hombre blanco, así que soy prudente. Mi interlocutor en cambio no se contiene y se muestra muy crítico con sus compatriotas. Me dice que echar la culpa de todo lo malo a los blancos ya no está de moda. Han pasado 45 años desde la independencia, y lo único que ha aumentado considerablemente es la diferencia entre ricos y pobres. Los jóvenes ven su futuro con pesimismo, y solo piensan en emigrar. Todos conocen a alguien que ha conseguido salir adelante en Europa o Estados Unidos, y eso les anima a seguir soñando. Me habla incluso con admiración y respeto de los logros políticos y económicos conseguidos por los blancos después de siglos de lucha y sufrimiento. No comenta nada de que ese progreso ha sido en parte gracias a los esclavos y las materias primas de países pobres. Quizás eso no le parezca tan relevante como piensan muchos occidentales.

La mañana avanza y poco a poco se nos unen en la espera más pasajeros de autocares venidos desde Kayes. A nadie se le ha ocurrido llevar a los viajeros hasta el puente, pasarlos andando al otro lado y que continúen su viaje en los autocares venidos de Bamako que se encuentran retenidos al otro lado del puente, y cuyos pasajeros están también tirados.

Vemos esperanzados pasar camiones y maquinaria de Satom, la empresa que se ocupa del mantenimiento de la carretera. Después de que Concha, una compañera de viaje, pregunte por décima vez al de la barrera cuándo podremos continuar, éste la abre y nos dice que hagamos lo que queramos. A los pocos kilómetros vemos los vehículos de Satom parados, y a los empleados haciéndose un te. Avanzamos hasta el punto problemático y comprendemos porqué nos habían retenido en el cruce de Diema. Hay medio centenar de autobuses aparcados en la cuneta, con sus pasajeros desperdigados. No existe ningún sitio donde proveerse de comida ni agua.

Lo que queda del puente está a punto de caerse. La solución se produce de tal forma que prefiero no entrar en detalles. No tengo fotos del momento y temo que si lo relato, alguien me considere un fantasmón. El caso es que pasamos e hicimos medio centenar de kilómetros hasta Dioumara, donde teníamos previsto acampar.

Al día siguiente llegamos por una tortuosa pista de "tôle ondulée" hasta Didjeni, y desde aquí por carretera hasta Bamako.

A menundo me he preguntado durante el viaje cómo es posible que no hayamos tenido problemas de convivencia. Creo que la clave ha estado en que todos hemos compartido el mismo interés, y hemos participado en el mismo objetivo: realizar el viaje transahariano y llegar hasta Bamako sanos y salvos. En esas circunstancias, no hemos necesitado ni normas, ni reglamentos ni jefes.

Al principio del viaje, alguien preguntó a José si no se cansaba de viajar siempre por los mismos países. Él respondió que antes se cansaría de respirar, y ahora entiendo porqué.


Aquí termina el relato de de Simón, uno de los viajeros que tuvo la amabilidad de acompañarme desde Algerias hasta Bamako en agosto de 2005.


Muchas gracias Simón por este relato tan interesante, y sobre todo a Tomás Navarro por su generosidad al dejarme utilizar sus impresionantes fotos. Después de que se fueran mis compañeros de viaje, continué solo por Burkina Faso y Togo.

En Bobo Dioulasso cené en el restaurante Les Bambous mientras escuchaba a un excelente grupo de percusionistas.

De camino al país Lobi, visité un altar Dagari. Si quiere ver más fotos como ésta, por favor pinche AQUÍ.

Recorrí Togo en compañía de Moussa, que me llevó en su toyota hasta Lomé.

Un puesto de mandioca. Allí lo llaman "ñam". Según me explicó Moussa, cura todas las enfermedades conocidas y por descubrir. Yo por si acaso llevaba un buen seguro de viajes.

Togo es un país montañoso, jalonado de puertos. Los camiones van cargados a tope y se despeñan de vez en cuando.

Moussa es un conductor serio y responsable. Aunque parezca jóven, ya tiene varios nietos. Su toyota es viejo pero está bien cuidado. Lo alquila a precio razonable. Su teléfono es 226 702 59 439.

También me llevó al país Kassena. Si quiere ver más fotos como ésta, por favor pinche AQUÍ.

En Ouagadougou recuperé mi camión y regresé hasta España sin problemas. Despacio pero inseguro, ya que por mucho que hayan cambiado las cosas... ¡África sigue siendo ÁFRICA!




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